INSTANTANEAS DE KIKI CON RUFINO DE PATERNA Y JESÚS CUESTA ARANA
FIELES AMIGOS DE LA MISMA TIERRA Y EL ARTE
(Texto para ilustrar los próximos discos de Rufino de Paterna que serán presentados el dia 23 de mayo en Paterna de Rivera).
(SERIE DE ARTÍCULOS VARIOS PUBLICADOS EN PRENSA Y RADIO).
NOTA: Los escritos más recientes se publican al final de la página.
Con la sombra de la Petenera
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Con la sombra de la Petenera
RUFINO DE PATERNA, UNA VIDA DE CANTE
Si el temple no existiera o no corriera por la masa de la sangre, seguro que Rufino lo habría inventado. Mesurado y sereno hasta pecar. Le da el hombre la cuerda y velocidad precisa a la arrancada del cante. Y además, –como eso se lleva por dentro–, lo mismo sabe acompasar con buen aire el cante que la vida. Sea el cante libre o sujeto a compás. Así que Rufino es el vivo y mágico retrato de un alma templada. El buen vino siempre en su punto; nunca remontado y trasegado “con la parsimonia de un antiguo rito”, como en el verso del Piyayo. Al arrimo de su bar –una ermita flamenca– los amigos del alma más que la convidá de una copa, lo que espera es el premio de viva voz de su último cante que se tercia según la veta. La atmósfera del bar de Rufino se pinta flamenca, entre el olor a flor de manzanilla y el vino animoso sanluqueño, que junto con el chiclanero y el jerezano dan sabor, calor y viento a la reunión de los cabales al rayar la hora bruja o cuando llega el estado de gracia y el zarpullío corre por las venas arriba.
A pesar del pelo cano o la plata fina y flamenca que brilla perenne sobre su cabeza, la voz de Rufino nunca abandona el pan de oro de la juventud que grita en los retratos de las paredes. El cantaor ha ido pasando por el tiempo lo mismito que su cante por la memoria sonora de la Paterna de sus entrañas. En los vientos vividos parece soplar los versos hondos de Antonio Murciano: “Hoy camino hacia el alba. /Sueño. / Vivo lo por vivir, revivo lo vivido”.
Si el temple no existiera o no corriera por la masa de la sangre, seguro que Rufino lo habría inventado. Mesurado y sereno hasta pecar. Le da el hombre la cuerda y velocidad precisa a la arrancada del cante. Y además, –como eso se lleva por dentro–, lo mismo sabe acompasar con buen aire el cante que la vida. Sea el cante libre o sujeto a compás. Así que Rufino es el vivo y mágico retrato de un alma templada. El buen vino siempre en su punto; nunca remontado y trasegado “con la parsimonia de un antiguo rito”, como en el verso del Piyayo. Al arrimo de su bar –una ermita flamenca– los amigos del alma más que la convidá de una copa, lo que espera es el premio de viva voz de su último cante que se tercia según la veta. La atmósfera del bar de Rufino se pinta flamenca, entre el olor a flor de manzanilla y el vino animoso sanluqueño, que junto con el chiclanero y el jerezano dan sabor, calor y viento a la reunión de los cabales al rayar la hora bruja o cuando llega el estado de gracia y el zarpullío corre por las venas arriba.
A pesar del pelo cano o la plata fina y flamenca que brilla perenne sobre su cabeza, la voz de Rufino nunca abandona el pan de oro de la juventud que grita en los retratos de las paredes. El cantaor ha ido pasando por el tiempo lo mismito que su cante por la memoria sonora de la Paterna de sus entrañas. En los vientos vividos parece soplar los versos hondos de Antonio Murciano: “Hoy camino hacia el alba. /Sueño. / Vivo lo por vivir, revivo lo vivido”.
Rufino de Paterna, siempre tiene el cántaro de la amistad dispuesto y a tente bonete de agua clara y fresca. Un hombre con mucho fondo. Más que ver, sabe mirar y es perito en los misterios de la vida. Y es que a la filosofía hay que echarle ascuas de poesía, como en éste versar entre paréntesis de Manuel Ríos Ruíz : “( Todo es querer/ querer la vida en cada beso,/ en cada pluma de pájaro/ por el viento)”. ¿Más magia? : imposible.
Rufino García Cote un hombre y un nombre unido de por vida a su pueblo: Rufino de Paterna. Un retrato de genio apacible; pero una candelá interior o la jerviura de la sangre. Bajo la aparente calma duerme –siempre a punto de despertar– un coloso expresivo. Toda una memoria junta del cante. Una enciclopedia abierta que marca los rumbos enigmáticos y los latidos del pueblo. Conoce, se ajusta y se aprieta bien lo mismo con los cantes primitivos; los cantes derivados tanto de influencia troncal, como del grupo de los fandangos y palos aflamencados o de procedencia folklórica. En el cante por peteneras un orfebre. Una voz cantaora, con flexibilidad y donosura para interpretar y recrear con poso de naturalidad, exenta de impostaciones. El gesto, sin fingidos arrebatos, tal como va saliendo de dentro. Todo ni muy caliente ni muy frío. El compás brota del corazón. El flamenco, –Rufino lo sabe y lo siente– se cimenta lo mismo en el alboroto alegre que en el estremecimiento adolorido. En la caricia y en el arañazo interior. “Uno canta lo que ha vivío y sufrío”, le oí decir un día sordo entre el reflejo oreado de una copa de vino. El arte es un trasunto del alma. Una mezcla o un gazpacho caliente o frío según venga de la creación, genialidad y sabiduría y por encima de todo –como condimento mágico–, está ése remolino o vórtice interior del duende derivando en la razón incorpórea que intuyó el maestro Antonio Mairena. El sabio Einstein se amarró a la fe de que la experiencia más hermosa es la de lo misterioso, como verdadera fuente de todo arte y toda ciencia. Rufino lo mismo le ha cantado al sol que a la luna y a todas las estrellas del cielo. Del fuego a la intemperie y del azul al rosa. El cante es una vereda sin fin o una ventana abierta a los sentimientos más contrastados. Más que decir el buen creador muestra. El flamenco es tragirrabia y muerte; pero también es vida, frescura, sonrisa y luz compartida “No todo en la ciudadela flamenca es quemazón y congoja”, viene a terciar el inolvidable Fernando Quiñones.
Un día de primavera oí decir a Rufino: “El trigo todavía está verde; todavía le falta un buen trecho para ser pan.” ¿Qué pensar de un hombre que dice esto?
Rufino cuando habla o canta parece que se expresa fuera del cuerpo. Dejándose como Juan Belmonte el cuerpo atrás, olvidado. El abandono del físico y que sea el espíritu el que grite. Debajo de la transparencia de su retrato, no cuesta imaginar a aquél niño, a la sombra de los jornaleros, que se despertaba a las claritas del día cogiéndole la vez a la alondra y al primer gallo cantaor; caminando al pie de la besana, con los primeros hervores del cante campero; entre la tierra removida modelando el alimento de cada día con el astro grande quemando los tiernos cueros. Manuel Barrios piensa que el primer grito flamenco surgió en la soledad del campo, como queriendo llamar a alguien con alegría o con pena. Pero Rufino vive y se desvive, al cantar de los años, en otro escenario natural del cante: la taberna.
JESÚS CUESTA ARANA
• Se pintaba ya la tarde sevillana. El lubricán. Ése momento mágico que adoraba Juan Belmonte. Era por primavera y el azahar en todo lo suyo. Por la calle adelante camino de la Gran Plaza, se veía venir un hombre recortaíto con el andar parsimonioso –como en el paseíllo-, pero sin marchosería hueca, sino con gracia repajolera que tanto dio y repartió por los ruedos.
Era la estampa viva del siempre torerísimo Rubio de san Bernardo, que ya – en vida- es alma y carne de bronce. Cité al maestro con la intención de hablar un rato sobre El Pasmo de Triana para una biografía que un servidor andaba escribiendo. Llegó el maestro con puntualidad taurina. Como debe ser. Al llegar a su altura le abordé:
–Buenas tardes, maestro.
Con cierto asombro el torero me responde con una pregunta:
– ¿Cómo me has reconocido?...
Algo perplejo solté como pude la respuesta:
–Sería una herejía que yo no supiera que estoy ante unos de los monstruos sagrados del Toreo.
Al maestro Pepe Luís desde el poso de su sencillez se le escapó por el semblante una ligera sonrisa. El hombre que ignoró siempre la fama y todo lo que oliera fatuidad.
Ya en un bar –a un tiro de honda de su casa- muy frecuentado por él. Me fue relatando –con su deje sevillano– episodios vividos junto al genio trianero. Los buenos días en los tentaderos en Gómez Cardeña, los ratos inolvidables en la tertulia de los Corales junto con el Divino Calvo (Rafael el Gallo). Los chispazos y salidas ingeniosas del Pasmo –según él– “eran como la Campana de Toledo”. La charla tuvo que desembocar a la fuerza con otro torero de su alma: Manolete. Con quien el maestro vivió tantos soles y tantas sombras hasta que llegó la tarde de Linares. “ Fue el número uno; pero sufrió mucho. Uno en cambio siendo el número dos andaba más a gusto”- soltó el maestro sevillano ésta realidad sin asomo de jactancia.
Con la apretura ya de la noche –traspasada ya la hora bruja- el tiempo había pasado como un suspiro. Como un reloj sin manecillas. Los camareros daban ya el primer aviso para cerrar. Antes para rematar se me ocurrió hacerle al maestro una última pregunta tópica, pero siempre trascendente, según cada uno responda.
–Don José Luís. ¿Qué es el miedo para un torero con tanto arte como usted?
Y la respuesta en un visto y no visto:
–Muy sencillo. El miedo se explica cuando se está sólo en la habitación del hotel en una tarde de corrida. Tumbado en la cama se le da muchas vueltas al pensamiento. Luego se levanta uno y…, se asoma a la ventana y ve que un vientecito remueve las copas de un árbol a la vista. Y desea con toda el alma, en ése momento, que ése aire apriete más y más y se convierta en una tempestad o que venga el diluvio universal y ésa tarde se tenga que suspender la corrida. Eso es el miedo para mí.
Entre una ligera bruma me atreví a responder al Sócrates del Toreo.
–Maestro, pero luego vienen otras muchas tardes sin vientos y sin tempestades.
Y el sabio artista remató así la cuestión:
–Si. Pero de ésa tarde me libré y en vez de pechar con dos toros, me voy a la tranquilidad de la casa, al rescoldo de mi familia.
La gracia de Pepe Luís como su suerte del 'cartucho de pescaíto frito'. Habla toreando y torea hablando, esos sí siempre con la cabeza y el sentimiento por delante.
Pepe Luís Vázquez, (o don José Luís Vázquez Garcés), siempre con su Maestranza al fondo y la Giralda latiéndole el corazón. Más torero y sevillano imposible. Y que siga el Río Grande corriéndole por las venas. Con el sólo caminar por las calles, el viejo torero con su donaire viste a toda Sevilla de luces.
Aunque llegue el frío, la calor y el otoño con sus hojas muertas siempre será primavera para el maestro –rubio arcángel- del barrio de San Bernardo. Donde siempre, por los siglos de los siglos, correrá o jugará al toro su alma de niño y siempre per sécula seculorum darán razón por él.
LA PETENERA, ALMA Y MEMORIA
Decía López de Vega que la música en el aire se aposenta y uno cree que la memoria de La Petenera se aposenta en el aire de Paterna, su pueblo ¿Si no cómo iba a seguir viviendo en bronce?
La Petenera ha resistido el embate de las mistificaciones, la ola del engaño, y sin embargo, aún es posible escuchar las viejas peteneras por derecho.
La Petenera y su cante es retrato acandelado todavía, sumergido en un océano de lucubraciones históricas, lo cual acentúan aún más sus rasgos herméticos. Dejad que La Petenera sea carne de poesía con trasfondo trágico. El sabio Aristóteles creía que en la poesía había más verdad que en la historia. Dejemos cantar a la poesía con su hondura y su verdad. "La memoria es también la verdad y la vida, otra manera de la sangre", en boca de Félix Grande. Dejemos a La Petenera airearse con el soplo de la fantasía, de los sueños. Dejemos que la mujer siga conservando su enigmático atractivo.
LLeva Paterna en su alma
AQUEL FASCINANTE HOMBRE DEL PARCHE EN EL OJO
La aventura acabó del vuelo libre a la oscuridad de los calabozos.
CUANDO VOLARON LOS ANGELITOS NEGROS
El cine Andalucía resistiendo las embestidas del tiempo
Como al maestro Antonio el Perro y al genial Niño de la Cava –sus figuras siempre estarán en la candela y en los vientos del emocionado recuerdo– a Rufino lo han fundido en bronce, le nombraron calle y pergaminos y otros honores que saborea en vida y de camino, honrar también a tantos cantaores buenos salidos del vientre de Paterna. Y puede pasear cada día por su gloria en la tierra, por su memoria tangible que se roza con la yema de los dedos. Su sombra compartida con su busto de bronce,¡ y que vuelen muchos almanaques!...
. Por soleá o por alegrías. Que la vida vino así: del sudor del campo a la candela del vino. Niño de yuntas y recuas ; de escarchas y trilla. Con el arco del cielo marcando la hora. De sol a sol. Del primer cante al aroma del gazpacho o al crepitar del rescoldo. Y la terne injusticia arrugando los cueros - y las entrañas - en un panorama blanquinegro. De la era a la fragua. De la alondra al cárabo. Y la paloma libre. Y el arroyo claro retratando la mirada infantil.
En la religión del sufrimiento de la gente del campo, nació el niño Frasquito o el Niño de la Cava y sus ayeos solitarios hasta que llegó el palosanto de la guitarra.. El agua, el aire, el fuego y la tierra ( madre natura) ha renacido a un señor del cante.
Cuando la esfinge morena del Niño de la Cava, se destapó entre la bandera de la tierra, otros llantos –los de la emoción- corrieron por el semblante familiar. Dolores, la mujer de su vida, le puso una rosa en el pecho de bronce, mientras que la luna relucía grande arriba. Y Paterna de Rivera con su Petenera al fondo.
Año 1986. El autor del blog,entre dos grandes amigos (de imposible olvido) el escritor Guillermo García y el
EL TIEMPO SUELE DESPINTAR LA MEMORIA
ESE PODER MISTERIOSO QUE SOBREVUELA EL ARTE
Rufino de Paterna un buen cantaor y un cantaor bueno. Un ángel con ángel. Faraón de la bondad. Una vida de cante y cantada. Que supo –desde que la madre le regaló la primera luz- que no es lo mismo cantar bien que saber cantar. Su retrato, aireando siempre con la voz y sus sombras luminosas, el paisaje de su pueblo que también canta, se alegra, sufre y se queja desde su silencio de cal.
Una vez más lo que parece no es. No estoy cantando sino presentando a un gran cantaor: a Rufino de Paterna en una actuación en Paterna de Rivera.
Una vez más lo que parece no es. No estoy cantando sino presentando a un gran cantaor: a Rufino de Paterna en una actuación en Paterna de Rivera.
NIÑO DE LA CAVA EN EL BRONCE DE SU MEMORIA
El Niño de la Cava (o el entrañable Frasquito) con Jesús Cuesta Arana en los días de mucho vino y más rosas.
Ya está para siempre el cantaor en una placita al aire libre de la calle. Grito callado de quejios y lágrimas juntas. El hombre del campo - metal la memoria - dando compás a la sombra encendida .
