Discurso de Ingreso en el Ateneo de Cádiz
QUE TRATA SOBRE EL VUELO
DE UN SOÑADOR POR EL TIEMPO
Por
Jesús Cuesta Arana
(Hijo Predilecto de la Ciudad de Alcalá de los Gazules)
(Algunas de la fotografías que acompañan al texto,las de mayor calidad son del premiado y excelente fotógrafo del Diario de Cádiz Joaquín Hernández "KIKI" )
Voy a referir, –a
eso vengo–, cómo se fragua y toma vientos mi vida artística hasta la más
reciente pincelada, pegote de barro y el breve trazo de carbón y tinta dando
espíritu al papel. Con poco abundamiento en referencias biográficas, sino más
bien me pierdo en un variado muestrario de sensaciones.
Se
investiga mucho sobre la influencia del paisaje en el numen creador del
artista como estímulo importante en su obra. Lo que los antropólogos –ya de
forma general– denominan telurismo. Que
estudian en sus trabajos de campo el influjo del terreno sobre la vida de sus
habitantes. Mi primer paisaje: el campo.
Hijo y descendiente de modestos campesinos que viven de la tierra y sus
barruntos; del agua del cielo y de
cuatro cabezas de ganado. Un rabiadero para procurar el pan y poco más. Niño
que se refleja en los rostros, puro cuero,
por la solanera y la escarcha y
el sudor de los sembradores y ganaderos. Un largo poema del sufrimiento escrito
de sol a sol. Entre la chivata y la aguijada. El germen del trigo y el parto
del chivo. De lo carros y carretas. El canto tempranero de la alondra y el
maullido esotérico del cárabo en la noche cerrada. O el desentonado graznido
–con mala sombra– de la corneja. Todo es posible en la soledad del campo. Como
todo está en los libros En los días de lluvia arranco pellas de arcilla
colorada en las barrancas y modelo figuritas –parecidas a los ex-votos
ibéricos– que luego se van a transformar, por soplo mágico, en compañeros de juegos.
Son mis amigos a los que animo y les insuflo vida.
El día 6 de enero –por Reyes–, a las
claras de día, aparecen los juguetes colgados en un naranjo, tal árbol de
Navidad. Y la primera caja de lápices de colores. A fuerza de monigotes tras
monigotes se gastan y regastan. Vengo a pensar que si en la tierra brota
alegremente la cebolla o la sandía; bien podían sembrarse también los colores y
a esperar la cosecha que nunca llega por mucha agua que caiga. De modo que, más
que realidad, lo que siembro son ilusiones que
recolecto años tras años.
Luego vino la miga de la vieja maestra
pitarrosa, no tenía pestañas, a, e, i, o, u
y, que la palabra murciélago contiene
las cinco vocales. La escuela va difuminando, poco a poco, el paisaje
del campo. El mundo ya no se acaba en las lindes del vecino. Números y letras a
discreción. Quebrados y cordilleras. Y las potencias del alma en el Catecismo.
En la negra pizarra se traza la realidad; poco hueco queda ya para la fantasía.
Los mitos infantiles se cuelan cada día por el aire de la calle. Mientras que
suenan canciones a pesar de la larga posguerra. Unos tiempos albinegros, que
los niños ajenos a la historia –a
pesar de todo– vemos en tecnicolor como
en las películas. Tiempos estrechos. Donde todavía, como en la letra de la
petenera, se ven niños encueros y
descalzos por la calle. Cada viernes,
los pobres, se agrupan y recorren las calles
–de puerta en puerta–, a la busca del óbolo de una perra gorda para
contentar a la carpanta que era mucha.
La chiquillería vive en el reino de Tebaida, un lugar desconectado del mundo
sin saber lo que ocurre dentro de él. Durante la infancia y la adolescencia nos
movemos en una suerte de tiempo sin tiempo. Donde los sueños marcan el reloj.
El cine conforma muchos sueños. Cada película es un bocadillo de fantasía que
llevarse al alma. Una consolación. Un lugar donde se puede imaginar y escapar
de la realidad. Todas las infancias no son iguales pero sí bastante parecidas.
Sueños inéditos no quedan ya, son soñados desde el primer suspiro del tiempo.
De modo que los sueños vienen y se van
con uno mismo aunque sean posibles o imposibles. Por tal razón siempre soy de
la misma religión de los soñadores crónicos incurables. Aquella luz ilusoria
que apresé y dibujé en la infancia siento que perdura aún en mí, intacta como
la estampa olvidada en la entraña de los libros que se guarece de la
inclemencia y del tiempo. Lo mismo que las fotos albinegras o entreveradas en
sepia que duermen en la humilde memoria de una caja de zapatos o lata de dulce
de membrillo.
