jueves, 30 de abril de 2015

 Discurso de Ingreso en el Ateneo de  Cádiz

 QUE TRATA SOBRE EL VUELO 
        DE  UN SOÑADOR POR EL TIEMPO                               
                            
   Por
 Jesús Cuesta Arana
     (Hijo Predilecto de la Ciudad de Alcalá de los Gazules)
                

  




    (Algunas de  la fotografías que acompañan al texto,las de mayor calidad son del  premiado y excelente fotógrafo del Diario de Cádiz Joaquín Hernández "KIKI" )         




 Voy a referir, –a eso vengo–, cómo se fragua y toma vientos mi vida artística hasta la más reciente pincelada, pegote de barro y el breve trazo de carbón y tinta dando espíritu al papel. Con poco abundamiento en referencias biográficas, sino más bien me pierdo en un variado muestrario de sensaciones.

   Se  investiga mucho sobre la influencia del paisaje en el numen creador del artista como estímulo importante en su obra. Lo que los antropólogos –ya de forma general–  denominan telurismo. Que estudian en sus trabajos de campo el influjo del terreno sobre la vida de sus habitantes. Mi primer paisaje: el campo.  Hijo y descendiente de modestos campesinos que viven de la tierra y sus barruntos; del agua  del cielo y de cuatro cabezas de ganado. Un rabiadero para procurar el pan y poco más. Niño que se refleja en los rostros, puro cuero,  por la solanera y la escarcha  y el sudor de los sembradores y ganaderos. Un largo poema del sufrimiento escrito de sol a sol. Entre la chivata y la aguijada. El germen del trigo y el parto del chivo. De lo carros y carretas. El canto tempranero de la alondra y el maullido esotérico del cárabo en la noche cerrada. O el desentonado graznido –con mala sombra– de la corneja. Todo es posible en la soledad del campo. Como todo está en los libros En los días de lluvia arranco pellas de arcilla colorada en las barrancas y modelo figuritas –parecidas a los ex-votos ibéricos– que luego se van a transformar, por soplo mágico, en compañeros de juegos. Son mis amigos a los que animo y les insuflo vida.

   El día 6 de enero –por Reyes–, a las claras de día, aparecen los juguetes colgados en un naranjo, tal árbol de Navidad. Y la primera caja de lápices de colores. A fuerza de monigotes tras monigotes se gastan y regastan. Vengo a pensar que si en la tierra brota alegremente la cebolla o la sandía; bien podían sembrarse también los colores y a esperar la cosecha que nunca llega por mucha agua que caiga. De modo que, más que realidad, lo que siembro son ilusiones que  recolecto  años tras años.

    Luego vino la miga de la vieja maestra pitarrosa, no tenía pestañas, a, e, i, o, u  y, que la palabra murciélago contiene   las cinco vocales. La escuela va difuminando, poco a poco, el paisaje del campo. El mundo ya no se acaba en las lindes del vecino. Números y letras a discreción. Quebrados y cordilleras. Y las potencias del alma en el Catecismo. En la negra pizarra se traza la realidad; poco hueco queda ya para la fantasía. Los mitos infantiles se cuelan cada día por el aire de la calle. Mientras que suenan canciones a pesar de la larga posguerra. Unos tiempos albinegros, que los niños ajenos a la historia  –a pesar  de todo– vemos en tecnicolor como en las películas. Tiempos estrechos. Donde todavía, como en la letra de la petenera, se ven niños  encueros y descalzos por la calle.  Cada viernes, los pobres, se agrupan y recorren las calles  –de puerta en puerta–, a la busca del óbolo de una perra gorda para contentar a la  carpanta que era mucha. La chiquillería vive en el reino de Tebaida, un lugar desconectado del mundo sin saber lo que ocurre dentro de él. Durante la infancia y la adolescencia nos movemos en una suerte de tiempo sin tiempo. Donde los sueños marcan el reloj. El cine conforma muchos sueños. Cada película es un bocadillo de fantasía que llevarse al alma. Una consolación. Un lugar donde se puede imaginar y escapar de la realidad. Todas las infancias no son iguales pero sí bastante parecidas. Sueños inéditos no quedan ya, son soñados desde el primer suspiro del tiempo.
 De modo que los sueños vienen y se van con uno mismo aunque sean posibles o imposibles. Por tal razón siempre soy de la misma religión de los soñadores crónicos incurables. Aquella luz ilusoria que apresé y dibujé en la infancia siento que perdura aún en mí, intacta como la estampa olvidada en la entraña de los libros que se guarece de la inclemencia y del tiempo. Lo mismo que las fotos albinegras o entreveradas en sepia que duermen en la humilde memoria de una caja de zapatos o lata de dulce de membrillo.