. Por soleá o por alegrías. Que la vida vino así: del sudor del campo a la candela del vino. Niño de yuntas y recuas ; de escarchas y trilla. Con el arco del cielo marcando la hora. De sol a sol. Del primer cante al aroma del gazpacho o al crepitar del rescoldo. Y la terne injusticia arrugando los cueros - y las entrañas - en un panorama blanquinegro. De la era a la fragua. De la alondra al cárabo. Y la paloma libre. Y el arroyo claro retratando la mirada infantil.
En la religión del sufrimiento de la gente del campo, nació el niño Frasquito o el Niño de la Cava y sus ayeos solitarios hasta que llegó el palosanto de la guitarra.. El agua, el aire, el fuego y la tierra ( madre natura) ha renacido a un señor del cante.
Cuando la esfinge morena del Niño de la Cava, se destapó entre la bandera de la tierra, otros llantos –los de la emoción- corrieron por el semblante familiar. Dolores, la mujer de su vida, le puso una rosa en el pecho de bronce, mientras que la luna relucía grande arriba. Y Paterna de Rivera con su Petenera al fondo.
rapsoda Isidro Gómez (de blanco).
EL TIEMPO SUELE DESPINTAR LA MEMORIA
Con el mapa metereológico revuelto, inclemente el tiempo en la atmósfera y en las entrañas doloridas como la soledad del aire que se comporta, la mano de la Parca tachó el último día de la vida de Guillermo García Jiménez. No sin antes darle aviso en larga y perezosa enfermedad que se aquerenció en la fragilidad de su cuerpo; convertido ya casi en una pavesa a merced del viento. Cuando vi a Guillermo - por última vez - en la calle Ancha algecireña me pareció una escultura de cristal que fuera romperse de un momento a otro: “ Va uno por la calle ya con un bastón y un cartel en el pecho donde pone muy frágil”. Y sin embargo, por dentro se oía el sordo murmullo de su torrente de vida ; de jugar al trompo con la memoria todavía fresca como la fuente romana de la Salada de Alcalá de los Gazules donde arrancó a la vida en al año 1926.
Guillermo García, viniera como viniera los vientos, no perdió nunca el hilo y seguía dándole alivio al sufrimiento escribiendo sus memorias - hasta el último aliento – retratando letra a letra lo que fue su vida en la vida. Para contar que bajo su sosegada apariencia y fe de carbonero había mucha fogarata; lágrimas de penas y alegrías.La historia en la niñez y en la flor de la edad no fue generosa, ni buena, ni justa con él: sufrió en primera persona las trágicas sombras de la guerra. Del “triste fregao” del 36,como decía Rafael el Gallo. Sacaron a la madre,Ana Jiménez, al rayar el alba solo por bordar una bandera contraria a la idea de los facciosos. Ana. como una Mariana Pineda alcalaína,inocente;una niña encanecida a la que “se llevaron” para vestirla de fuego y muerte aliviando el aire del crimen el sonido de la alondra madrugadora y los gallos como relojes de sangre alertando más la noche que el amanecer.Y luego vino la lágrima junta del desconsuelo;de la herencia de los dos frentes sangrientos. La larga guerra de la posguerra. El silencio sobre fondo negro con banderas victoriosas al viento sobre el grito terrible “¡Viva la muerte!” de un general atrabiliario y como un colador por heridas de guerra. El exilio interior. Y Joaquín jiménez –el hermano de Guillermo y muchacho de la guerra – rumbo a la Argentina, por predicar ideas krausistas y malos ejemplos a los trabajadores sin pan, ni sal y ni aceite. Huyó Joaquín una mañana camino de la mar con su Quijote debajo del brazo marcando con lágrimas sus pasos ateridos. Con acento porteño regresó .Disfrutó casi nada de la tierra que le dio la primera luz.. Al poco tiempo se fue para siempre. Cambiando su retrato por otro retrato de aire.
Así que, Guillermo, –como en novela trágica – , vive de cerca y sufre la muerte,el exilio, la sinrazón, la hambruna; la injusticia, la libertad sin vuelo,sin alas y a pesar de los monstruos goyescos del sueño de la razón,poco a pòco fue echándole miel a la vida viajando por los sueños compartidos con Catalina,su mujer y Antonio Jesús, Francisco y Ana Beatriz, sus hijos .Entendió Guillermo siempre que los números rojos y negros de los slmanaques no cesaban de trabajar y había que echarle azogue a los espejos sombríos. Con la niñez rota y arrullado por almas nobles, fue el hombre ,-poquito a poco - con escaso equipaje,un día perdido tomar el primer tren que pasara para canjearlo por el tren de hojalata donde viajó entre la magia y las ilusiones su infancia. Fue a hacerle frente a la vida sin más arreos que un lápiz y una cuartilla de papel para recrear los fantasmas vividos.
De Alcalá de los Gazules voló a Algeciras para nutrición del cuerpo y el alma si fuera posible. Cambió la hosca realidad pasada por la fértil imaginación innata y se puso a revivir el tiempo perdido y encontrado. A rescatar el aire vivido;pero eso si: sin rencor. Recreo más la escampada que la tormenta .Borró la sangre a base de tinta. Y narró su vida entonándola con retazos de luz y huyendo de las sombras espesas. Prefirió a Charlot o a Peterpan que a los soldaditos de plomo. Cultivó amigos aquí y allí. Cinco libros escritos (Estampas algecireñas ,Capricho árabe, El Castillo de los Gazules. Lamento campesino y Los Barrios ); un fajo grande de artículos donde trataba de cine –su gran pasión -,arte, música clásica, remembranzas, conferencias, y todo lo que emanara fina sensibilidad. En fin: intentó recomponer con elegante pluma un collage de sentimientos contrastados de la niñez escapada.
Como en e verso del Fabio en su Epístola moral, Guillermo, “igualó la vida con el pensamiento”.
Esto, no elegía de urgencia, cosa que abominaba Guillermo. Por eso he tardado meses en escribir éstas líneas para la imborrable memoria de un hombre que escribía tan bien como bueno era y que se desviva con la amistad y la pasión a sus dos paisajes: Alcalá de los Gazules, el de la niñez, y Algeciras el del hombre Dos soles que iluminó su vida. Dos astros que alejaron como la cruz de sal a la tormenta,- en la superstición popular – las malas sombras que no dan fresco sino dolor.
Una tarde soleada de invierno –con el sol frío - en la Plaza Alta de Algeciras, entre el vaho de las entrañas y el humo del café,con la mirada perdida, quién sabe sin en los rincones o en las ferias de su infancia,le oí decir,mientras en su semblante se esbozaba una sonrisa parda:”El tiempo suele despintar la memoria ”.Sé más o menos lo que quiso decir. En su caso la memoria animó y animará los cinco colores del arcoiris.. La memoria de Guillermo se hará siempre eso : memoria.
Jesús Cuesta Arana
FERNANDA, ENTRE EL DRAMA Y LA BUENA SOMBRA
Hay secuencias en la vida o ráfagas en la vida –desde la luz a la sombra–que se quedan clavadas para siempre en la memoria, en la mente. Ni el tiempo ni el agua las despinta. Lo que se cobija en el espíritu desde lo nimio a lo sublime marca. “Al final nos queda lo que nos queda”, en el espléndido verso de Lope de Vega.
La historia de mi primer encuentro con Fernanda de Utrera arranca una noche de verano. El sol había dejado su presente de calor. Volaba un sábado 23 de agosto de 1975. Festival flamenco de altos vuelos en Alcalá de los Gazules. El cartel para no desmentir: La Perla de Cádiz (una de sus últimas actuaciones, antes de que los clamores tristes sonaran por ella), Curro Malena, Fernanda y Bernarda de Utrera, Fosforito, José Menese, Pansequito ,Turronero (alcalaíno por azar, los feriantes nacen y mueren donde le cogen) y Habichuela y Paco Cepero a las sonantas ¡Un cartelazo!
Con los visos de la madrugada, subió al escenario una gitanaza, toda vestida de negro con pañolón incluido, haciendo juego con una selva de pelo donde se recalcaba el fogonazo de una rosa roja. “Voy a canta por soleá, vamos a ver si la caló de la noche se ajunta con tó nosotros. Aunque hay veces que la dichosa caló la enfría a una por dentro. ¡Vamos allá! ”. Instantes después su voz laina, ronca y estremecida rajó la atmósfera de todo el pueblo: Quisiera ser como el aire/ pa yo estar siempre contigo/ sin que lo notara naide. Todo amarrado siempre en el recuerdo de aquella belleza enigmática –toda escalofrío y pozura atávica– retorcida como olivo viejo, abismática, con los ojos cerrados conjurando los duendes que son los espíritus más apegados a la tierra. Una de la voces con más estremecimiento en los cantes axiales (toná, soleá, siguiriyas) entre la amargura y un mundo “mu mal repartío”. El duende como poder –y no obrar– misterioso sale desde la hondura de la tierra, lo mismo que entra por la palma de la mano, hasta abrasar todo el cuerpo en estado de gracia. Escribir cuatro líneas sobre una persona con tanta divinidad atávica y tantos matices contrastados implica un cierto riesgo: que las sensaciones abotarguen las palabras y la terca amenaza de caer en el topicazo. Fernando Quiñones ante el célebre retrato de Enrique el Mellizo, no pudo callar: “ Este tío tenía que cantar bien por fuerza”. Aguda observación aplicable también a Fernanda. La madre la parió con ésta predestinada fisonomía. Se le traslucía el candelorio interior.
A Fernanda, hasta en la sonrisa se le notaba por dentro una soterrada intensidad dramática. Inspiradora de éstos ceñidos versos de Salvador de Quinta: Con mil fatigas por dentro/ y una sonrisa por fuera/ Fernanda:/ la que canta por soleares/ mejor que nadie las canta.
Así que pasaron veinte años, aunque no fueran nada como en la letra del célebre tango, el tiempo siguió trabajando, sin descanso, sobre todos nosotros. En un tren de cercanías me acerqué desde Sevilla a Utrera con una meta: hablar con Fernanda y recabar de primera mano algunas impresiones sobre el Pasmo de Triana, para una una extensa biografía de 600 páginas que uno andaba pergeñando sobre el torero más ilustrado –amigo de artistas e intelectuales y voraz lector– y misterioso de todos los tiempos.
No conocía a la mujer de cerca, siempre la vi en la media distancia, a la luz de los escenarios. De modo que aquella primera visita tomaba cariz de aventura. Aunque a decir verdad, lo que pudiera parecer osadía por mi parte, iba respaldada por la tarjeta de presentación del doctor Rafael Belmonte, hermano del genio trianero, poeta y flamencólogo de respeto y “médico analisista” en el verbo castizo de Antonio Mairena.
Fernanda y Bernarda de Utrera rodaron –en la flor de la edad– en Gómez Cardeña (finca utrerana de Belmonte) Duende y misterio de Andalucía, de Edgar Neville, un documental enfocado desde el “cielo, suelo y entresuelo” en deliciosa expresión de Rodríguez Marín, sobre el numen meridional.
Me topé con la casa donde uno sabía habitada por la papisa de la soleá. Lentamente se fue deshojando la puerta y apareció entre la penumbra una mujer con un mar oleado de arrugas; pero avellanada, intemporal y acentuando su atractivo y enigmático semblante. La faz salvajemente bella y serena a la vez. Un refilonazo de sorpresa se pintó en su rostro al ver al anónimo visitante que presto se presentó y y dio razón del padrino de ceremonia de aquel primer encuentro
–Vengo de parte de Don Rafael Belmonte
–¡Buena referensia!,¿usté me dirá? –con la voz afillá (ronca).
–Me recomendó, ¿sabes quién te pueden hablar de mi hermano Juan? : ¿Las niñas de Utrera.
Oír esto la imponente gitana, a compás de una carcajada, me soltó más rauda que un vencejo:
–¡Ay!... ¿Ay? ¿Las niñas de Utrera? ¡ Más viejas ya que un núo!
De éste modo todas mis brumas se disiparon por el permanente estado de buena sombra de la legendaria cantaora.
Pasamos a una salia repleta de recuerdos y emociones vigentes entre un aroma ambiental de manzana y clavel. En aquel museíto de la vida vivida de Fernanda, con su mirada renegrida, de esas que paran el reloj fue conjurando recuerdos. Como todavía con el fresco de la infancia empezaron a cantar por los patios y tabancos. El pan y el aceite ganado con sudores y kilómetros hasta llegar a la Zambra de Madrid (1957), El Corral de la Morería. Premios Nacionales de soleares y bulerías, entre ellos el prestigioso de la Cátedra de Flamencología de Jerez de la Frontera. Inauguran el tablao de la Brujas. Excelente discografía. Incontables actuaciones y festivales.
–Yo nasí en el año 23, de una familia de mu güena sangre flamenca, mi abuelo era el Pinini, ¡así que ya te puede figurar!
Viaja por Europa y África. Y Nueva York donde actuá en el Pabellón Español de la Feria (1968). La gracia repajolera de Fernanda sale a relucir también en una de las terrazas del Hotel Waldof Astoria, a la vera de la Quinta Avenida, escrutando entre el bosque de rascacielos, con la estatua verde de la Libertad al fondo, brujulea de aquí para allá y pregunta a su hermana Bernarda:
–¿Por donde caerá Utrera?
La visita toca a su fin. Le pregunto por su hermana Bernarda y me dijo que la pobresita andaba en el cuarto de al lado penando con un fuerte dolor de clavo. Unas postreras palabras:
–Ya está una acolchá con tantos recuerdos por medio. Menos mal que todavía hay ganas de cantar; aunque sea lo que una lleva sufrío.
Tomé el tren de vuelta. Con el recuerdo flamante de su último tercio por bulerías cané tamborileando sus nudillos sobre la mesa: Te tengo yo que poné/ con solo una miraíta/ tú me tenía que comprendé.
En Utrera, están las dos –perennes– retratadas de cuerpo entero en bronce, siempre deseando revivir. La memoria también sabe cantar. Esta vez con mucho jipío gitano. ¿ Por dónde caerán en el firmamento aquellas dos estrellas gitanas?
EL TOREO SE QUITÓ EL SOMBRERO
POR
RAFAEL DE PAULA
El autor de espada de relleno, entre Curro y Paula ¡Casi nada!
En la plaza de las Ventas, si
un suspiro quería entrar se quedaba en la calle. Se acabó el papel.
La tarde olía a gloria. En el aire soplaba fuerte el viento oscuro
del misterio. El cartel el finibusterre del arte: Joselito y Morante.
Gracia y encanto a granel. El público expectante arañado ya por la
emoción del momento. Los toreros no vestían de luces, pero como si
lo hicieran. El traje corto se bordaba ésta vez con los hilos más
sutiles de seda y oro para homenajear a una leyenda del toreo: Rafael
de Paula.El gitano de Jerez. El arcano del toreo. El talento gitano
que siempre sintió y miró el mundo diferente a los demás. El
hombre que como Unamuno sintió el pensamiento y pensó el
sentimiento.. El gitano grave, majestuoso, imponente, inefable que
buscó en el toreo - lo mismo que Manuel Torre en el cante- el
tronco negro del faraón. El torero que desde que madre lo echó a la
luz en su Jerez, aprendió que en la poesía hay más filosofía y
elevación que en la historia. El hombre que siempre lleva la música
y la procesión por dentro. Porque es admirado con exaltación es una
leyenda. Y porque está rodeado de extraordinaria estima es un mito.
Mito y leyenda. Un mago gitano contrario a las leyes naturales,
porque tiene hechizo. Mimado a partes iguales por los duendes que son
espíritus de la tierra, que por el ángel que son soplos celestes.
Como en el verso barroco de López
de Vega, Rafael de Paula ha ido dando pasos perdidos –su vida es
así- por la tierra que toda es aire.