Nunca acierto a recordar el preciso
momento en que hago mis primeros dibujos o a modelar mis primeras figuras. Todo
se pierde en la prehistoria de la consciencia. Quizás por que forme parte de
los juegos de un niño solitario. Algo connatural.
Fluye como el respirar. A los cinco años
me acerco al estanco de Fina Arroyo a procurar papel para dibujar.
-
Jesusito, ¿qué quieres?
-
Un pliego de papel de barba
-
No tengo. Se me ha acabado.
– Entonces... me lo da del bigote. Lo
mismo da.
Hasta el final
de sus días la inolvidable estanquera me recuerda tal secuencia que nunca se le
borra de la mente. Y siempre se ríe con la ocurrencia. Como si el tiempo se
detenga en aquel instante.
Cuando me vengo a dar cuenta me veo en
la Pila del Granadillo. Una soleada casita a las afueras del pueblo donde instalo mi primer estudio. Un recuerdo
para los amigos –que suman muchos; toda una generación al completo– que viven
de cerca en este mítico y doméstico taller mis aventuras, éxitos, naufragios y
zozobras y algún que otro fracaso que de todo hay en aquel mural de juventud.
Días de vinos y rosas. Unas veces con más vino y otras con más rosas. Con
nuestra ética y estética particular. Informalismo y utopías a granel. Quedan
todavía muchos escalones para subir a la libertad. Franco “reina” todavía entre
nosotros y sale en el NO-DO. Después cada uno tira por veredas diferentes; pero
con un mismo objetivo: vivir. Oficiar la vida.
En principio concibo la pintura como una fuga hacia adelante, sin ser
consciente –por la edad–, del salto al vacío que estoy dando. Aprietan los años
60. Increíble década donde todo se pone patas arriba. La sombra larga de la
posguerra se descolora lentamente.
Minifaldas y pantalones de campana. De libros, discos y revistas prohibidos que
conseguíamos de matute. Posters lo mismo del Che que de Marilyn. Canciones de
protesta. Contracultura contra
tecnocracia. Los contestatarios que corren a todo gas delante de los grises.
El mundo es una nueva fiesta. Llega ya
el momento de colorear el mundo. El movimiento hippie: “Make love, not war.”
(Haz el amor y no la guerra). Con el punto negro de la maldita droga que mata a
mucha juventud. Llega la hora de nuevas aventuras espirituales y formales.
Antonio Machín canta Angelitos Negros y Perlita de Huelva Amigo
conductor y en esto, llegan los Beatles más modositos por un lado y los
Rolligns más cabras por otro. Toda aquella explosión de nuevos modos y modas
tiene reflejos en todos los pueblos, y en Alcalá obviamente también. Surge el
grupo musical The Rangers Black, –Los
Rangers para simplificar– ponen con su
música telón de fondo sobre todo a una juventud que se contagia por el frenesí
de los tiempos. La nueva ola de la
música supone un hito providencial,
sobre todo para la juventud ávida de sonidos nuevos. Tiempos rutilantes para la sociedad y por
ende para la cultura. El compromiso
político de los jóvenes trae y lleva de cabeza a la férula franquista. Sobre
todo cuando Raimon da el campanazo con su canción Al vent. Se oyen ya gritos de
¡Libertad! ¡Libertad! Una juventud que se embarca en sueños y metas imposibles.
Que luego, va a ser tragada por el dragón del sistema. Pero con mucho
sacrificio –y hasta con sangre– se consigue llegar hasta aquí. (Aunque todavía
queda mucho por hacer). Tiempo y hora de rebeldía que se reflejan
meridianamente en mi pintura. The times are a changin, avisa Bob
Dylan. Sin embargo, todavía la actitud de muchos jóvenes –incluido uno mismo–,
sobre todo los que nos comprometemos y nos significamos con la libertad, no
cuadra con una sociedad todavía pacata y tirando a gris marengo, que creen
que el tiempo solamente se dibuja en lo meteorológico. Hay que sortear barreras mentales y un camión
de prejuicios. Como en el mito de la caverna proyectamos nuestra realidad
tangible sobre las sombras. Y más, si
uno es de temperamento bohemio, como es el caso. Nunca sucumbo a los malos
miramientos; sino en escudriñar, cada día, en la alegría de vivir sin claudicar
en inútiles convencionalismos. Lo políticamente correcto me trae al pairo. Rizar el rizo es la
cuestión. El cantar lo que se pierde machadiano no entra en nuestros cálculos.