    Nunca acierto a recordar el preciso momento en que hago mis primeros dibujos o a modelar mis primeras figuras. Todo se pierde en la prehistoria de la consciencia. Quizás por que forme parte de los juegos de un niño solitario.  Algo connatural. Fluye como el respirar.  A los cinco años me acerco al estanco de Fina Arroyo a procurar papel para dibujar.

-      Jesusito, ¿qué quieres?
-      Un pliego de papel de barba
-      No tengo. Se me ha acabado.
      Entonces... me lo da del bigote. Lo mismo da.

    Hasta el final de sus días la inolvidable estanquera me recuerda tal secuencia que nunca se le borra de la mente. Y siempre se ríe con la ocurrencia. Como si el tiempo se detenga en aquel instante.

     Cuando me vengo a dar cuenta me veo en la Pila del Granadillo. Una soleada casita a las afueras del pueblo  donde instalo mi primer estudio. Un recuerdo para los amigos –que suman muchos; toda una generación al completo– que viven de cerca en este mítico y doméstico taller mis aventuras, éxitos, naufragios y zozobras y algún que otro fracaso que de todo hay en aquel mural de juventud. Días de vinos y rosas. Unas veces con más vino y otras con más rosas. Con nuestra ética y estética particular. Informalismo y utopías a granel. Quedan todavía muchos escalones para subir a la libertad. Franco “reina” todavía entre nosotros y sale en el NO-DO. Después cada uno tira por veredas diferentes; pero con un mismo objetivo: vivir. Oficiar la vida.

    En principio concibo la pintura  como una fuga hacia adelante, sin ser consciente –por la edad–, del salto al vacío que estoy dando. Aprietan los años 60. Increíble década donde todo se pone patas arriba. La sombra larga de la posguerra se  descolora lentamente. Minifaldas y pantalones de campana. De libros, discos y revistas prohibidos que conseguíamos de matute. Posters lo mismo del Che que de Marilyn. Canciones de protesta. Contracultura contra  tecnocracia. Los contestatarios que corren a todo gas delante de los grises. El mundo  es una nueva fiesta. Llega ya el momento de colorear el mundo. El movimiento hippie: “Make love, not war.” (Haz el amor y no la guerra). Con el punto negro de la maldita droga que mata a mucha juventud. Llega la hora de nuevas aventuras espirituales y formales. Antonio Machín canta Angelitos Negros y Perlita de Huelva Amigo conductor y en esto, llegan los Beatles más modositos por un lado y los Rolligns más cabras por otro. Toda aquella explosión de nuevos modos y modas tiene reflejos en todos los pueblos, y en Alcalá obviamente también. Surge el grupo musical The Rangers Black,  –Los Rangers para simplificar–  ponen con su música telón de fondo sobre todo a una juventud que se contagia por el frenesí de los tiempos. La  nueva ola de la música  supone un hito providencial, sobre todo para la juventud ávida de sonidos nuevos.  Tiempos rutilantes para la sociedad y por ende para la cultura.  El compromiso político de los jóvenes trae y lleva de cabeza a la férula franquista. Sobre todo cuando Raimon da el campanazo con su canción  Al vent. Se oyen ya gritos de ¡Libertad! ¡Libertad! Una juventud que se embarca en sueños y metas imposibles. Que luego, va a ser tragada por el dragón del sistema. Pero con mucho sacrificio –y hasta con sangre– se consigue llegar hasta aquí. (Aunque todavía queda mucho por hacer). Tiempo y hora de rebeldía que se reflejan meridianamente en mi pintura. The times are a changin, avisa Bob Dylan. Sin embargo, todavía la actitud de muchos jóvenes –incluido uno mismo–, sobre todo los que nos comprometemos y nos significamos con la libertad, no cuadra con una sociedad todavía pacata y tirando a gris marengo, que  creen  que el tiempo solamente se dibuja en lo meteorológico.  Hay que sortear barreras mentales y un camión de prejuicios. Como en el mito de la caverna proyectamos nuestra realidad tangible sobre las sombras.  Y más, si uno es de temperamento bohemio, como es el caso. Nunca sucumbo a los malos miramientos; sino en escudriñar, cada día, en la alegría de vivir sin claudicar en inútiles convencionalismos. Lo políticamente correcto  me trae al pairo. Rizar el rizo es la cuestión. El cantar lo que se pierde machadiano no entra en nuestros cálculos. Un bucle melancólico vacío de contenido. Tiempo de aprendizaje. De autodidactismo. De  agarrar cosas de aquí y de allí, para impresionar o revelar luego en la mente los logros de los grandes maestros vistos en las láminas y en las exposiciones. Pero siempre, siendo uno mismo,  en clara huida –como de la marabunta– de las malas copias o de las veredas trilladas. Y sobre todo, no estancarse jamás aunque se conserve siempre la pulsión primera. Ni separar nunca los ojos y la mirada del pasado. Como buen romántico que soy –o me considero tal– me cuesta asimilar el tiempo que me toca vivir. Lo que no excluye la necesidad de vivir dentro del presente sea indicativo o subjuntivo. Ese tiempo que no marca el reloj ni el calendario. No es igual contar los años que pasan, que por años que quedan. No es cuestión de cronología numeral y solar, lo que verdaderamente  sirve es la intensidad con que se marcan en nuestras memorias los hechos y las cosas.  Me di cuenta  pronto que en el arte sobran los números, como en el cante flamenco el pentagrama. El arte nunca debe ni puede ser competitivo. Nadie se expresa mejor que nadie, de modo que no hay que echar cuentas ni varas de medir. El arte más que crear belleza sirve a la expresión con su libertad. Pero no olvidemos que la belleza está alcance de todo el mundo. Los personajes de mis obras son a la vez sencillos, mágicos y singulares –a veces esperpénticos– pero siempre fieramente humanos. Algunos viven instalados en la locura divina, pero que al final mueren cuerdos como el hombre largo de La Mancha. Juan José Téllez eximio periodista, poeta y escritor y amigo-amigo expresa en el prólogo de mi libro Del aire al bronce. Una mirada a Paterna de Rivera: “Esos recuerdos que dan alma a su obra tienen mucho de imaginación. Lo que rememora ya no es, sino que se recrea como esculturas de humo a partir de las neblinas del pasado”. Es verdad. La única forma que tengo para atrapar al vuelo los recuerdos es con el reclamo de otra realidad imaginaria... “Lo que te queda es lo que no te queda”, en el precioso y calderoniano verso.