Rafael de Paula, como el otro - Rafael
El Gallo- cuenta los años por primavera. Y en las Ventas la
primavera estalló. En medio del gentío. La plaza a tente bonete, se
veía un sombrero gris plata, perlado. Todo el mundo echaba la mirada
hacia aquel sombrero flamenco, entallado y planchado. Corona de
fieltro para un “emperaó” gitano del toreo. Rafael de Paula. Las
ventas un clamor y una lágrima de emoción juntas.
La plaza entera un aplauso. Y Rafael
salió a saludar a corresponder como en las tardes de oro y azabache.
Caminó lento hacia el tercio, con la parsimonia de un antiguo rito.
Vestido impecable de oscuro y camisa alba con chorreras y pañuelo
blanco pureza al bolsillo que luego iba a servir para enjugar la
emoción. Se destoca y levanta el sombrero al aire en una mezcla de
brindis y saludo. Más bien que saludar, Rafael brindó toda su vida
y memoria torera. Luego arrancó otros pasos más y se fue hacia el
centro del ruedo. El sombrero arriba giraba a los cuatro vientos de
la plaza, como una veleta de los recuerdos. Y en el aire parecía
resonar la voz celiana de que el último enemigo de la soledad es la
memoria y nadie jamás se quedará sólo mientras recuerde. La plaza
de toros de las Ventas o el toreo mismo se quitó el sombrero por
Rafael de Paula. Rafael de Paula besado por la lágrima, sólo en la
inmensidad del ruedo. En medio de una soledad sonora. Rafael de Paula
–sin cuerpo- toreando los toros del plenilunio. Los toros vividos.
Los toros sentidos. Rafael de Paula –místico y mágico- saludó y
brindó la mejor faena de su vida: la de su eterno reconocimiento al
teorero más sentidor y misterioso del arte de torear. La sombra de
Rafael de Paula. Sombra que aquella inolvidable tarde en Madrid 1 de
abril de 2006, se reflejaba en la arena como una llama oscura. Aquel
día para la memoria, la historia y la poesía y el arte del toreo,
en que el genio de Jerez, vistió su alma de luces y se fue a brindar
al centro de la plaza de las Ventas caminando sólo en su espíritu y
en su silencio. El sombrero de Paula, se convirtió por arte de
birlibirloque en un microcosmos donde cabía toda la torería dentro.
Terminada la tarde Rafael de Paula,
junto a Joselito y Morante de la Puebla abandonaba la plaza. Otra vez
el sombrero señalando el cielo. ¡Torero! ¡Torero! ¡Torero! Era el
clamor general. En el público reinaban los gitanos. Se vio a una
preciosa gitanilla con lágrimas en los ojos. En el cielo avisaba ya
el crepúsculo belmontino. Y llegó la noche. Y con la noche , los
sueños...
(Rafael el Gallo o el Divino Calvo uno de los toreros más habitado por los duendes)
Escribir cuatro lineas bajo el dominio de la emoción no es aconsejable sin caer en sensiblería y el topicazo. Mejor es dejarla enfriar y tratar y evocarla luego o revivirla.
Cuando llega el “golpe celeste” o la bajada de las divinidades etérea a soplar en el numen del artista, ni él mismo puede acertar a describir ese poder –no un obrar– ,ese encanto misterioso e inefable que surge de improviso, como auténtica seducción cuando lo bello se conjuga con el drama, fenómeno que se advierte más a las claras en el cante flamenco y en el Toreo. ¿En qué atmósfera se propicia estos halos misteriosos? No hay ámbitos. Un torero en estado de gracia es capaz de bordar una faena lo mismo en la recoleta placita de tienta que en la bulla de una plaza de toros. El cantaor se rompe y se lastima por soleá el cuarto de los cabales que en escenario.”Cada torero debe ir a la plaza a decir su misterio”, decía El Gallo. En otras sensibilidades expresivas también surge lo inexplicable, lo que no cabe en el papel. La bailaora jerezana La Malena oyendo tocar al pianista Brailowsky en un fragmento de Bach exclamó: “¡Olé! ¡Eso tiene duende!” En cambio se aburría soberanamente con otros autores clásicos.
A Pepe Luís Vázquez, –que también dijo muchas veces su misterio–, le invitaron en Nueva York a un concierto de música clásica, al salir a escena el director ruso Igor Markevitch gritó un atronador ¡óle! (con tilde en la o) al confundirlo con el guitarrista Diego el del Gastor (de gran parecido físico ). Es fácil imaginar entremedia de tanto público selecto tan engorrosa situación. No olvidemos la preciosa observación de Manuel Torre al oír a Manuel Falla: “Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende”. Al contrario que las musas, el duende es un espíritu más terráqueo. Los gitanos andan en la misma fe de que el duende, entra por la planta de los pies y recorre todo el cuerpo. Según le oí decir, a Rafael de Paula le subia por la palma de las manos. Como una llama invisible que sale de la tierra. Estamos con Ricardo Molina cuando afirma que el cante flamenco está ligado al terruño con fuerza botánica y de la tierra prende su savia y vigor. Aplicable sin discusión al toreo.
Morante de la Puebla y José Maria Manzanares en la arena de la Plaza de Jerez, “pisan” en una suerte de calcare terram,(acto poseedor y fecundador)., como emblema de la irrigación de la tierra y sus arcanos. Las musas son más volátiles mientras que el duende esconde su soplo en la profundidad del subsuelo. El toreo es valor, inteligencia, personalidad y por encima del oficio está el arte y en otras esferas está la inspiración. Que llega sin avisar,en plena faena. Ese soplo inexplicable que domina por entero al torero y transmite por elevación y efecto mágico a los tendidos. El público se pone de pie, aplaude frenéticamente, vocifera o se queda en silencio, porque percibe al momento que una fuerza enigmática sobrepasa el temple del torero. Como si de repente el toro se olvidara de la carne y el torero del cuerpo. Ese prodigio lo hace el vértigo de lo misterioso.
Morante veroniquea y remata con acento belmontino. El público se desata. Se pone en pie. Sur guió de abajo el duende. Manzanares muletea en el centro de la plaza, con los pies clavados en la arena y rematando atrás. El público ruge. Duende. Morante quiebra en banderillas sobre las tablas. Delirio. Llegó el ángel. El banderillero Curro Javier pone en suerte al toro y el público se pone de pie. Ángel..(Hace unos días ocurrió los mismo con el peón Paco Honrrubia en las Ventas). El ángel con el duende no tienen nada que ver..Es un fogonazo. Gracia espontánea. un momento sublime. El duende al ser un enigma de imposible traducción, no pone a nadie de acuerdo. Inaprensible. Se ha hecho mucha literatura hueca. Y se ha empleado el término alegremente. No se puede convocar ; llega sin previos aviso. Es más fácil escribir en el agua –por mucho caletre literario que se tenga– que tratar de expresar cuando el cuerpo se rinde a los poderes misterioso que sobrevuelan al arte. Eso mismo me está ocurriendo en éstos momentos: no sé porqué razón incorpórea he escrito éstas líneas. Pero siempre, siempre, nos queda la emoción...
JOSE
LUIS PARADA O LA SUERTE DE UN AMIGO
A
José Luis Parada lo conocí una noche en su Sanlúcar de Barrameda.
En la tierra de su aire y,… su sangre. Fuimos a participar en un
coloquio en su peña de la calle Trasbolsa y desde aquel preciso
instante supimos el norte de uno y del otro y hasta hoy.
Aunque
nos veamos de higos a brevas, siempre que nos encontramos nos
fundimos en un cálido abrazo torero (sobre todo por su parte, ya que
a José Luis, se le transparenta el toreo hasta en los momentos más
prosaicos).
Tenía
el torero sanluqueño un compromiso de los que quitan el sueño: a
escasos días toreaba en la Maestranza. Desde Sevilla a Sanlúcar se
establece con el hilo del río universal una corriente más
sentimental que de pura agua. José Luís es uno de los toreros que
mejor han descifrado los silencios imponentes del coso del Baratillo.
Decir
Sevilla era torear entre la manzanilla y el azahar.
Aquella
noche primeriza en la amistad con el torero, tocado por no se qué
viento mágico, –uno que nunca tuvo espíritu de adivino– le
auguré restregándole la mano por la espalda: “José Luís habrá
triunfo. En uno de los dos toros llegará el lucimiento. Ya lo
verás”. Y así fue. A veces el azar y las buenas intenciones se
confabulan. Una oreja con sabor a gloria en una faena que salió todo
el mundo comentando por la Puerta del Príncipe. Le tocaron palmas
por bulerías. Le soltaron palomas al vuelo. Y se veía al torero con
terno azul Picasso y remates negros con la faz iluminada por el calor
y el peso del triunfo, caminando toreramente, salpicado su paso por
rosas y claveles que volaban desde el tendido. Una metamorfosis de
flor en pájaro.
A
la salida de los toros –entre la bulla– oí decir a una mujer
jerezana: “Me emociona mucho Parada, porque torea como habla: con
mucha dulzura”, una versión del archidicho belmontino que se torea
como se es.
Hablar
con José Luis Parada es imaginarlo toreando. La palabra justa y
templada. Y todo ello desde un poso y pozo de buenos sentimientos. Es
natural como la espuma del mar. Sereno como la brisa de Bajo Guía.
Nunca en la vida ni en el toro se le ve artificioso. La alharaca no
existe en su devocionario y diccionario cotidiano. Se presenta
siempre sin falsos ropajes ”desnudo como los hijos de la mar” en
el numen de Antonio Machado. Es discreto –como todos los talentos–
y sencillo por bienaventuranza. En cualquier orden de la vida los
genios o las mentes privilegiadas son gente cercana, porque no son
fatuos y saben percibir con toda claridad la línea imaginaria entre
la realidad y lo ficticio.
José
Luis Parada, del éxito atronador ha pasado sin solución de
continuidad a la soledad escogida de la vida del campo. Viviendo cada
día el espectáculo de la naturaleza. De la solanera al levante y
viento sur; de la escarcha o el rocío a la hervina y a la herriza;
de los claros a la apretada umbría del monte; de las aves de
invierno reflejada en los charcos al vuelo del pájaro en las
marismas. De la brisa camperomarinera al rebordeo inquietante del
toro bravo en la celera de la primavera.
Parada
sabe lo que es subirse a la barca del triunfo y a la barca del
humilde pescador. Por eso, –si los duendes son propicios–sabe
cantar por derecho, porque se acuerda y se acordará de lo echado
atrás y toreado.
Siempre
que puede el torero marismeño se da una vuelta por los orígenes
para abrazar a la gente de la infancia de su Sanlúcar, que son esa
misma gente que le tiraban palomas al vuelo en la Maestranza.
Ha
pasado el tiempo. ¡Cómo han corrido los números negros y los
coloraos!. Me invisto de nuevo –con mucha ventaja– de profeta de
secano y bravío : “ Nuestra amistad va a durar para siempre, José
Luís y cortaremos orejas”. Seguiré siendo tu talismán; aunque
ya no vistas de luces. Mañana o cualquier otro día, nos daremos
otro abrazo y al menos por esos breves instantes, se me habrá pegado
tu torería. Y allá arriba en el cielo purísima cruzará siempre
una paloma blanca de nube confundida.
OTRO
TORERO QUE SE OLVIDÓ DE SU CUERPO
La
figura del torero se ha movido siempre desde el arquetipo. A veces,
como concepción simplificada del modelo originario o al variado
muestrario de tópicos y estereotipos. Algunos de ellos fraguados en
el siglo XIX al eco del romanticismo. Tanto la literatura como las
Bellas Artes dan fiel testimonio.
El
torero juncal, cimbreño, “moreno de verde luna”, fachendoso; con
marcha castiza y abalorios o con todos
sus avíos
deslumbraba a la parroquia y sobre todo al mujerío de rompe y rasga.
La imagen del torero bien plantado era connatural a la “gente del
bronce” con su espesa atmósfera de juergas, mancebías, tabancos,
timbas y humo. Por otra parte, en el Cossio.
en La Lidia o
en cualquier revista de la época se retrata una plétora de toreros
corpulentos ajenos al ideal físico y aparentón: Manuel Domínguez
Desperdicios,
(conocido también con el horrendo mote de Jaca
Tuerta) ; Antonio
Carmona El Gordito,
Antonio Sánchez EL
Tato, José Sánchez
del Campo Cara-
Ancha, Luis
Mazzantini, Rafael Guerra Guerrita…
por no citarlos a todos y que fueron claves para hilar el toreo. No
obstante, –trabajado el tiempo– el torero se fue mirando poco a
poco por dentro. Aquel torero decimonónico que ha tabaco y a sudor
tenía que oler, ha tenido su contraposto
en otra imagen
alejada de lo puramente físico. Con otra filosofía u otra estética
y ética basada no en la apariencia, sino en lo puramente sustancial.
Aunque hayan habido toreros de todas las épocas que hayan rendido
culto al cuerpo. Pero eso es algo intrínseco a la persona, sin
necesidad de vestirse de luces. En la comedia humana hay un rico y
variado muestrario.
La
historia señala a un puñado de toreros en la otra orilla de la
belleza objetiva. De Juan Belmonte decían las mocitas trianeras “feo
en la calle ; bonito en la plaza”. A Manolote en sus comienzos le
llamaron “cigarrón vestido de luces”. A Mazzantini, ventrudo
currutaco. A Nicanor Villalta, ya con cierta edad, en Madrid le
llamaron zangolotino. ¡ Para qué seguir…! No hay que echar al
costal del olvido que la conformación física del Pasmo de Triana
fue determinante a la hora de asentar el toreo moderno (brazos largos
como hechos para torear y piernas cortas y poco ágiles).
La
fortaleza torácica de Rafael Ortega le ayudó con la espada y además
dotando a la suerte de un alto valor estético o plástico. La imagen
viril de un hombre haciendo la cruz y volcándose a carta cabal sobre
el morrillo del toro. En palabras de Pemán: “Las maravillas
plásticas del arte de torear tienen una razón estética fuertemente
ligadas a una razón anatómica”. Este aserto se puede ilustrar a
la perfección contemplando –un ejemplo– la media verónica de
Belmonte y la estocada de Rafael Ortega. Sus cuerpos se transfiguran
de tal manera que producían aire dentro del aire. En la quietud
fotográfica abunda más la estética –en esa fugacidad del
instante– mas que en las imágenes en movimiento. Por eso Rafael
Ortega se alistaba con el mago de Triana a la hora de torear, de
ejecutar las suertes. Se dejaban olvidado el cuerpo en casa y se
transformaban en esencia y sustancia. “Lo esencial es invisible a
los ojos” (Saint-Exúpery).
Rafael
Ortega, el torero de la Isla, sabía que era en el corazón donde se
anidaban todos los misterios de la vida. O lo que viene a ser lo
mismo: “El arte –según Torrente Ballester– es un juego con la
realidad. Un juego serio porque sale del corazón”. Y más serio
todavía en el arte de torear porque está en juego la vida del
artista.
Un
primer espada de la crítica Cesar Jalón Clarito,
apuntaba a Rafael Ortega como “un torero de cuerpo espeso, cuello
escaso y en fin, mal conformado”. ¿Qué conformación física
tiene que tener un torero? Que vengan los sabios y echen sus cuentas
y lo expliquen. La historia esta cuajada de toreros magníficos con
desigual porte físico: altos, bajos, anchos, entecos, gráciles,
desangelados que han dejado una vida gloriosa en la Tauromaquia.
¿Quién
no recuerda al inolvidable Miguel Márquez o al mismísimo Ruiz
Miguel crecerse ante divisas de gran alzada?
Dos casos claros –por no mentar más– de transfiguración. Se me
viene ahora a la mente (o las mientes) la graciosa observación de
una gitana vieja que oyendo cantar a Silverio Franconetti, en estado
de gracia, dijo : “Canta mu
bien, mu
bien; paro le
encuentro un defecto: que tiene los pies mu
grande”.