Un bucle melancólico vacío de contenido. Tiempo de aprendizaje. De
autodidactismo. De agarrar cosas de aquí
y de allí, para impresionar o revelar luego en la mente los logros de los
grandes maestros vistos en las láminas y en las exposiciones. Pero siempre,
siendo uno mismo, en clara huida –como
de la marabunta– de las malas copias o de las veredas trilladas. Y sobre todo,
no estancarse jamás aunque se conserve siempre la pulsión primera. Ni separar
nunca los ojos y la mirada del pasado. Como buen romántico que soy –o me
considero tal– me cuesta asimilar el tiempo que me toca vivir. Lo que no
excluye la necesidad de vivir dentro del presente sea indicativo o subjuntivo.
Ese tiempo que no marca el reloj ni el calendario. No es igual contar los años
que pasan, que por años que quedan. No es cuestión de cronología numeral y
solar, lo que verdaderamente sirve es la
intensidad con que se marcan en nuestras memorias los hechos y las cosas. Me di cuenta
pronto que en el arte sobran los números, como en el cante flamenco el
pentagrama. El arte nunca debe ni puede ser competitivo. Nadie se expresa mejor
que nadie, de modo que no hay que echar cuentas ni varas de medir. El arte más
que crear belleza sirve a la expresión con su libertad. Pero no olvidemos que
la belleza está alcance de todo el mundo. Los personajes de mis obras son a la
vez sencillos, mágicos y singulares –a veces esperpénticos– pero siempre
fieramente humanos. Algunos viven instalados en la locura divina, pero que al
final mueren cuerdos como el hombre largo de La Mancha. Juan José Téllez eximio
periodista, poeta y escritor y amigo-amigo expresa en el prólogo de mi libro Del
aire al bronce. Una mirada a Paterna de Rivera: “Esos recuerdos que dan
alma a su obra tienen mucho de imaginación. Lo que rememora ya no es, sino que
se recrea como esculturas de humo a partir de las neblinas del pasado”. Es
verdad. La única forma que tengo para atrapar al vuelo los recuerdos es con el
reclamo de otra realidad imaginaria... “Lo que te queda es lo que no te queda”,
en el precioso y calderoniano verso.
¿Mi paisaje preferido? ...siempre
Alcalá. Donde mejor se refleja el paisaje de mis sentimientos. Este paisaje tan
respirado –con su rumor de los vientos–
forma parte de una cosmovisión que influye en lo que vivo y en lo que
soy. Quedan muchas fotografías suspendidas en el aire como corre el tiempo líquido
por el río. A pleno aire o con forillo que pone telón de fondo a la mayoría de
mis composiciones. Alcalá de los Sentidos: el sonido de la fragua o el pregón
de Ramón el Latero: la mirada a la cal con su cielo purísima; el olor de las
tahona y el galán de noche; el paladar del gazpacho frío o caliente; el tacto
divino del manto de la Virgen de los Santos. Una vez le oí decir de cerca a
Fernando Quiñones: “Cada vez que me acerco por Alcalá me entran ganas de
cantar” (El inolvidable escritor se entona muy bien por derecho ya sea por
alegrías, bulerías y soléa antigua si viene preciso y calienta). Muchas veces,
en reboso de vagos pensamientos y cábalas, me pierdo por la arboleda y la
piedra vieja de La Coracha. En la punta alta del pueblo, al encuentro de algún
rescoldo. Para el alivio de soledades y
dudas conjuntas que me embisten por dentro. Tiempos de sufrimientos y de
caminos que no llevan a ninguna parte. De no haber existido la soledad no soy
lo que soy ahora mismo. Más de una vez le oigo decir a Curro Sánchez, artesano
de primera del dornillo y la madera bravía. “Lo que uno lleva sufrío por
dentro; eso nadie lo ve”. Tras la obra lograda hay mucha vigilia y sinsabores.
A veces cuando doy por concluida una pintura o escultura –sobre todo de gran
formato– me invade una inmensa melancolía. Siento que se me vuela de las manos.
Que ya deja de pertenecerme.
Siempre entiendo lo local como
universal. La expresión no se contiene en un mapa concreto ni se comprime jamás
en estrechos ámbitos. La obra final debe ser de entendimiento por todo el mundo.
De todas maneras, uno se adapta
fácilmente a cualquier mundo o atmósfera. Me da lo mismo echar la vida en un
pequeño pueblo que en el bulle-bulle de
una gran ciudad. Conozco muchos países.