    ¿Mi paisaje preferido? ...siempre Alcalá. Donde mejor se refleja el paisaje de mis sentimientos. Este paisaje tan respirado –con su rumor de los vientos–  forma parte de una cosmovisión que influye en lo que vivo y en lo que soy. Quedan muchas fotografías suspendidas en el aire como corre el tiempo líquido por el río. A pleno aire o con forillo que pone telón de fondo a la mayoría de mis composiciones. Alcalá de los Sentidos: el sonido de la fragua o el pregón de Ramón el Latero: la mirada a la cal con su cielo purísima; el olor de las tahona y el galán de noche; el paladar del gazpacho frío o caliente; el tacto divino del manto de la Virgen de los Santos. Una vez le oí decir de cerca a Fernando Quiñones: “Cada vez que me acerco por Alcalá me entran ganas de cantar” (El inolvidable escritor se entona muy bien por derecho ya sea por alegrías, bulerías y soléa antigua si viene preciso y calienta). Muchas veces, en reboso de vagos pensamientos y cábalas, me pierdo por la arboleda y la piedra vieja de La Coracha. En la punta alta del pueblo, al encuentro de algún rescoldo. Para el alivio de  soledades y dudas conjuntas que me embisten por dentro. Tiempos de sufrimientos y de caminos que no llevan a ninguna parte. De no haber existido la soledad no soy lo que soy ahora mismo. Más de una vez le oigo decir a Curro Sánchez, artesano de primera del dornillo y la madera bravía. “Lo que uno lleva sufrío por dentro; eso nadie lo ve”. Tras la obra lograda hay mucha vigilia y sinsabores. A veces cuando doy por concluida una pintura o escultura –sobre todo de gran formato– me invade una inmensa melancolía. Siento que se me vuela de las manos. Que ya deja de pertenecerme.

   Siempre entiendo lo local como universal. La expresión no se contiene en un mapa concreto ni se comprime jamás en estrechos ámbitos. La obra final debe ser de entendimiento por todo el mundo.

    De todas maneras, uno se adapta fácilmente a cualquier mundo o atmósfera. Me da lo mismo echar la vida en un pequeño pueblo que en  el bulle-bulle de una  gran ciudad. Conozco muchos países. Y he trato a mucha gente de talento reconocidas o en el anonimato. Tanto la bulla, el frenesí de la megapolis como el sosiego rural y doméstico de un microcosmos, donde al amanecer todavía canta el gallo. Siempre que salgo del mapa de Alcalá llevo en el bolsillo y en la mente el billete de vuelta.

     Aprendí con mucho provecho de los pintores  naïf o primitivistas, más que en todas las academias juntas. (Donde lo más que te enseñan es a copiar el Discóbolo de Mirón o la Victoria de Samotracia). Artistas con frecuencia reveladores del alma y las costumbres del pueblo. Más que ingenuidad, –que la tienen–, podemos hablar también de simplicidad, de talento natural; expresión sin artificios. En definitiva: pureza de corazón y sentimiento.