Siempre
con el eterno dilema del fondo y la forma. Es fácil suponer que no
hay fondo sin forma, como no hay forma sin fondo. Una cosa no excluye
a la otra. Un aforismo antiguo dice.” Los ojos para ver; la mirada
para sentir”.
Ángel
Fernando Mayo apela también a la figura de Rafael Ortega como
“recia, ancha, no elegante o graciosa, de pajizo vaquero de los
esteros de San Fernando –( ¿ ? )– o de rubio marinero de la
escuadra de Nelson” (uno diría mas bien de almirante). La
concepción de elegancia en el toreo es un sacramento de difícil
administración. De dudosa vitola. Al valiente torero Cayetano Sanz,
por su porte y presencia, lo llamaron de por vida “ El Petronio
del Toreo”. El arte y la ciencia del toreo es gracia interior,
ingénita. Duende o ángel a discreción o buenas maneras o saber
hacer las cosas con donaire; pero nunca elegante. De la elegancia en
el toreo al estilismo o la afectación hay el canto de un duro o
de un euro.
Sin
embargo, Rafael Ortega
era elegante en la plaza y en la calle. ¡Con qué elegancia natural
lucía la capa española! El que escribe –tuvo la suerte de hablar
muchas veces con el maestro– lo recuerda una noche fría en Alcalá
de los Gazules, con motivo de unas charlas taurinas. Se presentaba el
torero impecable. De pronto, vino una racha de viento a perturbar su
cuidada compostura removiéndole violentamente la capa negra con
vuelta roja (que lucía tan airosa como Fuentes Bejarano) y con un
movimiento torerísimo de brazos, –como una especie de galleo–
volvió a componer o a recomponer su figura torera.
Rafael
Ortega no olía –ni quería oler– a torero. Sino que su figura,
su memoria, su entendimiento y su voluntad (como las tres potencias
del alma que se decía) evocaba mas bien la de un sabio en
Tauromaquia. Tan sobrio y tan luminoso a la vez como una pirámide
de sal.
Rafael
Ortega echó el cuerpo en San Fernando a la par que su espíritu
torero. Nació. vivió y se fue en la Isla entre la luz del campo y
la mar. Por compostura y carácter fue un clásico; no separó nunca
sus ojos del pasado. Siendo como era un torero al abrigo de la Bahía
de Cádiz, su toreo tenía en cambio el sabor de la Serranía de
Ronda. Concibió su obra desde la gravedad sin floreos, ni alharacas.
La manera rondeña de torear era la que mejor le cuadraba a su perfil
anatómico. Un artista científico que tenía el toreo en la cabeza,
pero alumbrado por el corazón. Su entrega lo llevó mas de una vez
al descansillo de la muerte. Sabedor era el isleño que hay toreros
que tienen el corazón en la boca y otros la boca en el corazón. Que
no es lo mismo torear– en la prédica de Gregorio Corrochano –que
saber torear. Y que mientras, hasta que el mundo sea mundo, habrá
quienes saben lo que hacen o hacen lo que saben. El arte de torear al
fin y al cabo, se sublima –entre otras cosas – venciendo al miedo
con razonamiento y sueño.
Rafael
Ortega, en apariencia, en boca de algunos, no tenía hechuras de
torero ¿Para qué? En su obra queda elocuentemente desmentida tan
triviales observaciones. A la persona –o al artista en este caso–
se le mira por los ojos. Rafael Alberti vio y miró los ojos de
Picasso. Rafael Ortega tenía una mirada torera. Una mirada clara.
Una mirada azul purísima tal el color del terno de torear que le
gustaba lucir.
La
travesía íntima y sentimental de Rafael Ortega Domínguez, la hizo
siempre en la Isla de su “arma”. A la vera de su esposa Pepita,
con la sonrisa siempre abierta… a pesar del sufrimiento de ser la
diosa amada de un torero que se la jugaba cada tarde. Y los hijos que
siguen la rastra luminosa que dejó un hombre cabal, que se fue de
este mundo –como en el sentir machadiano– “desnudo como los
hijos de la mar”. Triunfó. Alcanzó la gloria a la vez que le
castigaron los toros como en los precioso versos de Maria del Carmen
Feria escritos como si fueran para él:
Va por un mar de cornadas
En su barquito velero.
No
era un torero Rafael, no, de duende, ni de musas parnasianas sino de
divinidades cañaíllas como brotadas de los esteros, de la entraña
y espíritu de la tierra y del aire. Toreó como era –sincero y
limpio– y como fruto de un paisaje sureño que iba de la dehesa a
las salinas. Con santa razón escribe otro Ortega –Ortega y Gasset–
que : “El ambiente es uno de los ingredientes de nuestra
personalidad, cada uno es por mitad lo que él es y lo que es el
ambiente donde vive”. El torero de la Isla era un trasunto de su
tierra; aunque por su toreo soplaran los vientos de Ronda. Era un
torero enterizo, pero navegante también por los mares de Heráclito.
Armonizaba a la perfección los contrarios. Era antibarroco y
romántico. No se adornaba como torero pero lucía capa española.
También era un clásico; pero dominado por la expresión. Parco y
serio en vista de la galería, pero ocurrente, sentencioso y
divertido en la intimidad. Tenía los pies en el suelo de la misma
manera que clavaba las zapatillas en la arena. A través de su
rotundidad física iba y venía un ser entrañable. En su testa cana
se cobijaba la biblioteca de Alejandría de “saberes” taurinos.
Un auténtico maestro. Un antidivo. La impronta del arte modelaba su
cuerpo cada tarde.
La
suerte de matar de Rafael Ortega era un monumento viviente de arte
efímero y que ha tomado cuerpo y vuelo inmóvil en una escultura de
bronce dedicada a él y que vestirá para siempre su memoria de
luces.
El
inolvidable poeta Rafael Belmonte (hermano del Pasmo) escribió éste
rotundo poema inspirado en el torero isleño llamado La
estocada:
Quieta
la planta, derecho
perfila
el bruñido estoque
gira
el cuerpo dando el pecho
buscando
gallardo el choque.
La
bestia sigue engañada,
el vuelo de la muleta
y
el hombre la planta quieta,
hunde
en lo alto la espada.
La
huella del tiempo al son de la memoria fue tallando su figura de
venerado maestro. Un cuerpo más épico que lírico. Nunca su cuerpo
fue vara de mimbre sino fuste de columna clásica, toscana tal vez.
Un cuerpo con mucha vergüenza y sangre derramada (más de una vez el
hada negra de la muerte se lo quiso llevar). Una conjunción del
toreo y la persona : hondo, serio, honesto, sin ventajas. Una pureza
con capote y muleta y supremo con el estoque.
En
un tentadero –un torerillo en ciernes– le preguntó azorado al
Pasmo de Triana:
– Maestro…
¿Qué hay que hacer para torear bien?
No
tardó en llegar la respuesta del genio con su proverbial tartamudeo.
– Mu-
mu – mu sencillo;
olvídate de que tienes cuerpo.
Rafael
Ortega, otro torero que se olvidó de su cuerpo. Por eso toreó como
toreó. Y con la espada el toro se mataba solo. Una vez escuché
decir a una vieja aficionada en Triana –Esperanza la del Maera–
que mirando el traje de luces vacío de un gran torero es fácil
imaginarlo dentro. Genial. Todas las cosas conservan el alma de sus
dueños.
Rafael
Ortega, echó un día en el olvido su cuerpo; pero su recuerdo
quedará siempre como una razón incorpórea reflejado en el espejo
de los tiempos.
En
San Fernando, la Isla, –con la vigencia de las gaviotas– siempre
darán razón por él. Siempre.
JESÚS CUESTA ARANA
Gran aficionado y polifacético artista
24/10/09
• Se pintaba ya la tarde sevillana. El lubricán. Ése momento mágico que adoraba Juan Belmonte. Era por primavera y el azahar en todo lo suyo. Por la calle adelante camino de la Gran Plaza, se veía venir un hombre recortaíto con el andar parsimonioso –como en el paseíllo-, pero sin marchosería hueca, sino con gracia repajolera que tanto dio y repartió por los ruedos.
Era la estampa viva del siempre torerísimo Rubio de san Bernardo, que ya – en vida- es alma y carne de bronce. Cité al maestro con la intención de hablar un rato sobre El Pasmo de Triana para una biografía que un servidor andaba escribiendo. Llegó el maestro con puntualidad taurina. Como debe ser. Al llegar a su altura le abordé:
–Buenas tardes, maestro.
Con cierto asombro el torero me responde con una pregunta:
– ¿Cómo me has reconocido?...
Algo perplejo solté como pude la respuesta:
–Sería una herejía que yo no supiera que estoy ante unos de los monstruos sagrados del Toreo.
Al maestro Pepe Luís desde el poso de su sencillez se le escapó por el semblante una ligera sonrisa. El hombre que ignoró siempre la fama y todo lo que oliera fatuidad.
Ya en un bar –a un tiro de honda de su casa- muy frecuentado por él. Me fue relatando –con su deje sevillano– episodios vividos junto al genio trianero. Los buenos días en los tentaderos en Gómez Cardeña, los ratos inolvidables en la tertulia de los Corales junto con el Divino Calvo (Rafael el Gallo). Los chispazos y salidas ingeniosas del Pasmo –según él– “eran como la Campana de Toledo”. La charla tuvo que desembocar a la fuerza con otro torero de su alma: Manolete. Con quien el maestro vivió tantos soles y tantas sombras hasta que llegó la tarde de Linares. “ Fue el número uno; pero sufrió mucho. Uno en cambio siendo el número dos andaba más a gusto”- soltó el maestro sevillano ésta realidad sin asomo de jactancia.
Con la apretura ya de la noche –traspasada ya la hora bruja- el tiempo había pasado como un suspiro. Como un reloj sin manecillas. Los camareros daban ya el primer aviso para cerrar. Antes para rematar se me ocurrió hacerle al maestro una última pregunta tópica, pero siempre trascendente, según cada uno responda.
–Don José Luís. ¿Qué es el miedo para un torero con tanto arte como usted?
Y la respuesta en un visto y no visto:
–Muy sencillo. El miedo se explica cuando se está sólo en la habitación del hotel en una tarde de corrida. Tumbado en la cama se le da muchas vueltas al pensamiento. Luego se levanta uno y…, se asoma a la ventana y ve que un vientecito remueve las copas de un árbol a la vista. Y desea con toda el alma, en ése momento, que ése aire apriete más y más y se convierta en una tempestad o que venga el diluvio universal y ésa tarde se tenga que suspender la corrida. Eso es el miedo para mí.
Entre una ligera bruma me atreví a responder al Sócrates del Toreo.
–Maestro, pero luego vienen otras muchas tardes sin vientos y sin tempestades.
Y el sabio artista remató así la cuestión:
–Si. Pero de ésa tarde me libré y en vez de pechar con dos toros, me voy a la tranquilidad de la casa, al rescoldo de mi familia.
La gracia de Pepe Luís como su suerte del 'cartucho de pescaíto frito'. Habla toreando y torea hablando, esos sí siempre con la cabeza y el sentimiento por delante.
Pepe Luís Vázquez, (o don José Luís Vázquez Garcés), siempre con su Maestranza al fondo y la Giralda latiéndole el corazón. Más torero y sevillano imposible. Y que siga el Río Grande corriéndole por las venas. Con el sólo caminar por las calles, el viejo torero con su donaire viste a toda Sevilla de luces.
Aunque llegue el frío, la calor y el otoño con sus hojas muertas siempre será primavera para el maestro –rubio arcángel- del barrio de San Bernardo. Donde siempre, por los siglos de los siglos, correrá o jugará al toro su alma de niño y siempre per sécula seculorum darán razón por él.
TARDE DE TOROS EN EL
CINE DE VERANO
JESÚS
CUESTA ARANA
El cine ha
contribuido, sin duda, a la difusión de la Fiesta en una época
donde las diversiones eran escasas. Los tiempos discurrían como en
la mayoría de las películas: en blanco y negro. Todavía al pueblo
no había llegado el celebrado tecnicolor. Estamos a finales de los
cincuenta, donde la inmensa mayoría de las pequeñas poblaciones no
contaban con plaza de toros. De modo que para ver una corrida solo
quedaba el recurso de ir al cine, la televisión y las secuencias
taurinas del Nodo. Muchas criaturas de no ser por el celuloide jamás
hubieran visto de cerca; aunque fuera virtualmente la atmósfera de
una tarde de toros.
Por aquel entonces, si
un torero no contaba sus hazañas en una película no era nadie.
Hasta había algunos con buena fibra de actor: Luis Procuna, El
Cordobés, Pepín Martín Vázquez, Miguelín…
Hoy por el contrario
el cine taurino duerme en el fondo de las aguas sus mejores glorias.
Aún está por hacer la gran película. No corren buenos tiempos para
la lírica ni la filmografía taurina. El torero ha perdido su punto
de romanticismo y hay que sortear por otros vericuetos más
complejos, acorde con la bulla de los tiempos. La figura del torero
–otrora heroica– navega por otros mares menos folletinescos. Son
otros los arquetipos. El torerillo desarrapado e inclusero tocado por
la cruda realidad del hambre y los pitones de la miseria han pasado
por suerte a la avinagrada historia. El torero hoy –el que se
presta– es carne de novela rosa o prensa del corazón y otras
vísceras a consumir. Todo cambia y todo llega. Los maletillas ceden
los trastos o el hatillo a los estudiantes de Tauromaquia. Pero ojo,
en el toreo y en todo se valora más la originalidad que la
innovación. El ser “ca uno es ca uno” como
filosofaba el Gallo.
Os cuento: finales de
los años 50. El que suscribe, era niño cargado de inocencia con
pantalones cortos y mirlo (flequillo) en guerrilla. Noche calurosa.
En el cine de verano el no hay billetes. Echaban la película Tarde
de toros. El cartel de lujo: Domingo Ortega, Antonio Bienvenida y
Enrique Vera. Entremedia del toreo bueno había argumento, trama con
intriga y amoríos. Ésta vez no había tragedia para contentar al
personal. El público jaleaba y ovacionaba como si estuviera en una
plaza en vivo. El olé traspasaba, se escuchaba en todos los vientos
del pueblo (Alcalá de los Gazules). No había ocasión de ver una
corrida en tecnicolor. Mientras que arriba en el hueco del cielo de
vez en cuando volaba una estrella fugaz. Una noche de toros en una
tarde de toros. Un prodigio. Por un tiempo el día iluminó la noche,
con aquel sol virtual pegando fuerte. La pantalla vivificadora
proyectaba una realidad transubstanciada. Como un cuadro dentro de
otro cuadro en la magia del superrealismo. Más encanto imposible. De
cómo un cañón de luz –cruzada a veces por una mariposa– sobre
una sábana blanca, en las manos del proyeccionista era capaz de
recrear una corrida de toros en una cálida noche de verano. De aquel
emulo de plaza de toros en el cine abierto, acabada la película la
gente no solamente había visto una corrida de toros, sino una
historia entre toreros. El poder omnisciente del cine que rebasa o
inventa otra realidad sobre la misma realidad .Entre el gentío
saliendo del cine se oyó decir a un viejo maestro zapatero
aficionado de los de capa o capote y espada:
-¡Ojú! ¡Cuando
empezaron a salir los toros en la pantalla, como uno estaba en
primera fila, me tuve que ir a la cola; me daba mucho miedo parecía
que el toro iba a saltar a éste lado!
El zapatero nunca
había visto –en su larga vida– una película de toros. Lo real
en movimiento por muy ficticio que sea siempre impone.