Y he trato a mucha gente de talento reconocidas o en el anonimato. Tanto la
bulla, el frenesí de la megapolis como el sosiego rural y doméstico de un
microcosmos, donde al amanecer todavía canta el gallo. Siempre que salgo del
mapa de Alcalá llevo en el bolsillo y en la mente el billete de vuelta.
Aprendí con mucho provecho de los
pintores naïf o primitivistas, más que
en todas las academias juntas. (Donde lo más que te enseñan es a copiar el Discóbolo
de Mirón o la Victoria de Samotracia). Artistas con frecuencia
reveladores del alma y las costumbres del pueblo. Más que ingenuidad, –que la
tienen–, podemos hablar también de simplicidad, de talento natural; expresión
sin artificios. En definitiva: pureza de corazón y sentimiento.
Currillo Richarte, inolvidable zapatero
remendón, con no más ventaja en estatura que Toulusse Lautrec. Además de darle
punto a la lezna y al cerote, – ¡qué buenos virones echa!–, pinta cuadros donde
la geometría se humaniza. Antepone la intuición a la razón. Gran filosofía.
Cuando alguien le incordia, –cosa que sucede a menudo–, para hacerlo rabiar y
sacarlo de sus casillas, sólo basta con decirle que Jesús Cuesta Arana pinta
mejor que él. Tiene siempre pronta la respuesta con mucho énfasis y retintín:
“Ah... pero yo tengo más imaginación”. Preciosa y precisa respuesta. La imaginación
es la piedra filosofal de la creación. La imaginación lo transforma todo en
todo. Recrea y reinventa lo mismo que hace posible corporeizar los sueños.
Capaz de ponerles alas a un hipopótamo. De transformar sobre la marcha los juegos infantiles. De modo
que un tren de hojalata, se puede convertir, por arte de birlibirloque, lo
mismo en un avión que en un barco si es menester. Ese sentido animista de los
niños de insuflarles vida a los objetos
persiste todavía en mí. Aunque a veces se me anticipa la memoria a la
imaginación o al revés y otras llegan las dos juntas y se entra en estado de
gracia. Me digo siempre con Jorge Luis Borges que estamos hechos de la materia
de nuestros sueños.
El viejo Florín que vive en el alto del
Pozo Arriba a un tiro de honda de mi estudio de La Pila del Granadillo, de vez
en cuando, si tercia, se acerca a golimbrear lo que uno hace. Un día ante unos
de mis cuadros, Luz del alma, exclama
en un resoplido: “! Eso da miedo!” ¡Tiene mucha mágica (sic)!”
José Saramago, quiere o prefiere
nombrar el oficio de pintor como artemagista.
Miguelín el zapatero, –cariñosamente el
Gato Periquín–, en una de mis interminables chácharas al relance de la chaveta
y un lingotazo de vino de Chiclana, me suelta: “Si pintas a una mujer calcada
tal como es, con todas las cosas en su sitio, al remate, no tienes un cuadro
sino a una mujer desnuda”. El escritor mejicano Carlos Fuentes viene a expresar lo mismo: “Una pintura será
apreciada por el movimiento que su imagen le permite a nuestra imaginación”· La
realidad sin la fantasía no existe. De modo que tanto monta la realidad de la
fantasía que la fantasía de la realidad.
Los sueños y la realidad se confunden. Se mezclan como el oxígeno y el
hidrógeno en el agua. La realidad siempre es susceptible de idealizar.
Fernando Rangel (El Piconero), torero
que quiere ser, a pesar de sus hechuras destartaladas, grandón y poco grácil.
En uno de mis encuentros con él –siempre con sus eternos perrillos de rastra–
me confiesa: “Si yo soy pintor, como tú,
en vez de pintar los toros negros los pinto todo azules”. El toro azul en la
simbología taurina representa al animal quimérico que sueña el torero y que
nunca sale por los chiqueros. No sé si El Piconero lo sabe. De todas maneras,
le Historia del Arte se arracima de pintores que trastocan los colores para
expresar su realidad. Franz Marc –uno de los máximos exponentes del
expresionismo– pinta curiosamente los caballos azules.
Siempre la idea del vuelo ronda por mi
cabeza de niño y hasta hoy. Gozo con las cometas o las pandorgas. Echar globos
al viento, un delirio. Y los nidos de los pájaros el Dorado. Me extasío lo
mismo con el volar raudo de la golondrina, o el arabesco aéreo del vencejo o,
el águila y hasta del vuelo pausado del buitre.
Hay toda una
iconografía del vuelo en Alcalá de los Gazules que va desde la ternura a la
tragedia.