   Currillo Richarte, inolvidable zapatero remendón, con no más ventaja en estatura que Toulusse Lautrec. Además de darle punto a la lezna y al cerote, – ¡qué buenos virones echa!–, pinta cuadros donde la geometría se humaniza. Antepone la intuición a la razón. Gran filosofía. Cuando alguien le incordia, –cosa que sucede a menudo–, para hacerlo rabiar y sacarlo de sus casillas, sólo basta con decirle que Jesús Cuesta Arana pinta mejor que él. Tiene siempre pronta la respuesta con mucho énfasis y retintín: “Ah... pero yo tengo más imaginación”. Preciosa y precisa respuesta. La imaginación es la piedra filosofal de la creación. La imaginación lo transforma todo en todo. Recrea y reinventa lo mismo que hace posible corporeizar los sueños. Capaz de ponerles alas a un hipopótamo. De transformar  sobre la marcha los juegos infantiles. De modo que un tren de hojalata, se puede convertir, por arte de birlibirloque, lo mismo en un avión que en un barco si es menester. Ese sentido animista de los niños  de insuflarles vida a los objetos persiste todavía en mí. Aunque a veces se me anticipa la memoria a la imaginación o al revés y otras llegan las dos juntas y se entra en estado de gracia. Me digo siempre con Jorge Luis Borges que estamos hechos de la materia de nuestros sueños.

    El viejo Florín que vive en el alto del Pozo Arriba a un tiro de honda de mi estudio de La Pila del Granadillo, de vez en cuando, si tercia, se acerca a golimbrear lo que uno hace. Un día ante unos de mis cuadros, Luz del alma, exclama  en un resoplido: “! Eso da miedo!” ¡Tiene mucha mágica (sic)!”

   José Saramago, quiere o prefiere nombrar el oficio de pintor como artemagista.

    Miguelín el zapatero, –cariñosamente el Gato Periquín–, en una de mis interminables chácharas al relance de la chaveta y un lingotazo de vino de Chiclana, me suelta: “Si pintas a una mujer calcada tal como es, con todas las cosas en su sitio, al remate, no tienes un cuadro sino a una mujer desnuda”. El escritor mejicano Carlos Fuentes  viene a expresar lo mismo: “Una pintura será apreciada por el movimiento que su imagen le permite a nuestra imaginación”· La realidad sin la fantasía no existe. De modo que tanto monta la realidad de la fantasía que la fantasía de la realidad.  Los sueños y la realidad se confunden. Se mezclan como el oxígeno y el hidrógeno en el agua. La realidad siempre es susceptible de idealizar.

    Fernando Rangel (El Piconero), torero que quiere ser, a pesar de sus hechuras destartaladas, grandón y poco grácil. En uno de mis encuentros con él –siempre con sus eternos perrillos de rastra– me  confiesa: “Si yo soy pintor, como tú, en vez de pintar los toros negros los pinto todo azules”. El toro azul en la simbología taurina representa al animal quimérico que sueña el torero y que nunca sale por los chiqueros. No sé si El Piconero lo sabe. De todas maneras, le Historia del Arte se arracima de pintores que trastocan los colores para expresar su realidad. Franz Marc –uno de los máximos exponentes del expresionismo– pinta curiosamente los caballos azules.

    Siempre la idea del vuelo ronda por mi cabeza de niño y hasta hoy. Gozo con las cometas o las pandorgas. Echar globos al viento, un delirio. Y los nidos de los pájaros el Dorado. Me extasío lo mismo con el volar raudo de la golondrina, o el arabesco aéreo del vencejo o, el águila y hasta del vuelo pausado del buitre.

    Hay toda una iconografía del vuelo en Alcalá de los Gazules que va desde la ternura a la tragedia.

    Un aeroplano, –en el 36–, vomita bombas y mata a dos inocentes niñas que duermen la siesta a la fresquita sobre  una manta en la calle.

     Potoco confecciona aviones de madera –tablas que halla en los muladares– para aventar el hambre. Los cuelga en una larga berlinga de eucalipto sujeta a un alambre y el viento los hace volar.

    Un carabinero con alas, ingenio  del maestro Arana (mi abuelo), con tela de muselina y pitacos  se arroja desde el viejo molino de viento de san Antonio. Nadie ni nada evita el costalazo. Aunque se rían de él la aventura del mágico sueño de volar nunca se lo   quita nadie. Nadie.

   Perea el albañil, –lo mismo que Leonardo da Vinci que adquiere todos los pájaros que se topa en cautiverio para darlos luego a la libertad–, un día al proclamarse la República llena los cielos de Alcalá de un hormiguerío de pájaros al vuelo. Al tiempo que proclama: “Llega también la amnistía para ellos y para que no vivan del presupuesto.” Como ilustra esta copilla carnavalera del Tío Pedro Vera: Ese Perea el albañil/ no andará en grandes apuros/ cuando los otros días en la posá/ por un pájaro dio un duro/solo pa echarlo a volar. El mismo Leonardo llega a decir: “Si no se puede lo que se quiere; se debe querer lo que se puede”.