En el alba del cine,
la gente se asustaba lo mismo. En las mítica secuencia de la llegada
del tren de los Lumiere, en el año 1895, Belmonte tenía sólo tres
años, los espectadores se echaban a un lado, temiendo ser
atropellados por aquella locomotora que venía echando chispas. Lo
mismo que los toros que vio venir el maestro machaco. ¡Bendita
ingenuidad!
Las estrellas fugaces
siguen corriendo disparatadas en el firmamento; pero el cine, aquel
cine de verano ya no está, ni los tres toreros tampoco. Solo nos
queda el recuerdo de aquella Tarde de toros en la noche a los
que seguimos –por suerte– lidiando el tiempo que siempre da
regular juego.
JEAN CAU O LAS VUELTAS QUE
DA EL MUNDO
( DE LOS TOROS)
Los chiquillos nos
pasábamos de uno a otros un libro de pastas rojizas. Se trataba de
Las orejas y el rabo,
del escritor francés Jean Cau. Corría los tiempos de cuando Juan
Belmonte se retiró – por propia voluntad- de la vida en la otrora
querida tranquilidad de su finca utrerana de Gómez Cardeña. También
aquel mismo año (1962) la rutilante Marilyn Monroe tomó la misma
vereda trágica.
De aquella gurrumina de
niños. El que más sumaba doce primaveras. De modo que entendíamos
el libro a medías ¿Cómo llegó el libro a nuestras manos? Un
misterio sin resolver. De la misma forma perdimos para siempre su
rastro. Lo que si era verdad es que aquel libro era como una suerte
de escapismo al coñazo de aquellos otros libros escolares con sus
quebrados, reyes, ríos y montañas; verbos y formación del espíritu
nacional.
Pasaron los años –con
sus estaciones- y una primavera en la feria de Abril de Sevilla
(1896), en la barahúnda del hall del Hotel Colón, punto de
encuentro de la flor de la flor de la afición del universo mundo del
toro (el país y más allá de los Pirineos y los mares).
Aficionados, ganaderos, toreros, estudiosos y algún que otro
picaruelo a ver lo que cae (en el mural de la vida de todo tiene que
haber). En fin, todo un muestrario de gente variopinta. Quiso la gran
casualidad que Pascual Montero (padre de Rosa Montero, la inimitable
periodista y novelista de primera y sobre todo amiga a la que aprecio
de verdad), de inolvidable retrato; elegancia y aroma de torero de
otros tiempos me presentara a un señor francés de porte entre
aristocrático y torero retirado; de señalada estatura, rictus grave
y pronto y apasionado verbo; la mirada azogada por muchas pasiones
vividas; curtido el rostro por tantas tardes españolas de sol y
toros. Era –fácil de adivinar- Jean Cau. El escritor del libro de
las tapas rojas. Existencialista sartriano e hispanista y sobre todo
un apasionado renovador de escritores enamorados hasta el tuétano de
España ( Gautier, Doré, Merimé, Monterlant, Dumas…). Y todo esto
exprimido en una sentencia suya;”Francia es la patria de mis ideas.
España la de mis pasiones”. Ahí queda ese quite.
A capote abierto oficio
una inolvidable charla con el escritor francés (premio Goncourt)
donde le refiero que ando en el ilusionado empeño de escribir una
biografía sobre el Pasmo de Triana (que se hizo realidad en dos
volúmenes: Juan Belmonte, la huella de un
retrato). Aunque habíamos entablado la
conversación en español –que dominaba el hombre a la perfección-
se le escapó animado por la emoción del momento ya que era un
devoto del trianero: “¡Merveilleuse idée! …Belmonte será
tojours un livre ouvert” (Fácil de entender). La charla derivó en
le esencia de su libro Las orejas y el rabo.
La experiencia de recorrer toda España en el coche de cuadrillas de
Jaime Ostos. Su relación casi familiar con Julio Pérez Vito –un
cañón de torería que todavía luce y por mucho tiempo por las
calles de Sevilla- y Luis González otra luminaria y otros torero.
Unas vivencias para el álbum del corazón y la memoria desde la
savia nutricia de la Fiesta.
Parecía mentira, pero era
verdad: aquel hombre de chaqueta vaquera y camisa a rayas era el
mismo que había escrito el primer libro de toros que uno había
medio leído. El hombre que se fascinaba lo mismo por las Vírgenes
que por Belmonte. El hombre que grabó –con pluma en vez de buril-
los caprichos goyescos en su libro Por
sevillanas.
Pasaron varios días del
mi primer encuentro con el escritor francés y nos volvemos a ver
–otra vez por azar- en la calle Alemanes al pie de la Giralda. En
el semblante de Jean Cau se le pintaba la alegría del reencuentro.
Por el aire sevillano volaba suave la primavera.
–¡Qué bien ha toreado
la Giralda por el tiempo!
Dejó caer ésta
maravillosa observación el gran escritor. No supe qué contestar.
Sólo se me voló una cómplice sonrisa. Unos pasos más adelante le
pregunto:
–¿Es cierto que uno de
sus grandes sueños era merecer una vuelta al ruedo alrededor de la
Giralda?
–Es verdad. Pero no sé
si ése sueño se cumplirá; porque cada día soy peor torero del
reloj que embiste rápido.
–No. La Maestranza de
Sevilla, le ha regalado a la Giralda dos pañuelos blancos para que
salga por la Puerta grande de su Catedral.
Al oír esto Jean Cau me
dio un abrazo.
Luego nos fuimos, poco a
poco, pisando la luz y la sombra de la Giralda y hablando de la
gracia de Pepe Luís y en esto repicaron las campanas a gloria.
Las vueltas que da el
mundo, lo mismo que aquellas campanas. Girando mismo.
MANUEL
BENITEZ EL
CORDOBES, AL
NATURAL
Confieso que
soy de las poquitas personas que nunca – por esto y por lo otro-
vio torear al torero de Palma del Río. Y eso que uno era ya un
muchacho ido al tallo cuando el lidiador del flequillo estaba en toda
la furia. A pesar de todo, formaba parte de mi mitología personal.
Entre mis pósters favoritos que animaba la pared íntima se
figuraba el Cordobés (a la vera del Che Guevara, Marilyn, Ava
Gadner, Beatles, Neruda, el Guernica o
el Cristo de Dalí…)
Leí todos
sus libros, casi todos hagiográficos y de escaso relieve (O
llevaras luto por mí,
de Dominique Lapierre Y Larry Collins, el mejor y el más
difundido).Vi todas sus películas tanto en Aprendiendo
a morir como en Chantaje
a un torero, el torero cordobés dejó la
impronta de un gran actor. Rizó el rizo, el más difícil todavía:
interpretó con toda naturalidad su propio papel. Coleccioné
carteles, postales, programas de mano, affiches, estampas y todo el
merchandising al
alcance de la mano. Guardaba o recortaba todo cuanto de él se diera
a la luz en la prensa y revistas del corazón o en las publicaciones
especializadas: El Ruedo,
Dígame, y El
Burladero donde acaparó el mayor número de
portadas. Las noticias del No-do. Las corridas televisadas: desde la
cornada –en tarde de rayos y lluvia– de su confirmación en
Madrid a la debacle de uno y mil descabellos en Pamplona con toda la
plaza de uñas. Escuchaba sus pasodobles y sus versiones como la de
la francesa Dalida –una locura de amor que se suicidó por él,
según el sensacionalismo imperante–. El magnífico arreglo
orquestal de Frank Pourcel y la réplica flamenca de Canalejas de
Puerto Real; aunque con ripiosa letra barrió radiofónicamente en
los discos dedicados. En fin, el que suscribe estaba pendiente al
más mínimo movimiento referente a su vida. Era uno de los grandes
santos – por no decir el más de mi devoción. En mi álbum
sentimental no podía faltar el cromo coloreado de Manuel Benítez El
Cordobés .
De ser un
pillastre; carne de golfemia y asaltante de gallineros, pasó sin
solución de continuidad, en un pis pas, a ser canto y modelo de
grandes artistas. Se retrató con gobernantes y celebridades del
mapamundi. El universo entero daba razón por él. Recibió miles de
cogidas y la Divina Providencia siempre le hizo el quite. Aprendió
el oficio golpe a golpe. Tenía una fuerza incontenible. Arrollador.
Humano y divino. Era un hombre a una sonrisa pegado. Su toreo
irradiaba –a pesar del drama cercano– alegría de vivir. Sabiendo
torear destoreó. Lo mismo que Picasso que pintando como Miguel Ángel
o Ingres al final desintegró las formas y los modos de pintar. Fue
imitado hasta el paroxismo; pero sólo consiguieron asimilar sus
defectos. Como siempre pasó, pasa y pasará.
Nunca vi en
vivo al mítico torero .Nunca. Ni de lejos di de cerca. Sin embargo
–con el tiempo por medio; decenas de años después– en una
conocida pastelería de Códoba donde acostumbra el torero a endulzar
la sombraluz de la vida, en al pié de su vivienda y la de calle en
su nombre, me encontré al genio de cerca: pelo de plata cordobesa,
el cuero más curtido, la misma sonrisa fácil, la forma de hablar
adelantándose al pensamiento y en el cuerpo todavía entraba el
traje de luces, (a pesar que del año 1939 de la nacencia hasta el
momento había corrido sin parar los números.) Siendo como era el V
Califa del Toreo, parecía más un deportista que otra cosa, a tenor
por la indumentaria que lucía chándal con chaleco deportivo y
zapatillas de primera marca. Pura fibra sin átomo de grasa.
Conservaba la mirada brillante y el andar felino. Todavía –a
pesar de los avisos del tiempo- seguía siendo todo corazón y
memoria. Al verme me reconoció. (hubo un primer acercamiento en unos
coloquios taurinos en Cádiz donde fue la figura invitada. Tuve la
adorada ocasión de ver al Cordobés y estrechar su mano por primera
vez). Me dijo echando por delante la mítica sonrisa derivada en su
peculiar y destemplada carcajada:
–¡Hombre!,
¿tú por aquí?
–Eso
parece, maestro
–Tú
eres, el escultor aquél de Cádiz, ¿no?
–El
mismo.
Me invita a
tomar algo y prosigue:
– ¡Qué
talento hay que tener para coger un cacho de barro y hacer una
persona como es!
- (…)
Ya sentado
en su rincón habitual en la cafetería, me fue desgranando lances e
impresiones de su vida, unas inéditas y otras archiconocidas. Como
aquella vez que bailando con una señora de ímpetu y carácter, se
le enredaron las piernas de tal manera con las de ella, que el
torero cayó al suelo sufriendo una de las mayores lesiones de su
vida. Hasta el baile pega sus cornadas.
Al rato de
la conversación, después de un torrente de palabras, de pronto se
le pone serio el semblante y me dice.
–Tú
dirás que te estoy dando la mañana, contándote cosas que casi
todas las sabes por los papeles. Pero es que lo más bonito que uno
ha vivido no se puede contar. ¡Si se pudiera contar todo!...
Magnífica
reflexión. Lo más interesante de la vida de una persona es lo que
queda en zona de sombras. Al final queda lo que nos queda.
Así fue
como vi al genio de cerca por primera vez. Un sueño tardío pero
cierto. Una leyenda al alcance de la mano.
Llegó el
momento del adiós. Un abrazo con sabor de tarde de alternativa para
mí. Luego pisando el calor cordobés –por el mismo aire, por los
mismos vientos del torero-.con misterioso alboroto interior, no daba
a crédito al haber tenido y oído de cerca a aquel monstruo sagrado
que dio lumbre y luz a mi juventud. Tuve la suerte de ver a Manuel
Benítez El Cordobés
al natural, como siempre lo hizo con el toro y con su vida. El
torero al natural sin el peso de su gloria o el brillo de los
caireles y con la luz, el olor y los sonidos de su Córdoba califal,
senequista y los ojos de misterio al fondo.
LA PETENERA, ALMA Y MEMORIA
La figura de La Petenera, su alma, su cante y su leyenda es la quintaesencia de Paterna de Ribera, que todo lo expresa y lo abraza e imprime carácter a uno de los pueblos con más esencia cantaora que reina en la Baja Andalucía. Toda una teoría romántica-flamenca se cierne en torno al retrato aéreo de La Petenera. Una sombra visible que surca rauda -como el vuelo de la golondrina en la primavera- por los dominios del arte y de la sensibilidad. La espesura del sentimiento trágico que caldea la masa de la sangre de un espíritu de aire y sombras luminosas.
Una memoria de aquí mismo, a la verita, que grita desde el pozo umbrío del drama, de la pena olvidada por el cante ¿Quién podrá quitarle ya a La Petenera las gasas negras de su aureola fatídica? ¿Quién?.
La Petenera como en la inmensa mayoría de los cantes enseña o retrata una veta romántica arquetípica, donde abunda la muerte y la religión del sufrimiento. Una trilogía de la emoción, la melancolía y el sentimiento más empozado.
Como con el cante, que no cabe en el papel, en el pentagrama, la memoria de La Petenera no cabe tampoco en el papel; no hay papeles oficiales que marque el ciclo vital. Así que su vida y su muerte es un hilo invisible que marca la geografía paternera de la sentimentalidad. La vida de La Petenera es alma. El alma es primita hermana de la memoria.
El cante flamenco, si acaso, como la vida de La Petenera, se escribe muy primitivamente, esquemáticamente. No es bueno que el fragor historicista empañe a la figura más mágica y misteriosa que ha dado la tierra del Sur.
El cante bueno, el de los sonidos negros, antes que nada tiene que arañar, pegar pellizco en el alma, en dejar caer bruscamente la conciencia en el espíritu (que decía Sartre). "El cantaor -según Manuel Ríos Ruíz- es la conciencia sonora de un pueblo" y uno añadiría que también es la soledad sonora. El cante nada tiene de materia, su único reino es el espíritu.
Decía López de Vega que la música en el aire se aposenta y uno cree que la memoria de La Petenera se aposenta en el aire de Paterna, su pueblo ¿Si no cómo iba a seguir viviendo en bronce?
La Petenera ha resistido el embate de las mistificaciones, la ola del engaño, y sin embargo, aún es posible escuchar las viejas peteneras por derecho.
La Petenera y su cante es retrato acandelado todavía, sumergido en un océano de lucubraciones históricas, lo cual acentúan aún más sus rasgos herméticos. Dejad que La Petenera sea carne de poesía con trasfondo trágico. El sabio Aristóteles creía que en la poesía había más verdad que en la historia. Dejemos cantar a la poesía con su hondura y su verdad. "La memoria es también la verdad y la vida, otra manera de la sangre", en boca de Félix Grande. Dejemos a La Petenera airearse con el soplo de la fantasía, de los sueños. Dejemos que la mujer siga conservando su enigmático atractivo.
La Petenera está viva, ni nació ni murió; su aire recorre todavía el paisaje paternero. Bienmirada es su memoria. "Quien sabe mirar, sabe amar", reza el aforismo antiguo. Paterna ama y mira a su Petenera de su alma.
Entre la leyenda y el fatalismo andaluz se ha ido perfilando, al compás del espacio y del tiempo, la imagen virtual, el retrato emergente entre el claroscuro, en la solisombra. Entre el grito mágico que ha ido curtiendo su realidad de bronce. Unos la creyeron carne y espíritu, otros la creyeron viento de fábula. Arcadio Larrea, por ejemplo, creía y no se bajaba del burro, que La Petenera era de origen cubano, sin más argumento que la interpretación de una letrilla delirante donde se decía que la cantaora en cuestión, nació en la Habana, debajo de una palmera y que la bautizaron los moros y le pusieron petenera. Surrealismo a discreción. Por algún lado había que rimar. No hay que hacerle demasiado caso -salvo excepciones- al significado de las letras de las coplas. Un ejemplo: ¿Quién no ha oido cantar "El Café de Chinitas"? Dice así: "En el Café de Chinitas / dijo Paquiro a Fracuelo / soy más valiente que tú / más gitano y más torero". Esto es un disparate. Un anacronismo total. Frascuelo sólo tenía nueve añitos cuando murió Paquiro.
