martes, 22 de marzo de 2011

Grabado y artículo sobre Rafael Argelés

 
EL OJO EN LA MIRADA


EL PIOJO IMAGINARIO DE RAFAEL ARGELÉS

JESÚS CUESTA ARANA

A pesar de su notorio éxito se vió obligado –como otros muchos– por la decrepitud dominante en el país a poner mucha agua por medio -un océnao entero- para tantear la fortuna. Huyendo sobre todo de la quema de los malos vientos de guerra que soplaban y que venían ya por el negro horizonte. Eran los estertores de la República. Como fundido en la fatal premonición lorquiana de que “ éstos campos se van a llenar de muertos”. El joven pintor se fue a las Américas con el mismo riesgo e ilusión que el torerillo hace la luna. En Buenos Aires posa el vuelo largo, esos sí: llevándose en el equipaje la luz y el refejo entre los dos mares que se juntan en el Estrecho. Fue en Algeciras donde Rafael Argelés Escriche ve la claridad primeriza el 7 de mayo de 1894, (cuando Van Gog pinta Los Girasoles.)
Su primer abecedario: una caja de colores. Lo demás vino todo seguido: máxima puntuación en la Escuela de Bellas artes de San Fernando, donde llega a ser profesor, discípulo de Muñoz Degrain –maestro también de Picasso–, del inmenso colorista Cecilio Plá y del excelente dibujante Ricardo Arredondo.
A los 18 años –un dato– obtiene la primera medalla en la Exposición Nacional, en abierta competencia con los gurús del momento Santiago Rusiñol, Martinez Cubells, Salaverría. Plaza de dibujo por oposición. Viaja a París con sus azules y rosas, luego a Galicia, Granada y Marruecos donde se va empapando de otras atmósferas, otras sensaciones. Canjea el trotamundeo por largas estancias en Madrid donde hurga entre lo castizo con un una meta: trascender lo popular –una constante en su obra– huyendo de los lugares comunes. Un magnífico realista con atmósfera propia. Sienta tertulia con glorias madrileñas de las artes y las letras como Bernardino de Pantorba, Chicharro, Capuz, Chicharro, Perez Comendador, Pérez de Ayala...No tarda en volver a los orígenes, donde un plumilla de un periódico local llega a escribir: “Algeciras es conocida por su Conferencia de 1911 y por Rafael Arguelés”. Sin embargo, tuvo que levantar el vuelo allende los mares. En Argentina consiguió la fama, expone con gran éxito en Sao Paulo y Río de Janeiro. Ya viejo, –aunque tarde como siempre– en Algeciras le pusieron una calle y otros galardones recogidos por su viuda.
Una fecha que revolotea siempre por mi memoria: 5 de noviembre de 1977. Mi primera exposición en solitario –como único espada– en el casino de Algeciras. Nervios a todo meter. Se concentraba allí mucha gente de talento y resabida: Encantadora Tere de Castro (llamada por Argelés Teresina), maravillosa acuarelistas con sus marinas de luces y brumas; Helmut Siesser prodigioso paisajista alemán ahijado algecireño con mucha veta “especial”; inolvidable Pepe Bazo cálido pintor e impresor; Antonio López Canales, catedrático de dibujo pero más pintor y trato delicioso; Cristobal Delgado Gómez, cronista oficial de Algeciras que actuo como introductor, Emilio Burgos médico y autor del celebrado pasodoble La Novia del Sol: los críticos de arte Julián Martínez y Andrés Siles, que me juiciaron bien en la prensa; el escritor alcalaíno Guillermo García Jiménez, tan cercano en la tierra y en el corazón; Lola Peche lumbrera de la poesía que en el catálogo me dedica entre otros versos: Al Pegaso incansable delos sueños/tu juventud aguijonea/ en tanto,/-arando con pincel por vertedera-/ vas dejando en tu obra arrebato./ fuerza,garra/color y fantasía/ de pintor andaluz de altos caminos. ¿Para qué seguir?... Allí estaba la gente cercana gravitando en torno a la obra o la locura tangible de tantas soledades dándole silbo y motete al espíritu de un pintor joven con mucha vereda y vientos por delante. De pronto ocurrió lo inesperado: apareció un hombre menudo –entrado en edad–; cano el pelo casi de plata cordobesa. Facciones finas en vivo contraste con unos ojillos vivaces como dos punzones. Lucia abrigo negro y pantalón rojo carmín, lo que coloreaba a placer su estampa ácrata de pintor bohemio de la belle epoque. Le acompañaba una señora, de poquita alzada, abundante pelo grisáceo con mucho porte aristocrático, buen aliño en el vestir y pulidos modales que no contradecían un temperamento fuerte recalcado por su fuerte acento porteño. Pero irradiando siempre una ternura nunca discutida y la sonrisa fácil. Eran Rafael Argelés y su esposa Marta Domínguez, el amor argentino de toda la vida (llamada subrepticiamentente – aunque con cariño- La Gaucha por el circulo cercano; montaba en cólera si alguién se atrevía a motejarla así). Después de un lento recorrido del célebre pintor por la exposición; uno estaba ya recomido por dentro. Me habían advertido de la sinceridad del maestro: si algo no le llenaba lo expresaba de viva voz. Suspense. Le temblaba a uno las piernas como a los cantaores de taberna en un escenario. Aún resuenan en mi mente las palabras casi en un susurro del viejo maestro: “Hay en tus pinturas muchas tierras de Velázquez” (Se refería a los colores y tonos terrosos o calientes) Y la sentencia final: “No claudiques nunca”.
El viejo maestro, cansado por tanto trasiego vivido, fue a sentarse en un rincón de la sala de exposiciones en compañía de Marta. De pronto en un gesto desconcertante e imprevisto se echó la mano al cabello y dijo en voz alta para que lo oyeran:

¡Anda! ¡Tengo un piojo! ¡Un piojo!

Oír aquello la mujer y se la llevó el demonio con ésta réplica:

¡No digas pavadas! ¿Vos cuando tuviste un piojo? No mientas que me hacés enojar! Espero que sea la última vez y basta...
Lo curioso es que a pesar de la regañina el pintor no perdió en ningún momento la sonrisa de niño malo. Seguía siendo aquel “muchacho pequeño, ágil, inquieto, bienhumorado...”, como reseñó Blanco y Negro (1934).

Un tiempo después asistí a la última exposición de Rafael Argelés en Algeciras en una céntrica galería de arte. Se trataba de un antología de cuadros “supervivientes al naufragio”, en expresión propia. Consciente era ya de que la vida se le escapaba rauda por las rendijas del cuerpo. Quería desprenderse de toda aquella vida confesada y pintada. Su retrato, entre dos luces, se hacía más inquietante en aquel fondo de luces y colores íntimos. El resultado de toda “una obra sincera, sólida y de sensación afable y enérgica”, (José Francés, 1921).
Algo quería decir el viejo pintor con aquel piojo imaginario. Tal vez un chispazo evocador o un conjuro a la miseria humana vista y vivida. Las ocurrencia de los genios nunca son gratuitas.


A
l despedirme de Rafael Argelés –aquella noche fría– algo en mi interior me avisaba de su último encuentro. Así fue. Embarcó poco después desde uno de los mares de Algeciras rumbo a su Buenos Aires querido . Una primavera de 1977 ya dejó de cruzar el Atlántico.

Pude ver su última imagen con un cuadro de fondo que pintó en 1919: una muchacha con camisa rayada en tonos azules se miraba misteriosa en un espejo. En un instante, quise ver reflejada toda la vida de aquel hombre en aquel espejo y con todos los piojos imaginarios.




                                        
(Grabado de Jesús Cuesta Arana, tomado de un apunte al natural al célebre pintor)