   Pero hay un episodio, que siempre llevo en el álbum de la tristeza. Juan Casas compagina ser relojero y operador de cine y amante de los pájaros. Cuando fallece –muy joven– su canario el de mayor preferencia deja de cantar. Enmudece. Al poco tiempo, muere el pajarillo de pena.

     Cuando uno suma unos siete años modela la murga de El Bichito. Se parecen tanto los componentes que mi madre ganada por la impresión recorre medio pueblo y parte del otro para que vean la “obra maestra”. El mismísimo Bichito al ver las pequeñas figuras  llega a decir, lo recuerdo perfectamente: “Somos tan  igualitos que solo le hace falta darle cuerda para que arranquemos a tocar y a cantar”

   Francisco Lozano, –uno de mis grandes animadores en los comienzos–, que también pinta con cierta enjundia, en su improvisado estudio de su casa paterna, me pinta un retrato, cuando lo termina me pide opinión. Al notarme callado y algo perplejo me dice en un susurro: “A lo mejor ahora no te pareces mucho; pero dentro de treinta años, serás clavaíto. Es cuestión de esperar”. Pasa ese tiempo con creces pero no puedo contrastar el parecido. El retrato se lo traga la tierra. O a lo mejor encima de él repinta un paisaje de Alcalá. Que no  queda mal. Uno oculto en las entrañas del pueblo ¿Quién sabe...? A Picasso, le viene a ocurrir lo mismo con el retrato de Gertrude Stein, al no dejarla satisfecha el genio malagueño le espeta: “¡A parecerse!”

     Mi primera memoria en los toros se remonta a una charlotada que presencio en una plaza de toros de talanqueras, sita en el lugar del Prado, en Alcalá, a la vera del  molino de Jara, que por su forma  le llaman la Canasta. Luego, con el tiempo, me aficiono hasta el punto y locura que me echo a los caminos con gorrilla y hatillo como un maletilla en toda regla y sustancia. Llego a “hacer la luna” –todavía conservo el escalofrío de aquella noche– con un toro en puntas. La Tauromaquia, empero, no forma parte importante de mi obra; quizás porque no puedo penetrar todavía en su misterio, sin miradas costumbristas y topicazos al uso.

      En fin, mi espíritu inquieto me lleva a experimentar la música con poco talento, la verdad. Y la literatura de la que sí tengo una obra compuesta de varios libros publicados e inéditos (ensayo, poesía, biografía, cuentos). Y centenares de artículos en diversos periódicos y revistas que abarcan desde lo local a lo nacional con las más variadas materias. Siempre tengo espíritu renacentista de manera que siento curiosidad por todo. A Fernando Quiñones se le ocurre llamarme graciosamente “el Leonardo de la calle la Salá”.

   Mi inquietud consiste en no dispersarme si no en asimilar lo que tengo al alcance de la mente y la mirada.

   Mi vida como artista, –no tanto como persona–, se muestra muy discreta. Nunca me gusta figurar. La gente sencilla: mi sino. No me gusta presumir de lo que tengo y soy porque me falta de todo y mucho por hacer.

     No me comprometí  ni me signifiqué políticamente  –aunque tengo amigos en todas las tendencias ideológicas–. Todas las líneas de pensamiento me merecen un respeto. Sobre todo cuando son coherentes, honrados y no practican una política de pastiches. A la hora del voto siempre fui libre. Nunca le bailé el agua a ningún cargo político. Esto se paga. No soy partidario de las subvenciones, sino del mecenazgo y los patrocinios, aunque estén avalados por las instituciones... En Paterna de Rivera hay cinco monumentos en las calles realizados por un servidor. Más que una curiosidad, encierra una muestra de respeto hacia mi trayectoria artística.

  Pero nunca, aunque haya motivos para ello, sucumbir al desencanto. Siempre hay que tener las agüaeras con los cántaros bien llenos de entusiasmo. Lo del arte por el arte para mí es un huevo huero; detrás de toda obra creativa se localiza un importante sustrato ideológico. Una toma de conciencia  más o menos explícita con la época vivida. Camilo José Cela, cree que los enemigos –todo el mundo; aunque no queramos los tenemos– por efecto contrario ayudan a subir, a sobreponerse. Y más donde campa la envidia. La tristeza del bien ajeno. Cuando llega la infamia el amor propio se  crece. Como el torero que se levanta ciego de rabia, después de un revolcón. Lo importante es sentirse y ser libre y luego saber entender la libertad. Ahí está el conquibus de todo. Como sentencia la gente antigua.  “Lo que no quieras para ti no se lo desees a los demás”. La quintaesencia de la ética, consiste en eso: sentirte bien contigo mismo y por ende, con los demás. Estoy con el filósofo Javier Sádaba cuando piensa que la ética también es hacerse artista de uno mismo. Ser libre en el verbo y en los actos.