Elucubraciones para dar y tomar fueron perfilando, a través del tiempo, un retrato velado, casi siempre a la candela de argumentaciones peregrinas y sin consistencia. Gitana, cubana, judía... Toda una galería de retratos anónimos, que atizaron aún más el beneficio de la duda y que acentuaron el oscuro encanto de la cantaora de Paterna. Ante tanta faramalla, se alza la voz más grave: la de Antonio Machado y Alvarez "Demófilo", que sale airoso del embroque, cuando en su obra "Colección de Cantes Flamencos", consigna y deja hilo claro suficiente para tirar del ovillo. Que La Petenera nació en Paterna de Rivera (y no en las obras) por afinidades o proximidad geográfica, ya que un cantaor jerezano de la época, Juanelo, la llegó a escuchar y por razones eufóricas del lenguaje, la degradación de paternera en petenera es sostenible por gente que saben. Y sigue el padre de los Machado enumerando una serie de anotaciones con buen fundamento que no es momento de analizar aquí.
La bagaleta histórica persiste -sin base real alguna- en la separación de La Petenera y su cante, como dos fenómenos completamente disolubles. ¿Quién fue antes La Petenera o su cante? La eterna cuestión. Lo del huevo y la gallina. Hay quienes creen que el cante por peteneras se remonta al tiempo de las Cantigas del Rey Sabio, es decir al siglo XII, y que su origen semita pudiera deberse a la proliferación de juglares y trovadores judíos que cultivaron el canto popular. Hay mucha coincidencia en el origen judío de La Petenera. Hasta tal punto que el viento oscuro y maléfico de la superstición que envuelve al tal cante, y que tanto palidece a los gitanos, tiene en los tiempos sefardíes una primera interpretación: en que este aire popular lo cantaban los hebreos en sus ritos y en sus fiestas y que su algarabía era señuelo para que la Inquisición fuera y los prendieran. De ahí se cree, que entre los gitanos cunda el generalizado temor de que la copla traiga malos infundios, "mal bajío". A pesar de que Estébanez Calderón, la llamara "la estrella de los gitanos". Ironías de la vida. Escribe el periodista Raúl del Pozo, con cierta gracia, que lo que traía mala suerte no eran las peteneras sino la Santa Inquisición.
Más que la flama apodíctica, o sea, demostrativa de su existencia o no, lo que verdaderamente ha cuarteado el retrato de La Petenera ha sido sin duda la ciénaga, la pirámide de experiencias nefastas que se ha arrojado impúnemente sobre su área biográfica. La hembra de "rompe y rasga" desata oscuras pasiones, calumnias, odios, perdiciones de los hombres; un microcosmos navajero con sabor a parca y el horror de la sangre regando la sementera de los celos y el viento espeso de la lujuria recorriendo el mapa sensual. Y para regar, echarle más agua a la maceta de las flores negras, dicen que el cante por peteneras se parece al canto gregoriano -muy de modo por cierto-, a un oficio de difuntos y los gitanos, claro está, se echaron a correr.
El "fátum", el "mal fario" de La Petenera sigue cabalgando, está vigente como las estrellas. No hace mucho, Paco de Lucía, en una entrevista en el diario "El País", venía a decir más o menos, que La Petenera le había traído muy mala suerte y que mentar ese cante era mentar la bicha. Lola Flores, fitana, en una aparición televisiva, descompuesto el semblante, cuando alguien mentó el nombre prohibido tocaba madera con la celeridad conque el náufrago se agarra a la tabla. Este vano perjuicio, sin fundamento alguno, es sin duda alguna, lo que más ha sombreado el perfil de La Petenera y la difusión de su cante. Menos mal que siempre hay almas buenas. A "Naranjito de Triana" le oí decir un día: "La única superstición que tiene el cante por peteneras es que es un cante muy difícil de interpretar de verdad".
El negro sambenito de La Petenera, fue globo hinchado a reventar. Su vida, su sentimiento, su pasión, en fin, sus interioridades fueron mal estudiadas, mal interpretadas. Mal entendido fue Federico García Lorca, en su poema "Gráfico de la Petenera", muchos quisieron ver sólo negrura sobre fondo negro (pena, llanto, cuchillos, muertes, sombra, perdiciones...). Quiso retratar el poeta granadino sin más, un microcósmos fatídico, con su duende especial, muy acorde con su sentimiento flamenco. Lorca era pintor de retablos cósmicos revestido de mitos trágicos de nuestra tierra. La Petenera para Federico fue un retrato trágico sobre un paisaje concreto, de brumas pasionales que rebosa el pozo del drama. No vio un cuerpo, sino un sentimiento moreno, indescifrable, el sentimiento trágico del pueblo andaluz.
El aura de La Petenera comporta a su cante un viento cálido que sopla trágico desde la tristeza al sentimiento. Allí donde se posa el drama, se desata el vuelo de la fantasía y la imaginación galopa en los corceles más negros por las veredas polvorientas del tiempo. La Petenera es un borbotón racial, no codificable, y menos en la imputación injusta de los vanos presagios y sus efectos sobrenaturales. Del estigma de la superstición hablo.
Pastora Pavón "La Niña de los Peines", engrandeció y popularizó el estilo, cuando ya al cante se le veía solo asomar los dedos en el pozo del olvido. La Petenera tuvo a su papisa negra en la "Niña de los Peines". Y era gitana. Gitana era. Por eso, uno es supersticioso con las supersticiones. El cante lo agranda o lo achica, lo hace largo o lo hace corto su intérprete y nada más, lo demás es humo de paja al viento. El pueblo sabio dice que hay "herraó" que calza bestia coja y la pone buena, y que hay "herraó" que calza bestia buena y la pone coja. Pues eso.
En medio de tanto y tanto nubarrón sin horizonte se levanta una voz estudiosa y seria, la de Paco Vallecillo, que nos dejó escrito antes de tirar para las estrellas lo siguiente: "Cante de inacabable belleza, de entonación mayestática, de matices inconfundiblemente litúrgicos. Cante de penar adolorido que sólo con la seguirilla puede alternar en este sentido emocional y patético, es éste de La Petenera, escrito así en singular", y culmina el flamencólogo ceutí con estos dos certeros versos:
LLeva Paterna en su alma
eterno luto por tí.
La Petenera fue antes canto que cante. Por un lado, mira las viejas conexiones con el cancionero popular, y por otro, con el cante largo que sugiere el aliento de la "soleá".
Qué nos importa La Petenera antigua, o La Petenera corta, o La Petenera chica, o La Petenera larga o La Petenera grande. Que si es un aire popular parecido a la malagueña o que venga de la cantera folklórica y que se aflamencara después; que tenga reminiscencias o aromas medievales a golpe de cantigas o entonaciones semíticas; que venga "allende los mares"... Qué importa si por encima de todo, por encima de cualquier modalidad o encasillamiento, priva la emoción, el sentimiento o el estado de gracia del cantaor jondo que la dibuja volando el aire con su garganta.
Que La Petenera sea de incierto origen, qué importa, si el toreo y el cante también tienen los eslabones perdidos. Qué importa si al final La Petenera enseñorea su perenne recuerdo en el corazón de Paterna de Rivera y de los paterneros desafiantes del olvido, con su enigmático atractivo, como un reloj de bronce que va marcando los trabajos y los días o la memoria colectiva del pueblo que la vio nacer en la historia y en la leyenda.
La Petenera, un abanico de hipótesis que sopla testarudo en la historia del cante. Medina "el Viejo", heredero más directo del cante por peteneras, nos legó esta clarificadora letrilla que dice de dónde viene el viento:
Petenera, cantaora
de Paterna de Rivera
dile a Dios me dé tu don
pa cantar por peteneras.
de Paterna de Rivera
dile a Dios me dé tu don
pa cantar por peteneras.
La tradición oral ha hecho el resto. El viejo Medina vivió en la última mitad del siglo pasado. Un dato a tener en cuenta. El recuerdo de Dolores La Petenera era todavía agua fresquita que corría por el pueblo. Una tesis.
A falta de rigor historicista, La Petenera se nutre de razones que sobrepasan el cuerpo (la razón incorpórea de Antonio Mairena), lo mismo que el torbellino interior de su cante. Paterna de Rivera no olvidó nunca, siempre ahijó en la memoria, por más vueltas que dé la noria del tiempo, que La Petenera tuvo un día cuerpo y alma y que paseó las estampas de la existencia por los callejones del aire. ¿Si no cómo se iba a explicar la latencia de su estrella?
La Petenera, diosa pagana, nimbada por los duendes flamencos que son angelillos en estado de gracia más pegados al terruño que las musas. Y el cante por peteneras removió -y remueve- catedrales interiores de oscuro sentimiento en las voces de "La Niña de los Peines", los Medina, Pepe el de la Matrona, Jacinto Almaden, Rafael Romero "El Gallina" (gitano por peteneras), "Naranjito de Triana", José Menese, Enrique Morente, Carmen Linares y al baile Soledad Miralles, Rosa Durán y ... (puntos suspensivos). Todos ellos rompiendo gloria en el retablo barroco de la señora de los misterios.
¡Qué decir de la terna cantaora de Paterna! "El Perro", maestro. Rufino, sentimiento. "Niño de la Cava", rajo. Tres emociones distintas para un solo dios verdadero: el cante. Una trinidad del cante por peteneras. Tres voces en un mismo paisaje sonoro, tres cantes, tres memorias. Nadie mejor que ellos, nadie sabe iluminar mejor la sombra alargada de "La Petenera".
Ha pasado el tiempo, "La Petenera" desde la quietud aparente del bronce que yo labré, alarga y aposenta su rictus amargo en una sonrisa indefinida, de sonriente tristeza oriental, retratado en su semblante el enredo de su sino, la canastilla de cerezas que ha sido su vida. Y alza el tronco-cuello cantaor para ver volar la alondra del alba por los cielos de Paterna, que viene a ser como el avioncillo infantil que refresca la memoria.
Nunca echaré al olvido, aquel cálido 16 de Julio de 1982, fue cuando el pueblo de Paterna subió al pedestal a su hija más renombrada, el cuerpo, el alma y la estatua de La Petenera de su corazón. Y todo el pueblo junto. Y aquellas palabras inolvidables de aquel viejo paternero que en la noche de la inauguración, en el reflujo de la bulla, pegó su memoria silenciosa a mi oido diciéndome: "El monumento a "La Petenera" es como si hubieran puesto ahí en medio una campana; eso suena ya para siempre". Inolvidable. La sabiduría popular tocándole la guitarra a la noche más emocionada. Y aquella mujer ciega de Alcalá aplaudiendo, el rostro iluminado, como si estuviera viendo el monumento. Recuerdos... Recuerdos. Y cuando el bronce llegó a Paterna con la madrugada en todo los suyos y los ladridos de los perros rajando el reino del silencio. Y aquel puñado de paterneros cargando la imagen en una improvisada procesión pagana bajo un manto de estrellas. Una estampa dificil de imaginar. Y mientras tanto el lucero matagañanes, allá arriba, donde lo infinito, guiñando su gran ojo. Y Paterna dormida a un paso ya del gallo más temprano. Y el pedestal vacío y misterioso durmiendo el aire. Y... al caer la tarde, comprendí que el barro sencillo donde modelé aquella mujer sin cuerpo y casi sin historia, todo espíritu se había hecho bronce a la cera perdida y entró en calor, al fragor de los crisoles, la memoria colectiva de un pueblo, como ese vasito de vino que despierta los ojos y remueve el ánimo.
Casi doce años ya, el tiempo va pasando por el balcón del aire en un suspiro y la mujer de bronce con la guitarra escondida que está en el corazón del pueblo, siempre está a punto de cantar; con esa esperanza vamos pasando: de que cante el bronce del tiempo y que atrapemos el último sueño por la cola.
Desde lo intransferible del tiempo, Antonio Murciano el poeta del paisaje de enfrente, donde sopla el mismo viento, le da a la cuerda de sus versos y deja sonar la guitarra-reloj:
Que el hombre es barro del tiempo
y el tiempo un hombre que espera
¿Pasa el tiempo?... Pasa el hombre
Yo paso y el tiempo queda.
La filosofía con el terno de luces de la poesía.
y el tiempo un hombre que espera
¿Pasa el tiempo?... Pasa el hombre
Yo paso y el tiempo queda.
La filosofía con el terno de luces de la poesía.
Dejad que "La Petenera" siga siendo un misterio por los caminos del tiempo. Dejad que se personifique en el bronce. Que su vida -y su cante- no cabe en los papeles.
LA
PETENERA,UNA SOMBRA QUE NO CESA
Dolores, la
mujer si apellidos. Aferrada de por vida a su gentilicio: La
Petenera. No se la ha tragado el misterio, sino que es hija del
misterio.
Siempre enigmática en su atractivo. “El día que aparezcan los
papeles de la Petenera; se acabó la gracia”, oí decir a un
hombre en el paternerísimo bar de Rufino. Su figura ha generado
muchas teorías disueltas. Son muchos los estudiosos que salen por
peteneras. Hipótesis y conjeturas a granel. Es cierto que en torno a
la Petenera se ha entretejido una leyenda con hondo
empozamiento trágico. De fatum. Mal fario. Gafe. Infundios que han
quedado empañados por los grandes artistas gitanos que la
interpretaron. Algunos –sobre
todo entre la gitanería–
tocan madera cuando la oyen; otros en cambio la magnifican y la hacen
cante grande, a pesar
de su raíz
o derivación aflamencada. “El cante por peteneras fue una creación
personalísima, de una mujer muy guapa de Paterna de Rivera, en torno
a cuya figura
se tejió una leyenda de amores y perdición
de los hombres” (Paco Percheles). Su extraña muerte en el apogeo
de su juventud y belleza da mucho de si para entonar una leyenda de
amores turbulentos y navajas afiladas. Tan ad
hoc, tan a modo en la época de gente del
bronce. En una estela negra de romanticismo tardío, facundo,
pasional y alunarado. A la Petenera y a su cante la originaron
malagueña y de Paterna del Río, en Almería, (donde hay una
variedad de su cante); cubana la creyeron por mor de unas letrillas
de la época. Sobre el origen de éste cantar hay opiniones para
rifar. Un totus revolutum.
Mientras unos lo sitúan en la juglaría (S..XII); otros en los
indígenas peruanos.(En
You-Tube se puede escuchar una petenera cantada por la soprano Anaïs
Oliveras, con mucha fusión de aquí y de allí). Algunos
ven relación con las plañideras de los velatorios para engordar el
tufo de su injusta fama. Otros ven reminiscencias judías. Escribe
Arcadio Larrea : “Rebeco no es nombre judío
varón
y las mujeres hebreas no asisten a la Sinagoga” . No hay que
hacerle caso en demasía a la veracidad de las letras flamencas. No
son crónicas sino momentos de inspiración. Lorca escribió
la célebre copla: “En el café de Chinitas dijo Paquiro a
Frascuelo/ soy más valiente que tú,/ más gitano y más torero”.
Imposible. Cuando murió Paquiro, Frascuelo tenía nueve añitos. El
poder de la imaginación hace rimar el verso. Lo de situar a La
Petenera allende los mares es pura jugana.