Un aeroplano, –en el 36–, vomita bombas
y mata a dos inocentes niñas que duermen la siesta a la fresquita sobre una manta en la calle.
Potoco confecciona aviones de madera –tablas que halla en los muladares–
para aventar el hambre. Los cuelga en una larga berlinga de eucalipto sujeta a
un alambre y el viento los hace volar.
Un carabinero con alas, ingenio del maestro Arana (mi abuelo), con tela de
muselina y pitacos se arroja desde el
viejo molino de viento de san Antonio. Nadie ni nada evita el costalazo. Aunque
se rían de él la aventura del mágico sueño de volar nunca se lo quita nadie. Nadie.
Perea el albañil, –lo mismo que Leonardo
da Vinci que adquiere todos los pájaros que se topa en cautiverio para darlos
luego a la libertad–, un día al proclamarse la República llena los cielos de
Alcalá de un hormiguerío de pájaros
al vuelo. Al tiempo que proclama: “Llega también la amnistía para ellos y para
que no vivan del presupuesto.” Como ilustra esta copilla carnavalera del Tío
Pedro Vera: Ese Perea el albañil/ no andará en grandes apuros/ cuando los
otros días en la posá/ por un pájaro dio un duro/solo pa echarlo a volar. El mismo Leonardo llega a decir: “Si
no se puede lo que se quiere; se debe querer lo que se puede”.
Pero hay un episodio, que siempre llevo
en el álbum de la tristeza. Juan Casas compagina ser relojero y operador de
cine y amante de los pájaros. Cuando fallece –muy joven– su canario el de mayor
preferencia deja de cantar. Enmudece. Al poco tiempo, muere el pajarillo de
pena.
Cuando uno suma unos siete años modela
la murga de El Bichito. Se parecen tanto los componentes que mi madre ganada
por la impresión recorre medio pueblo y parte del otro para que vean la “obra
maestra”. El mismísimo Bichito al ver las pequeñas figuras llega a decir, lo recuerdo perfectamente:
“Somos tan igualitos que solo le hace
falta darle cuerda para que arranquemos a tocar y a cantar”
Francisco Lozano, –uno de mis grandes
animadores en los comienzos–, que también pinta con cierta enjundia, en su
improvisado estudio de su casa paterna, me pinta un retrato, cuando lo termina
me pide opinión. Al notarme callado y algo perplejo me dice en un susurro: “A
lo mejor ahora no te pareces mucho; pero dentro de treinta años, serás clavaíto. Es cuestión de esperar”. Pasa
ese tiempo con creces pero no puedo contrastar el parecido. El retrato se lo
traga la tierra. O a lo mejor encima de él repinta un paisaje de Alcalá. Que
no queda mal. Uno oculto en las entrañas
del pueblo ¿Quién sabe...? A Picasso, le viene a ocurrir lo mismo con el
retrato de Gertrude Stein, al no dejarla satisfecha el genio malagueño le
espeta: “¡A parecerse!”
Mi primera memoria en los toros se
remonta a una charlotada que presencio en una plaza de toros de talanqueras,
sita en el lugar del Prado, en Alcalá, a la vera del molino de Jara, que por su forma le llaman la Canasta. Luego, con el tiempo,
me aficiono hasta el punto y locura que me echo a los caminos con gorrilla y
hatillo como un maletilla en toda regla y sustancia. Llego a “hacer la luna”
–todavía conservo el escalofrío de aquella noche– con un toro en puntas. La
Tauromaquia, empero, no forma parte importante de mi obra; quizás porque no
puedo penetrar todavía en su misterio, sin miradas costumbristas y topicazos al
uso.
En fin, mi espíritu inquieto me
lleva a experimentar la música con poco talento, la verdad. Y la literatura de
la que sí tengo una obra compuesta de varios libros publicados e inéditos
(ensayo, poesía, biografía, cuentos). Y centenares de artículos en diversos
periódicos y revistas que abarcan desde lo local a lo nacional con las más
variadas materias. Siempre tengo espíritu renacentista de manera que siento
curiosidad por todo. A Fernando Quiñones se le ocurre llamarme graciosamente
“el Leonardo de la calle la Salá”.
Mi inquietud consiste en no dispersarme
si no en asimilar lo que tengo al alcance de la mente y la mirada.
Mi vida como artista, –no tanto como
persona–, se muestra muy discreta. Nunca me gusta figurar. La gente sencilla:
mi sino. No me gusta presumir de lo que tengo y soy porque me falta de todo y
mucho por hacer.