      Lo más malo es el silencio, el pasotismo. Una noche de primavera en Sevilla, en el velador de un bar, tengo frente a frente, la imponente presencia de un torero histórico, nombrado como el Sócrates del Toreo o el Rubio de san Bernardo: Pepe Luís Vázquez.   Iguala la ciencia con el duende. Sus palabras asoman siempre por mi mente: “Hay dos clases de silencio, uno el de respeto y el otro el de la indiferencia ¡Qué cosa más mala es cuando la gente calla tu labor! ¡Prefiere uno la bronca, mil veces, en una mala tarde...!”. Solamente escribe en su vida un prólogo para un libro: es para mi extensa biografía – ¡qué inmenso honor!– sobre Juan Belmonte.

   

 Entro cada día en un mar de brumas. ¿Cómo puede ser?... Pero pronto llego a la conclusión de que todavía me queda mucho lienzo en blanco, mucho color que mezclar o barro que modelar y que sin duda  va a contribuir  a alentarme, a darme  más ánimo para seguir en éste difícil mundo tantas veces ingrato  e incomprendido del arte, donde muchas veces cunde el desánimo de la mano de la incertidumbre. A lo mejor, después de todo, quizás merezca la pena tantos años de retiro y sacrificio.

     De manera que la pintura, la escultura, la literatura es para mí como el aire, el pan, el agua, el amor, la naturaleza, el sueño, el despertar,... Una pura necesidad corpórea. Porque las  razones incorpóreas no caben  –como el cante jondo– en el papel ni en el sistema métrico decimal. Otra frase para mi memoria que anoto en mi sobado bloc de las palabras que oigo al natural, la enciende la pintora naïf Anita Machado:  “Muchas veces me pongo a pintar con tanta necesidad por dentro, como cuando se está muertecita de sed, con un lienzo y cuatro colores, es como si se bebe una un vaso de agua fresquita”. En las palabras de esta humilde mujer se puede condensar toda mi vida artística.

  Cada día soy yo. Acunado en la experiencia de que todo en la vida es susceptible de expresión, desde las cosas más nimias a las más trascendentes. Los objetos como piensa Ramón Gómez de la Serna, conservan siempre el espíritu de sus dueños. Mi taller-estudio lo tengo repleto de cosas porque cada una me cuenta una historia. En mirar lo cotidiano como insólito.

      Otro personaje, integrante de mi mural vivido, Joselito el Momia, cátedro y lumbrera en la fauna y flora alcalaína y lidiador de la perra vida. Todo arruga y renegrida la piel de tanta intemperie y hambre para reventar. Con su terne retranca y filosofía parda: “El tiempo siempre es el mismo, somos nosotros los que pasamos”. O como afirma Aureliano Buendía el mítico personaje de García Márquez en Cien años de soledad: “El tiempo no pasaba, sino que daba vueltas en redondo”. El tiempo –como cree Borges–  es la sustancia de lo que somos. De modo que el tiempo y el ser humano envejecen al mismo tiempo. Tanto da el tiempo como la persona.  Una tarde, ya con el sol  color melocotón escondiéndose por la raya del horizonte, El Momia me pregunta, dándole brillo a sus ojillos chuceados: “¿Se puede pintar el tiempo? ¿Cómo se pinta?”. La pregunta del inolvidable esparraguero no va por derroteros iconográficos (Los antiguos reencarnan el tiempo en un anciano flaco y curvado por el peso de los años. La barba y el pelo como una nevada. Dotado de aparatosas alas para expresar lo rápido que vuela. Empuña una hoz como símbolo de su fuerza destructiva y otras veces con un generoso reloj de arena que representa el curso de los días)). La curiosidad del Momia se deriva  por otras calzadas más metafísicas. Goya dice que el tiempo también pinta. Por ahí va el Momia con su pregunta.

  

 Al fabuloso  cazador furtivo Juan Lobón (carne de novela, cine y leyenda) le oigo en un susurro entre dientes, como en  una queja sin destinatario:   “Con los años la cabeza no se coge el compás con las piernas; menos más que por muy mala que venga la vida, siempre se tiene ilusión por algo...”

     En una libretilla de juventud anoto: “Me siento amanecer; aunque vaya cayendo la tarde”. Esta frase sigue vigente en mí. Es mucho más que una metáfora. Una razón de vivir. Frase que viene a combinar con el maravilloso pensamiento-poético de María Zambrano: “Qué inmensa soledad la del que no ha contemplado, ni siquiera por una sola vez, la Aurora...”. Confío siempre –como Alonso Quijano, el loco-cuerdo de La Mancha– en el tiempo “que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”. Vivir con los ojos de par en par, siempre en sintonía con el mundo en derredor. Sentir curiosidad por todo; aunque se tenga las propias preferencias. Saber que la cultura en su más vasto significado es refractaria con lo políticamente correcto. Tenemos que ser artistas de nuestras vidas y dejar vuelo libre lo mismo a la razón que a la imaginación. Siempre es mejor la alegría que la tristeza, aunque nos podamos expresar en su dicotomía. Se tiende por naturaleza a ser lo más felices posible. Dejar la jaula abierta a los sentimientos más profundos.Pensar es más interesante que saber; pero no que mirar” (Goethe).