Lo de ser un cante de ida y vuelta puede
cuadrar. Los más aproximado es la tesis de Antonio Machado
(Demófilo) que oyó directamente decir a Juanelo –cantaor
coetáneo–
al que consideró “veraz y completamente entendido” que la
cantaora era de Paterna de Rivera. Y así y así... Lo cierto es que
Medina el Viejo la popularizó en los tablados y cafés cantantes. Si
olvidar a los máximos interpretes de la tierra:El Perro de Paterna,
Niño de la Cava y Rufino de Paterna.
Otro
misterio. Si da malos augurios,¿porque muchos gitanos
la cantaron? La Niña de los Peines, gitana de nativitate, la bordó
con toda su intensidad dramática, rescatando el cante imprimiéndole
máxima categoría
flamenca. En la primera Antología
del Cante Flamenco, Rafael Romero (El
Gallina), todo gitanería, la grabó en una interpretación de las
que para el corazón. El
eximioAntonio Mairena y el mismísimo
Camarón de la Isla –por
no seguir la lista–
no tuvieron reparos en grabarla. Este mal fario es general
o pertenece a la esencia psíquica de la raza cañí. Difícil
señalar. Hay payos que también caen en la misma superstición.
Defiende Naranjito de Triana –se
lo oí decir al natural a la vera de la Giralda–
: “ Los malos prejuicios o el yuyu de
la Petenera, es su difícil interpretación.
Hay que tener mucho poderío y registro en la voz y muchas
variaciones tonales. Hay muy poquita gente que sepan cantar por
peteneras de verdad. Lo
mismo da que sea la larga que la corta”.
Sobre el
sambenito de gafe de la Petenera parece que fue
García Lorca –mal
interpretado,
por cierto–
el que contribuyó, por su celebridad, a difundir la leyenda negra
como expresión de pena, llanto, muerte y otra vetas sombrías. En el
Gráfico de la Petenera el
poeta granadino versa ésta difícil interpretación: “En la casa
muere / la perdición de los hombres/ cien jacas caracolean/ sus
jinetes están
muertos”. Otros creen que puede tener su origen en el canto
gregoriano. Los gitanos, por tal razón, la asocia al gori gori y ya
se sabe lo refractario que son con la huesa o
con la “bola verde” (muerte en expresión calé). “No digas que
trae mal fario/el cantar por peteneras/ dí mejor que es de
valientes/ y mujeres de bandera/ y las cantan como nadie/ en Paterna
de Rivera”. Preciosa petenera de Antonio Murciano que avienta
los malos espíritus.
La Petenera,
hoy se entiende –salvo
contadas excepciones–
sin atributos maléficos. El saber y el tiempo ha diluido
la siniestra leyenda. Se considera como lo que fue: una misteriosa
mujer que cantó y creó en Paterna de Rivera, un cante poderoso,
con mucha dramaturgia; pero emocionante
siempre y con fuerte intensidad expresiva. En éstos tiempos de
tecnología punta y una sociedad más culta y resabida, resulta
ridículo apelar a la superstición.
Entra ya más de lleno en la anécdota que en la pura y ancestral
animologia popular. Poco a poco, su fuerza atávica se va
desmoronando. La superstición es la propia superstición,
Los cenizos poco a poco van pasando a mayor gloria.
En el año
1982. El ayuntamiento de Paterna de Rivera me confía un encargo
fascinante: un monumento a La Petenera. Mi primer gran compromiso. De
modo que me sumergí en un mar de brumas. No existía el modelo.
Nadie la retrató. Ni tenía biografía, sino cuatro datos sueltos y
un mundo –esos
sí–
inabarcable de misterios. Había que recrearla a golpe de
imaginación. Pronto la figuré como un tronco emergente,con
mucha traza de idolilla ibérica. Desprovista de barroquismo. Sólo
cuatro toques de flamenquería. De rostro incierto –sin
pena ni alegría–
mirando a ninguna parte, al infinito.
Agarrada a una guitarra mimetizada con el
ropaje como apéndice del cuerpo. Se presenta desplantada para la
posteridad. Envuelta en un mantón humilde, –tan
de la época–
, que más para cubrir la delata como artista del pueblo. Una rosa se
posa en la cabeza que más que adorno semeja la estrella de los
vientos.
Acabada su
fundición
en Madrid (talleres Hermanos Codina). Todo a punto para viajar su
cuerpo ya de bronce rumbo
a Paterna. Por uno de los tragaluces de la fundición se colaba un
rayo de luz reflejado de lleno en la estatua, de tal manera que
dejaba tras de si una enorme sombra. El célebre escultor Pablo
Serrano –cargado
ya de edad; pero intacta la mirada–
que andaba por allí, me dice en un
hilillo de voz: “Mira como se agranda la sombra de la Petenera.
Parece que está más viva”.Nunca olvidaré la observación de uno
de los escultores más geniales y singulares que ha parido la
Historia del Arte.
La sombra
luminosa de la Petenera sigue viva en Paterna de Rivera. Mas que un
mito sagrado es una seña de identidad. Que va más allá de hueros
infundios. Su duende vence toda lógica.
Tuviera el sino que tuviera, era una mujer
que sobrepasó con su magia permanente al arte en su cante
universal.
Al caer la
noche y hasta el alba el monumento proyecta su sombra en una pared
cercana, en su lugar de Pozo Medina donde nació. ¿Más prodigio?
Una puerta de par en par a la fantasía. La sombra como rastra y
misterio sigue ahí tangible en Paterna. Aireando el pueblo con su
alargada memoria. Su retrato aunque sea imaginario se puede figurar
en bronce; pero...¿ Y su enigma? En Paterna de Rivera, Dolores la
Petenera también
tiene su estatua de sombra.
UNA MUJER ENCENDIDA POR EL COLOR Y LA FANTASIA
Cuando me asomé la primera vez por el Café Gijón, por el cielo de Madrid volaba ya la tarde, dando aviso y parto a una noche de primavera estrenada; aunque con cierto lagrimeo de lluvia. Sobre el mítico café se han gastado cántaros de tinta con novelas, ensayos, poesía, teatro... Lugar propicio para el encuentro entre las musas y los duendes en visita con los artistas. Con solo poner el ojo en la mirada se podía recrear todo un mundo palpitante y rebosado por la fantasía. Una fauna bohemia pariente del café de Flore parisino; aunque con otra atmósfera distinta, pero igual, para armonizar los contrarios. Eso si: entreverada de existencialismo y almas libres. La vaharada del ambiente daba ánimo a un mural o fresco viviente con mucha solisombra. Cada uno con su cuento de ferias y carnavales. Muchas cigarras y pocas hormigas. Mucho talento y menos peculio que administrar. Rico el caletre y pobre el bolsillo. (Salvando, claro, las excepciones.)
Año 1982. El que teclea éstas líneas estaba dando los últimos toques, repasando la cera del monumento a la Petenera, que se habría de inaugurar unos meses después, el 16 de Julio en Paterna de Rivera. La mítica cantaora estaba a punto de ser carne de bronce y hacerse retrato de metal para cantar siempre su misterio en la memoria.
Entremedia de aquella barahúnda y algarabía de gente variopinta, me sentí cohibido. Cambiar en un periquete la atmósfera de un huerto, (de mi apartado estudio de Pico del Campo en Alcalá de los Gazules) por aquella colmena de gente extraña siempre alborota por dentro. En la barra de bar, alguien oyó mi dejillo gaditano. Se trataba de un joven de Sanlúcar de Barrameda, pelo endrino contrario a una barba de poca espesura; la mirada limpia , fogueada, azuzada a la curiosidad. Tenía pinta de lo que era: un híbrido entre aristócrata y anarco pero con mucha impronta bohemia. De modales exquisitos. Un espécimen raro. Navegaba entre el cine y la literatura y los toros –un sabio– por pasión. Era Manolo Vidal, que prontamente, cuando se estaba doctorando en el oficio de vivir, –dejando en la cuneta mucha obra por encender–, se le escapó la vida. Con muchos logros y kilometraje y una excelente novela Lo que hay que tener. Una singular visión de Hemimgway y el mito sanferminero. Con personajes –vividos por él– mágicos, pícaros, esperpénticos y emperadores de la nada como todos los que se reinventan sus vidas.
Nos autopresentamos y la amistad duró hasta su último latido al imposible. Brujuleamos por aquí y por allí y muchas veces el azar propició nuestros encuentros. Nunca quedábamos. Siempre coincidíamos en cualquier lugar del mapa. Poco a poco Manolo Vidal me fue presentando a gente notoria. A Francisco Umbral con sus proverbiales gafas culo de vaso y su dandismo: “Alcalá de los Gazules, como todos los pueblos que se suben a las alturas del paisaje, nunca se sabe si van a arrancar el vuelo o acaba de posarse”,apuntó–quiero recordar– bellamente cuando supo mi procedencia. Luego vino Juan García Hortelano, de semblante bonachón y con mucha gramática parda escrita y vivida. Celedonio Perellón singular y vibrante como escapado de sus cuadros. Otero Besteiro, extravagante a más no poder y estatuario de camas de mármol. Viola con su preciosa amante gitana, ronco de tanto pelear con el humo y el alcohol y de tanta furia con el color vivido en sus lienzos de atmósferas imposibles. Iban llegando, poco a poco, a aquella colmena –inspiradora de Camilo José Cela–, gente conocida mezclada con otros retratos anónimos pero parejos en la aventura espiritual y otros meneos más terrestres. Recuerdo a Eusebio García Luengo, barbado y quijotesco en apariencia y seguramente por dentro, el hombre que según Umbral envejecía los trajes de dentro afuera. El escritor desconocido más famoso. A María Luisa Ponte, Maruja Asquerino, Manuel Alexandre, Juan Barjola... Sola en un velador a la vera de una ventana, se vislumbraba una mujer entrada en años que llenaba todo el espacio, Su presencia invitaba a bailar con la fantasía. Una hermana gemela de Peterpan. Una niña rabijuda. Se le notaba conforme con su soledad, como ansiosa de su etéreo juguete. De vez en cuando garabateaba en una libretilla las últimas sensaciones vividas. Dándole trazo a la mirada acostumbrada al color .
Alfonso el cerillero, con su altarito kiosco: tabaco, chicle y otros suministros y confidencias a granel fue el que nos dio pistas de aquella mujer de faz repintada –casi mascarada–y espectacular: “Es Maruja Mallo, una asidua, siempre en la misma querencia. Una pintora de mucho rumbo. Hermana del escultor Cristino Mallo que también asoma por aquí. Hace unas pinturas tan raras como ella con mucho surrealismo. Es buena mujer, pero tiene carácter...ha vivido mucho”.
Manolo Vidal la conocía de vista, pensamos presentarnos a ella espontáneamente, pero un ramalazo de timidez aburrió el intento. Con la noche ya cerrada la mujer, parsimoniosa pero vital, tomó norte para la calle, no sin antes dedicarnos una enigmática sonrisa, que nunca pude descifrar viniendo de una madre y musa del surrealismo.
Maruja Mallo, nació en Viveiro,(Lugo), el 5 de Enero (día mágico) de 1902. Se forma en el ambiente parisino en plena bélle epoque. Donde trata a Picasso, y a los primeros espadas del superrealismo: Dalí, Miró, Arp, Aragón, Magritte, Manuel Angeles Ortiz, Palencia, Alberto... Idolatrada por la generación del 27: Lorca, Buñuel, Alberti, Dámaso Alonso, Bergamín, Altolaguirre y Miguel Hernandez con quien tuvo un enredo amoroso. “Maruja Mallo entre verbena y espantajo toda la belleza del mundo cabe dentro del ojo”, en verbo muy propio de Federico García Lorca .
Republicana forma parte de las Misiones Pedagógicas.( Precisamente colabora en una obra Los hijos de la piedra inspirada los Sucesos de Casas Viejas y la revolución de Asturias) Cuando estalla el crimen del 36, sale a escape hacia Argentina. Treinta años después regresa a Madrid, pero ya nada era lo que era. Los amigos... los que no habían muerto estaban en el exilio. Recibe la medalla de Oro de las Bellas Artes. A pesar de su retiro ya marcado por la edad, sigue apareciendo como golondrina rutilante sobre todo al cantar de la primavera. Le pasaba lo mismo que a Rafal el Gallo ( el Divino Calvo). La gente de Sevilla decía: “¡Ya está aquí la primavera! ¡Ya está aquí! ¡El Gallo por fin ha salido a la calle!”.
De modo que Maruja vivió hasta el final su particular rebelión permanente, en la otra orilla de las convenciones artísticas y sociales. Siempre fue cara al viento y a contracorriente, pero vivió repleta de prodigios. Con la fantasía desbordante de la niña que juega sola y capaz de inventarse sus propios juguetes sobre la marcha.
Después de muchas horas de vuelos y sobrevuelo de la realidad a la fantasía, en una residencia de ancianos se le apaga el último hilo de luz .Olvidada. A los 93 años, un 6 de febrero de 1995, muere al mismo tiempo que en la calle se coloreaba ya el carnaval. Se fue bien despachada. Vivió tanto como bailó. La mujer que siempre estuvo habitada por el frenesí de la vida. Ojos y mirada surrealista. Vivió a todo color. Desde la nube a la espiga; desde la ola al fuego. De la tierra al viento... Al último viento que se la llevó.
EL BECERRO CIEGO
La geografía o el mapamundi en la dehesa de aquel becerro jabonerillo era muy limitada. Del gamonal de la vega al torno del rio y al resguardo de un viejo fresno. Nació ciego. Vivia solo. Con la sola y agradecida compañía de un garrapatero (garcilla blanca) que de vez en cuando le quitaba el incordio de los parásitos. Su madre jabonera también – a la que el mayoral le puso Lagarta en honor del célebre jabón- ,murió pronto de la glosopeda (el mal de la pezuña) y dejó al becerro aún sin destetar. A base de biberón el animal tiró “p´alante”; cuando perdió la pelusilla, el pelo de la dehesa, se puso lustroso y daba gloria verlo. Se le veía la buena reata. El vaquero le arrimaba alpacas de paja y pienso molido. Así que se crió como un rajá; pero vivía sólo al margen de la manada. Siempre en su querencia. Los chiquillos del contorno jugaban con él y le pusieron Lagartito en honor a su madre. Si se le arrimaba algún tallo de hierba fresca al hocico lo devoraba ansiosos y se relamía. Aquello era como al gato la sardina. Cuando lo dejaban solo reburdeaba desconsolado reclamando compañía. Sin embargo ante cualquier extraño acometía dando cornadas de ciego. Venía de buena sangre, Su madre fue puntuada en la tienta de excelente.
Un día Dieguillo el del conoseó para despegarlo del mal rodante de la barranca peligrosa del río cortó una rama de acebuche (ramón) y se la puso en el hocico, el animal bocado a bocado iba embistiendo al toque. Según llevara la velocidad topando el belfo del becerrote iba embistiendo. Dieguillo, por pura casualidad había redescubierto el secreto del temple belmontino, Se corrió la voz entre los zagales del campo. Un nuevo juego con que aliviar el tedio campero. De la rama de acebuche se pasó sin solución de continuidad a aun trapo por muleta y el becerro acometía diligente guiado por el husmo y el instinto de la distancia. Si se le pegaban tirones al engaño el animal se paraba, de modo que había que llevarlo embebido. El becerro ciego estaba encantado con aquel juego de niños. Había aprendido a embestir como era su obligación de futuro toro bravo. Y uno añada y más silos niños juegan a torear aunque sea con un becerrillo invidente. Aunque aquellos chavales del campo, no fueran heroicos –por jugar con ventaja- si aliviaron muchas veces la soledad de un animal sin vista ni calor y de camino ellos también torearon o atemperaron la aburrida soledad.
Pero se dejó venir un mal invierno y una lluvia salvaje reventó el rió y convirtió en un pantano a media finca. El becerrillo ciego desapareció, fue arrastrando por la espantosa corriente y nunca más se supo de él, se lo tragó el barro.