No me comprometí ni me signifiqué políticamente –aunque tengo amigos en todas las tendencias
ideológicas–. Todas las líneas de pensamiento me merecen un respeto. Sobre todo
cuando son coherentes, honrados y no practican una política de pastiches. A la
hora del voto siempre fui libre. Nunca le bailé el agua a ningún cargo
político. Esto se paga. No soy partidario de las subvenciones, sino del
mecenazgo y los patrocinios, aunque estén avalados por las instituciones... En
Paterna de Rivera hay cinco monumentos en las calles realizados por un
servidor. Más que una curiosidad, encierra una muestra de respeto hacia mi
trayectoria artística.
Pero nunca, aunque haya motivos para ello, sucumbir al desencanto. Siempre
hay que tener las agüaeras con los cántaros bien llenos de entusiasmo.
Lo del arte por el arte para mí es un huevo huero; detrás de toda obra creativa
se localiza un importante sustrato ideológico. Una toma de conciencia más o menos explícita con la época vivida.
Camilo José Cela, cree que los enemigos –todo el mundo; aunque no queramos los
tenemos– por efecto contrario ayudan a subir, a sobreponerse. Y más donde campa
la envidia. La tristeza del bien ajeno. Cuando llega la infamia el amor propio
se crece. Como el torero que se levanta
ciego de rabia, después de un revolcón. Lo importante es sentirse y ser libre y
luego saber entender la libertad. Ahí está el conquibus de todo. Como sentencia
la gente antigua. “Lo que no quieras
para ti no se lo desees a los demás”. La quintaesencia de la ética, consiste en
eso: sentirte bien contigo mismo y por ende, con los demás. Estoy con el
filósofo Javier Sádaba cuando piensa que la ética también es hacerse artista de
uno mismo. Ser libre en el verbo y en los actos.
Lo más malo es el silencio, el
pasotismo. Una noche de primavera en Sevilla, en el velador de un bar, tengo
frente a frente, la imponente presencia de un torero histórico, nombrado como
el Sócrates del Toreo o el Rubio de san Bernardo: Pepe Luís Vázquez. Iguala la ciencia con el duende. Sus
palabras asoman siempre por mi mente: “Hay dos clases de silencio, uno el de
respeto y el otro el de la indiferencia ¡Qué cosa más mala es cuando la gente
calla tu labor! ¡Prefiere uno la bronca, mil veces, en una mala tarde...!”.
Solamente escribe en su vida un prólogo para un libro: es para mi extensa
biografía – ¡qué inmenso honor!– sobre Juan Belmonte.
Entro cada día en un mar de brumas. ¿Cómo
puede ser?... Pero pronto llego a la conclusión de que todavía me queda mucho
lienzo en blanco, mucho color que mezclar o barro que modelar y que sin
duda va a contribuir a alentarme, a darme más ánimo para seguir en éste difícil mundo
tantas veces ingrato e incomprendido del
arte, donde muchas veces cunde el desánimo de la mano de la incertidumbre. A lo
mejor, después de todo, quizás merezca la pena tantos años de retiro y
sacrificio.
De manera que la pintura, la escultura,
la literatura es para mí como el aire, el pan, el agua, el amor, la naturaleza,
el sueño, el despertar,... Una pura necesidad corpórea. Porque las razones incorpóreas no caben –como el cante jondo– en el papel ni en el
sistema métrico decimal. Otra frase para mi memoria que anoto en mi sobado bloc
de las palabras que oigo al natural, la enciende la pintora naïf Anita Machado:
“Muchas veces me pongo a pintar con
tanta necesidad por dentro, como cuando se está muertecita de sed, con un
lienzo y cuatro colores, es como si se bebe una un vaso de agua fresquita”. En
las palabras de esta humilde mujer se puede condensar toda mi vida artística.
Cada día soy yo. Acunado en la
experiencia de que todo en la vida es susceptible de expresión, desde las cosas
más nimias a las más trascendentes. Los objetos como piensa Ramón Gómez de la
Serna, conservan siempre el espíritu de sus dueños. Mi taller-estudio lo tengo
repleto de cosas porque cada una me cuenta una historia. En mirar lo cotidiano
como insólito.
Otro personaje, integrante de mi
mural vivido, Joselito el Momia, cátedro y lumbrera en la fauna y flora
alcalaína y lidiador de la perra vida. Todo arruga y renegrida la piel de tanta
intemperie y hambre para reventar. Con su terne retranca y filosofía parda: “El
tiempo siempre es el mismo, somos nosotros los que pasamos”. O como afirma
Aureliano Buendía el mítico personaje de García Márquez en Cien años de
soledad: “El tiempo no pasaba, sino que daba vueltas en redondo”. El tiempo
–como cree Borges– es la sustancia de lo
que somos. De modo que el tiempo y el ser humano envejecen al mismo tiempo.