    Mi padre –siempre comprensivo con mi vocación de artista– instantes antes de tirar para arriba, por las veredas que van a su cielo bien ganado, me aconseja: “Llegues donde llegues; procuras no olvidar nunca de dónde vienes”. Exacto. Compromiso que cumplo a rajatabla.  A Ícaro –ahí está el mito– por su afán de volar a los más alto se le derriten las alas. Son de cera y el sol alumbra y quema.

      El tiempo se va. Vuela que vuela y vuela. Todo se va por una boca de sombra. De modo que revivir el pasado es un ejercicio inútil o más bien un crucigrama para melancólicos. En cambio se pueden colorear aquellos paisajes y escenas ya imposibles. Van a quedar, –lo presiento–, muchas cosas por hacer. Por ejemplo, mi gran sueño: pintar un enorme mural, en una suerte de romería pagana, donde aparezcan todos los personajes singulares y sencillos que protagonizan la intrahistoria de Alcalá. Todavía es posible porque media la ilusión y la salud suficiente. Lo dejo caer para quien corresponda. A ver si cambia de una vez el sino artístico en mi pueblo. Todavía queda cuerda y velocidad. ¡Quedan tantas cosas en las afueras!

      Lo importante es abrir cada día la ventana cante el sol o el nublado, el recalcón o la ventolera; el aguacero o la tormenta y remontar el vuelo a la alegría de vivir. Amarrado en la misma fe quijotesca que: “No importa el resultado, solo el esfuerzo vale”.  Y lo que me queda por vivir trato de hacerlo con un reloj sin manecillas. El no pasarse la vida con el peso de la nostalgia en el inútil recuerdo del polvo de estrellas que somos. La vida para que valga de verdad tiene que estar dominada por  el espíritu y los matices del alma. Al fin y al cabo somos lo que hacemos, sentimos, pensamos, sufrimos y deseamos. No hay más vueltas. Siempre ando en la fe que cualquiera puede ser un artista, pero un artista tampoco puede ser cualquiera. Antes de hacer nada, quise hacerme a mí mismo. Pienso que se ve claramente en mi obra. ¡Qué corto es el reloj para dar vida a tantas sensaciones! Termino con una frase de la cantautora Violeta Parra, que he acogido –desde hace varias décadas– como un lema grabado a metal y fuego: “Una vida no vale nada pero nada vale una vida”.

                                              
                                                                             VALE


Al no poder asistir personalmente Juan José Téllez envió este excelente texto:


UN BOTÍN DE VIDA



En Alcalá de los Gazules no existe estación de ferrocarril pero Jesús Cuesta Arana no quiso nunca perder los trenes de la historia. Mucho siento no acudir hoy a su ingreso en el Ateneo de Cádiz, del que yo también formo parte, pero no quería dejar pasar la ocasión para elogiar en dicho acto su vocación nómada, su intrépida condición de viajero vital que le ha llevado desde las costas de las artes plásticas –pintura y escultura fundamentalmente—a los raros océanos de las letras, con un puñado de libros en donde resuellan tres querencias claras, la del toreo, la del flamenco y la de un costumbrismo renovado como un claro intento de recrear la memoria colectiva. Jesús Cuesta Arana fue, en un principio, un ojo atento que buscaba formarse en la obra de otros hasta hacerla propia. De ahí sus viajes por media Europa o Marruecos, que tanto le influyeron. Los museos fueron su casa, pero los paisajes abiertos constituyeron su brújula.

 Más de medio centenar de exposiciones individuales y colectivas, desde los albores de los años 60, han permitido que sus lienzos y carteles pudieran ser exhibidos en España, en Alemania,  en Francia, en Suiza o en México, entre otros países. Como escultor, Jesús Cuesta Arana asume también los recuerdos, los del niño que fue y que imaginaba formas personalísimas en el barro. De ahí que se constituyera desde entonces como un claro partidario de la imaginación frente al estricto mimetismo de la realidad. A partir de esa perspectiva, cabe contemplar su monumento a La Petenera en Paterna, sus visiones de los poetas del 27 o de un grupo escultórico en bronce que reúne a las figuras de Juan Belmonte –a quien dedicase dos libros–, El Gallo y la Niña de los Peines, Monumento al V Centenario de Villamartín, Retablo de la Vida de Paterna; a María La Libertaria entre otros. 