Tanto da el tiempo como la persona. Una
tarde, ya con el sol color melocotón
escondiéndose por la raya del horizonte, El Momia me pregunta, dándole brillo a
sus ojillos chuceados: “¿Se puede pintar el tiempo? ¿Cómo se pinta?”. La
pregunta del inolvidable esparraguero no va por derroteros iconográficos (Los
antiguos reencarnan el tiempo en un anciano flaco y curvado por el peso de los
años. La barba y el pelo como una nevada. Dotado de aparatosas alas para
expresar lo rápido que vuela. Empuña una hoz como símbolo de su fuerza
destructiva y otras veces con un generoso reloj de arena que representa el
curso de los días)). La curiosidad del Momia se deriva por otras calzadas más metafísicas. Goya dice
que el tiempo también pinta. Por ahí va el Momia con su pregunta.
Al fabuloso cazador furtivo Juan Lobón (carne de novela,
cine y leyenda) le oigo en un susurro entre dientes, como en una queja sin destinatario: “Con los años la cabeza no se coge el compás
con las piernas; menos más que por muy mala que venga la vida, siempre se tiene
ilusión por algo...”
En una libretilla de juventud anoto:
“Me siento amanecer; aunque vaya cayendo la tarde”. Esta frase sigue vigente en
mí. Es mucho más que una metáfora. Una razón de vivir. Frase que viene a
combinar con el maravilloso pensamiento-poético de María Zambrano: “Qué inmensa
soledad la del que no ha contemplado, ni siquiera por una sola vez, la
Aurora...”. Confío siempre –como Alonso Quijano, el loco-cuerdo de La Mancha–
en el tiempo “que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”.
Vivir con los ojos de par en par, siempre en sintonía con el mundo en derredor.
Sentir curiosidad por todo; aunque se tenga las propias preferencias. Saber que
la cultura en su más vasto significado es refractaria con lo políticamente
correcto. Tenemos que ser artistas de nuestras vidas y dejar vuelo libre lo
mismo a la razón que a la imaginación. Siempre es mejor la alegría que la
tristeza, aunque nos podamos expresar en su dicotomía. Se tiende por naturaleza
a ser lo más felices posible. Dejar la jaula abierta a los sentimientos más
profundos. “Pensar es más
interesante que saber; pero no que mirar” (Goethe).
Mi padre –siempre comprensivo con mi
vocación de artista– instantes antes de tirar para arriba, por las veredas que
van a su cielo bien ganado, me aconseja: “Llegues donde llegues; procuras no
olvidar nunca de dónde vienes”. Exacto. Compromiso que cumplo a rajatabla. A Ícaro –ahí está el mito– por su afán de
volar a los más alto se le derriten las alas. Son de cera y el sol alumbra y
quema.
El tiempo se va. Vuela que vuela
y vuela. Todo se va por una boca de sombra. De modo que revivir el pasado es un
ejercicio inútil o más bien un crucigrama para melancólicos. En cambio se
pueden colorear aquellos paisajes y escenas ya imposibles. Van a quedar, –lo
presiento–, muchas cosas por hacer. Por ejemplo, mi gran sueño: pintar un
enorme mural, en una suerte de romería pagana, donde aparezcan todos los
personajes singulares y sencillos que protagonizan la intrahistoria de Alcalá.
Todavía es posible porque media la ilusión y la salud suficiente. Lo dejo caer
para quien corresponda. A ver si cambia de una vez el sino artístico en mi
pueblo. Todavía queda cuerda y velocidad. ¡Quedan tantas cosas en las afueras!
Lo importante es abrir cada día
la ventana cante el sol o el nublado, el recalcón o la ventolera; el aguacero o
la tormenta y remontar el vuelo a la alegría de vivir. Amarrado en la misma fe
quijotesca que: “No importa el resultado, solo el esfuerzo vale”. Y lo que me queda por vivir trato de hacerlo
con un reloj sin manecillas. El no pasarse la vida con el peso de la nostalgia
en el inútil recuerdo del polvo de estrellas que somos. La vida para que valga
de verdad tiene que estar dominada por
el espíritu y los matices del alma. Al fin y al cabo somos lo que
hacemos, sentimos, pensamos, sufrimos y deseamos. No hay más vueltas. Siempre
ando en la fe que cualquiera puede ser un artista, pero un artista tampoco
puede ser cualquiera. Antes de hacer nada, quise hacerme a mí mismo. Pienso que
se ve claramente en mi obra. ¡Qué corto es el reloj para dar vida a tantas
sensaciones! Termino con una frase de la cantautora Violeta Parra, que he
acogido –desde hace varias décadas– como un lema grabado a metal y fuego: “Una
vida no vale nada pero nada vale una vida”.
VALE
Al no poder asistir personalmente Juan José Téllez envió este excelente texto:
En Alcalá de los Gazules no existe estación de
ferrocarril pero Jesús Cuesta Arana no quiso nunca perder los trenes de la
historia. Mucho siento no acudir hoy a su ingreso en el Ateneo de Cádiz, del
que yo también formo parte, pero no quería dejar pasar la ocasión para elogiar
en dicho acto su vocación nómada, su intrépida condición de viajero vital que
le ha llevado desde las costas de las artes plásticas –pintura y escultura
fundamentalmente—a los raros océanos de las letras, con un puñado de
libros en donde resuellan tres querencias claras, la del toreo, la del
flamenco y la de un costumbrismo renovado como un claro intento de recrear
la memoria colectiva. Jesús Cuesta Arana fue, en un principio, un ojo
atento que buscaba formarse en la obra de otros hasta hacerla propia. De ahí
sus viajes por media Europa o Marruecos, que tanto le influyeron. Los museos
fueron su casa, pero los paisajes abiertos constituyeron su brújula.
Más de medio centenar de exposiciones
individuales y colectivas, desde los albores de los años 60, han permitido que
sus lienzos y carteles pudieran ser exhibidos en España, en Alemania,
en Francia, en Suiza o en México, entre otros países. Como escultor,
Jesús Cuesta Arana asume también los recuerdos, los del niño que fue y que
imaginaba formas personalísimas en el barro. De ahí que se constituyera desde
entonces como un claro partidario de la imaginación frente al estricto
mimetismo de la realidad. A partir de esa perspectiva, cabe contemplar su
monumento a La Petenera en Paterna, sus visiones de los poetas del 27 o de un
grupo escultórico en bronce que reúne a las figuras de Juan Belmonte –a quien
dedicase dos libros–, El Gallo y la Niña de los Peines, Monumento al V
Centenario de Villamartín, Retablo de la Vida de Paterna; a María La Libertaria
entre otros.
A caballo entre ambos hemisferios artísticos,
se adentra en el grabado a través de todas sus técnicas, desde la punta seca al
aguafuerte, mezzotinto, técnicas mixtas o aguatintas. Pero
también le atrae la imagen en movimiento, como demuestran sus colaboraciones
con TVE, con el profesor Jerome Mintz en el documental “The
day of the Virgin” (1982), o el hecho de que en 1986 se
atreviera a dirigir “Los Auroros Arríate” para una productora
alemana.
Esa curiosidad innata le hizo
desembocar, claro es, en la literatura y el periodismo, a través de
programas de radio, artículos o numerosas publicaciones, que no excluyen la
poesía –“La soledad que no muere” y “Dos sombras que huyen”–. Nos encontramos,
por lo tanto, ante un artista global cuya remembranza personal ha reunido
en un libro de memorias titulado “El álbum de los vuelos”. En ese contexto, le
conocí en 1980 cuando ambos colaborábamos con la revista “Algeciras” y él ya
reivindicaba al Gran Potoco de Alcalá, su patria chica que le hizo Hijo
Predilecto.
Ya, a aquellas alturas, Jesús
Cuesta Arana era uno de los hijos predilectos del afecto personal de todos con
quienes se ha ido cruzando a lo largo de su vida. Que esperemos que sea larga y
nutricia. Y es que merecería ser eterna la belleza que nos ha ido regalando
hasta ahora y la que resta por entregarnos como un auténtico ejemplo de pasión
por la vida y por la obra.
JUAN JOSÉ TÉLLEZ
En el centro catedrático y Vicepresidente del Ateneo Pedro Payán,A la derecha, Doctor y Ensayista Germán López,. En primer plano el periodista Luis Rivas que actuó como mantenedor. A La izquierda: El nuevo ateneista Jesús Cuesta Arana. Y José Antonio Medina (Gerente de Canal 19),que leyó un texto de Juan José Téllez, al no poder actuar en la mesa por imperativos de última hora. También el periodista alcalaíno leyó un delicioso poema del inolvidable poeta y catedrático Rafael de Cózar dedicado a Jesús Cuesta Arana.
Rufino de Paterna