 A caballo entre ambos hemisferios artísticos, se adentra en el grabado a través de todas sus técnicas, desde la punta seca al aguafuerte,  mezzotinto,  técnicas mixtas o aguatintas. Pero también le atrae la imagen en movimiento, como demuestran sus colaboraciones con TVE, con el profesor Jerome Mintz en el documental “The day of the Virgin” (1982), o el hecho de que en 1986 se atreviera a dirigir “Los Auroros Arríate” para una productora alemana. 
Esa curiosidad innata le hizo desembocar, claro es, en  la literatura y el periodismo, a través de programas de radio, artículos o numerosas publicaciones, que no excluyen la poesía –“La soledad que no muere” y “Dos sombras que huyen”–. Nos encontramos, por lo tanto, ante un artista global  cuya remembranza personal ha reunido en un libro de memorias titulado “El álbum de los vuelos”. En ese contexto, le conocí en 1980 cuando ambos colaborábamos con la revista “Algeciras” y él ya reivindicaba al Gran Potoco de Alcalá, su patria chica que le hizo Hijo Predilecto.
Ya, a aquellas alturas, Jesús Cuesta Arana era uno de los hijos predilectos del afecto personal de todos con quienes se ha ido cruzando a lo largo de su vida. Que esperemos que sea larga y nutricia. Y es que merecería ser eterna la belleza que nos ha ido regalando hasta ahora y la que resta por entregarnos como un auténtico ejemplo de pasión por la vida y por la obra.


JUAN JOSÉ TÉLLEZ











En el centro catedrático y Vicepresidente del Ateneo Pedro Payán,A la derecha, Doctor y Ensayista Germán López,. En primer plano el periodista Luis Rivas que actuó como mantenedor. A La izquierda: El nuevo ateneista Jesús Cuesta Arana. Y José Antonio Medina (Gerente de Canal 19),que leyó un texto de Juan José Téllez, al no poder actuar en la mesa por imperativos de última hora. También el periodista alcalaíno leyó un delicioso poema del inolvidable poeta y catedrático Rafael de Cózar dedicado a Jesús Cuesta Arana.














Los amigos cantaores de Jesús Cuesta Arana,quisieron sumarse al acto tan importante para el artista de Alcalá de los Gazules. Marta Sevillano no pudo actuar por imponderables surgidos a última hora.






Rufino de Paterna



                                                           El Cachorro de Paterna

                                                                     
                                                                    El Ruiseñor

                                                               
                                                           José María de Alcalá


                                                            Carmen Noble al baile





                                                           Cierra el recital Caracolillo




Vista parcial,solamente de media sala,para que se pueda apreciar el lleno absoluto,con numeroso público asistente que se quedó de pie ,sin asientos, en la parte de atrás.



A todos los participantes Jesús Cuesta Arana, agradece su detalle tan hermoso de querer estar al lado,  en día tan trascendente, para el polifacético artista alcalaíno.

lunes, 6 de abril de 2015

NUEVO LIBRO DE JESÚS CUESTA ARANA SOBRE JUAN BELMONTE









                          Retrato del Viejo Pasmo, portada original de Jesús Cuesta Arana





LA VIDA DE JUAN BELMONTE 
EN PRESENTE HISTÓRICO

El libro va prologado por el inolvidable Pepe Luis Vázquez.

La bibliografía en torno a Juan Belmonte es extensa y variada; aunque con desigual calidad e interés.
Jesús Cuesta Arana, pintor, escultor y escritor nos ofrece en este nuevo título Juan Belmonte, por las caras del tiempo, las más acertada  aproximación a  uno de los mayores genios. Estructura la obra tirando ampliamente en una labor rigurosa de bibliotecas, hemerotecas; multitud de voces que trataron al genio en primera persona; con la colaboración inestimable del inolvidable doctor Rafael Belmonte, hermano pequeño de Juan.
Hasta el momento el suicidio del torero en  su finca Gómez Cardeña ha sido un tema tabú. En éste libro que edita Anaya (Algaida), se habla profusamente, sin sentimentalismos, abordando con pulcritud y excelente literatura tan amargo trance que suspendió el alma de toda España y la torería.
Hay mucha parte inédita entre fotografías, episodios y testimonios orales.
El texto va acompañado de muchas fotografías, donde se ve el transcurso del tiempo a través del rostro del Pasmo de Triana, hasta finalizar con un retrato mágico-realista que el propio autor ha realizado del personaje y que ha servido de portada a la obra.

Sin duda,  Jesús Cuesta Arana, nos ofrece un libro un libro que enriquecerá no solamente el acervo cultural taurino, sino en general por la magnitud del biografiado fuera y dentro de los ruedos. No hay que olvidar que  El Pasmo de España, como le llamó Luis de Tapia, inspiró a  tosa una élite de artistas e intelectuales.