Cuando bajaron las sucias aguas bajo el fresno que cobijara al animal, los chiquillos compañeros de juego pusieron un montón de piedras –a modo de túmulo bravío- para recordarlo.
Unos meses después- en un día de verano con el calor en todo lo suyo- se vio un enorme lagarto ocelado tomando el sol sobre la tumba vacía de Lagartito.¡Qué gran casualidad!
Hasta unos años después aquel promontorio de piedras seguía allí al pie del viejo fresno y había un momento –según contaba el vaquero- que al abrir el día un rayo de sol penetra entre las ramas del árbol y las iluminaba. Hoy no queda rastro. Las piedras se las llevaron otra riada y el viejo fresno fue cortado para hacer dornillos (cuencos de madera de fresno para servir el gazpacho frío o caliente.) Y para rematar: la vega donde estaba el fresno – en la Dehesa de las Yeguas- duerme hoy bajo el fondo de un pantano. Tanto el becerro jabonero como el paisaje de su querencia se lo tragaron las aguas. Todo permanece allí como un sueño sumergido.¡Los tumbos que da la vida! Y aquellos niños camperos jamás volvieron –ni volverán- a jugar y torear a un becerrillo ciego que fue el más bravo del mundo.
Aquella maldita riada además del becerro ciego se llevó otras muchas cosas que ya jamás volverán. Como lo manda el tiempo aquellos niños del campo –con mayor o menor gloria- tuvieron que lidiar el toro serio del destino en la solisombra de la vida. Aunque eso si; con Lagartito siempre en la memoria.
UNA VERSION DE DON TANCREDO CON BURRO
Jesús Cuesta Arana
Aunque el hombre se lo tomara muy en serio, en la boca de la gente era un torero bufo. El Batata –que así se motejaba- era una pirámide de salero y buena zumba. Era la posguerra – el hambruno año 40- y había que procurarse el potaje como fuera; aunque ello supusiera tener en el cuerpo a todo un cónclave de cardenales y no del Vaticano precisamente. Vivía en una chocilla de castañuela en el ejido de Alcalá de los Gazules, sin más compañía que la de un cernícalo pirujo y un borrico todo una matadura que lo mismo hacía las veces de caballo de pica que cargaba arena o lo que fuera menester siempre con honra y buena disposición.
Cuando llegaba la feria, caían algunas perras en el bolsillo, actuando en los espectáculos cómicos-taurinos; aunque él dijera tan pancho: “que más quisiera Belmonte y Joselito juntos ser él!”
“Con picardía en la vida también se hace el pan”, era la filosofía recia del Batata, que no era un pícaro de los tiempos de Quevedo, no.Era más bien un tipo ingenioso que tenía que calentar la barriga, sin hacerle a nadie ninguna esaborición.
Asi que, azuzado por la gazusa le dio pábulo al caletre e inventó una nueva suerte en el toreo cómico . La estatua verde. Con ramas de acebuche, hojas de coles y lechugas se forraba tanto él como su borrico. Y…¡al ruedo!. Parecía una estatua ecuestre o borricuestre de Archimboldo, el singular pintor renacentista que componía el retrato de personajes utilizando motivos frutales y vegetales. Batata solía acentuar su estatua verde con una gran rama de naranjo o limonero con sus frutos que llevaba a guisa de estandarte. Era digno de ver. Se ponía la plaza a reventar. Nadie se quería perder la gesta. El pueblo se despoblaba en la vieja Plaza del Paseo de Mochales – de apropiado nombre, mochales significa loco- de Alcalá de los Gazules. Llegó el momento, en el centro del ruedo, con la proverbial quietud de don Tancredo (El Rey del Valor) aparecía la estatua con todo su verdor. No se movía ni una hoja. Menos mal que el viento de levante estaba echado. Por la boca del toril salió un torete bufando y con mucha fiereza. El ánimo suspendido en el público .Se paró por un momento la rechifla general. El animal dio varias vueltas al ruedo hasta que se fijó en aquel bulto en forma de árbol raro. Se fue acercando y acercando. Escalofrío en los cogotes y el corazón en un hilo de araña. Desenlace: el torete también acusó el signo malo de los tiempos –andaba escurrido de carne– y en un visto y nos visto dio en zamparse con ansiedad el verdor de la estatua, Sin apercibirse el animalito que debajo de aquel tocante camuflaje había carne de pitón. Si se dio cuenta el torete prefirió llenar antes el jergón que hacer la puñeta. De embestir o de cornear ya habrá otro día.
Aquella tarde,-cuentan los viejos- que sacaron en hombros al Batata y al borrico también. Es la primera vez –no hay constancia de ello- que un pobre burro sale por la puerta grande.
Tanto al batata como al borrico moruno, le costaron muchos costalazos y mas de una vez volvieron a la choza con los huesos hecho una granada.
Cuesta mucho triunfar; aunque uno haga de don Tancredo con todo su estoicismo y vestido de hojas verdes ante un toro “esmayao”.
TARDE DE TOROS EN EL CINE DE VERANO
JESÚS CUESTA ARANA
El cine ha contribuido, sin duda, a la difusión de la Fiesta en una época donde las diversiones eran escasas. Los tiempos discurrían como en la mayoría de las películas: en blanco y negro. Todavía al pueblo no había llegado el celebrado tecnicolor. Estamos a finales de los cincuenta, donde la inmensa mayoría de las pequeñas poblaciones no contaban con plaza de toros. De modo que para ver una corrida solo quedaba el recurso de ir al cine, la televisión y las secuencias taurinas del Nodo. Muchas criaturas de no ser por el celuloide jamás hubieran visto de cerca; aunque fuera virtualmente la atmósfera de una tarde de toros.
Por aquel entonces, si un torero no contaba sus hazañas en una película no era nadie. Hasta había algunos con buena fibra de actor: Luis Procuna, El Cordobés, Pepín Martín Vázquez, Miguelín…
Hoy por el contrario el cine taurino duerme en el fondo de las aguas sus mejores glorias. Aún está por hacer la gran película. No corren buenos tiempos para la lírica ni la filmografía taurina. El torero ha perdido su punto de romanticismo y hay que sortear por otros vericuetos más complejos, acorde con la bulla de los tiempos. La figura del torero –otrora heroica– navega por otros mares menos folletinescos. Son otros los arquetipos. El torerillo desarrapado e inclusero tocado por la cruda realidad del hambre y los pitones de la miseria han pasado por suerte a la avinagrada historia. El torero hoy –el que se presta– es carne de novela rosa o prensa del corazón y otras vísceras a consumir. Todo cambia y todo llega. Los maletillas ceden los trastos o el hatillo a los estudiantes de Tauromaquia. Pero ojo, en el toreo y en todo se valora más la originalidad que la innovación. El ser “ca uno es ca uno” como filosofaba el Gallo.
Os cuento: finales de los años 50. El que suscribe, era niño cargado de inocencia con pantalones cortos y mirlo (flequillo) en guerrilla. Noche calurosa. En el cine de verano el no hay billetes. Echaban la película Tarde de toros. El cartel de lujo: Domingo Ortega, Antonio Bienvenida y Enrique Vera. Entremedia del toreo bueno había argumento, trama con intriga y amoríos. Ésta vez no había tragedia para contentar al personal. El público jaleaba y ovacionaba como si estuviera en una plaza en vivo. El olé traspasaba, se escuchaba en todos los vientos del pueblo (Alcalá de los Gazules). No había ocasión de ver una corrida en tecnicolor. Mientras que arriba en el hueco del cielo de vez en cuando volaba una estrella fugaz. Una noche de toros en una tarde de toros. Un prodigio. Por un tiempo el día iluminó la noche, con aquel sol virtual pegando fuerte. La pantalla vivificadora proyectaba una realidad transubstanciada. Como un cuadro dentro de otro cuadro en la magia del superrealismo. Más encanto imposible. De cómo un cañón de luz –cruzada a veces por una mariposa– sobre una sábana blanca, en las manos del proyeccionista era capaz de recrear una corrida de toros en una cálida noche de verano. De aquel emulo de plaza de toros en el cine abierto, acabada la película la gente no solamente había visto una corrida de toros, sino una historia entre toreros. El poder omnisciente del cine que rebasa o inventa otra realidad sobre la misma realidad .Entre el gentío saliendo del cine se oyó decir a un viejo maestro zapatero aficionado de los de capa o capote y espada:
-¡Ojú! ¡Cuando empezaron a salir los toros en la pantalla, como uno estaba en primera fila, me tuve que ir a la cola; me daba mucho miedo parecía que el toro iba a saltar a éste lado!
El zapatero nunca había visto –en su larga vida– una película de toros. Lo real en movimiento por muy ficticio que sea siempre impone.
En el alba del cine, la gente se asustaba lo mismo. En las mítica secuencia de la llegada del tren de los Lumiere, en el año 1895, Belmonte tenía sólo tres años, los espectadores se echaban a un lado, temiendo ser atropellados por aquella locomotora que venía echando chispas. Lo mismo que los toros que vio venir el maestro machaco. ¡Bendita ingenuidad!
Las estrellas fugaces siguen corriendo disparatadas en el firmamento; pero el cine, aquel cine de verano ya no está, ni los tres toreros tampoco. Solo nos queda el recuerdo de aquella Tarde de toros en la noche a los que seguimos –por suerte– lidiando el tiempo que siempre da regular juego.
CUANDO EN VILLALUENGA EL TOREO SE HIZO CANTE
El sol era ya fruta candente cuando rozaba la cresta del alto paisaje serrano. Toros en Villaluenga. Cartel: Javier Conde y el Juli, mano a mano. Dos concepciones,dos sentimientos y dos realizaciones distintas.uno desde el aire festero, el otro desde el quejío. El calor sofocante se fue diluyendo, poco a poco, en la brisa verde de la tarde. Fuera de la plaza se oía el rumor de la feria. Por la ladera rocosa al pie de las alturas el llamado “tendido de los sastres” ponían su nota de color en el agreste e impresionante paisaje. Arriba un avión de plata iba trazando en el cielo claro una línea imaginaria en el aire. Una línea figurada entre el toreo y el cante.
Salió el quinto toro – el de la suerte -. Javier Conde con el fragor de unas verónicas, como tallas barrocas en movimiento, animó el duende dormido de la tarde habitada por el sudor y el vino.
Con su terno azul profundo y plata tomó el torero malagueño la muleta. En su faz lorquiana se transparentaba ya el latigazo interior. El toro albertiano que lleva nuestra gente en las venas empezó a embestirle también a Conde. Sonó la música de viento –el pasodoble- pero el torero pidió callarla. Con el compás del corazón ya era bastante.El silencio inundó el templo de piedra primitiva de la plaza poliangular,donde el circulo es imaginario. De pronto,un grito flamenco partió o se aposentó en el aire. Arcángel era el cantaor que perdido en el marasmo del tendido le lanzaba al torero jirones de su alma.El toreo y el cante eran ya dos sentimientos parejos .Dos pasiones del numen popular que como decía González Climent “sin ninguna conexión real”; aunque proceden sin embargo de un mismo espíritu y robusta unidad vital. Podríamos decir que el toreo y el cante viven en el mismo aire pero con distinta atmósfera., distinto drama. Siguiendo el hilo de la tarde ocurrió otro milagro. Un pique emocional como en los quites. Justo en la orilla contraria de la plaza donde se calentó el cantaor. Una voz de mujer estremeció el aire cristalino de la sierra. La voz sonaba rajada como una soleá mientras Conde toreaba por naturales. Tanta emoción junta dejó el ánimo suspendido como el águila que se dibujaba planeando con puro temple entre la sinfonía de piedra. En el tendido como a una muchacha - en avanzado estado de gestación - se le saltaban las lágrimas como a El Gallo cuando toreaba a gusto.
La voz misteriosa que respondió al quite sonoro de Arcángel ¿de quien podía ser?... ¡De Estrella Morente! La mujer del torero que había sido mimado por los duendes. De modo que otra vez estamos con lo del sexo de los ángeles ¿Se hizo el toreo cante? o ¿Se hizo el cante toreo? Lo cierto es que como creía Antonio Mairena : “Si al cante le falta duende,es como si al cuerpo le falta el alma,le falta la vida”. Al toreo lo mismo. El entrañable Antonio Murciano (siempre con el paisaje de fondo de su Arcos de la Frontera) miró o expresó el capote de Rafael de Paula por bulerias y la muleta como seguirilla antigua. Mejor ilustración de lo sucedido en Villaluenga,imposible.
Tanto en el toreo como en el cante el olé premia y acompaña. Para cantar por derecho hace falta ligazón y ritmo; temple, remate y desplante. Se puede ser cantaor largo o corto según se domine los palos o los tercios. Igual que en el toreo. Igual.
En Villaluenga del Rosario se escribirá en la historia o en la memoria ágrafa el día señalado – un cuatro de septiembre del 2005 – en el que el cante y el toreo o viceversa voló a gran altura desde la solemnidad de la roca a la pluma al viento. El día que un pueblo vistió su emoción de grana y oro. Con el fondo imponente de la cal y la piedra.
LA FIESTA DEL TOREO: UNA ESTAMPA CON OTRA ATMÓSFERA
El toro no piensa :da que pensar. Es el pensamiento de José Bergamín, tan recurrente, porque es el poeta del alma del toreo. Como cada toro es un misterio da que pensar al torero. Pero fuera de los ruedos existen otros ruedos necesarios. Son los foros de los estudiosos de la Fiesta. De los sabios que son capaces de vestir a la mismísima luz de luces si fuera menester. La palabra por muleta .Y el toro por inteligencia. Son los grandes aficionados que piensan y sienten el Toreo. Unamuno lo decía bien : “Los sentimientos son pensamientos en conmoción. Uno se apunta con el poeta Carlyle cuando suelta al vuelo.”El pensamiento más profundo canta”. Sino que se lo digan al cantaor flamenco o al torero de pellizco – en inversión de sentidos – cuando esta en estado de gracia.
El profesor Rafael Comino –Catedrático en Medicina – convocó a la afición en San Roque a un pie de su centenaria plaza de toros, por segundo año, del feliz alumbramiento del Curso de Tauromaquia (el médico Comino es ginecólogo). De manera que fue él quien parteó con buena maña y espíritu a la criatura . La afición que junta iba a hacer el paseíllo –palabra a palabra – por la luz y las sombras y las aves migratorias y de mal agüero que de vez en cuando se posa sobre el mondo del Toreo. Un extenso recorrido de casi dos días enteros entre loa taúrico y lo taurino. El toreo es una estética trágica pero con trasfondo de poesía y emociones contrastadas. Arte y ciencia capaz de transformar la violencia ciega de la fiera en su estado más puro en otra energía morada por el encanto y la magia desencadenada . Todo arte –siempre lo será- es una forma de magia y toda magia es una forma de arte.
El Toreo viene a ser con la ayuda de Heráclito y su armonía de contrarios- una belleza antigua de los tiempos modernos, que solo lo intangible de su esencia lo hace sobrevivir. El Torear como en la filosofia belmontina va creando heterodoxias dentro de la ortodoxia. Generación tras generación ha ido superando todos los embates. Por eso mismo: porque es una corriente viva que va al compás de los tiempos. Pedro Romero se retrató con un reloj en los pies y desde entonces sus manecillas no han cesado de trabajar el calendario. Dominado siempre por superestructuras racionales que terminan sumergiéndose en la magia primitiva. Toda obra artística es una doctrina científica. El artista y el científico se dan la mano. Son hermanos univitelinos como pensaba el profesor Alvarez Villar. En definitiva, para ahorrarnos palabras: el toreo forma parte lo mismo que la música, la pintura, la poesía, la arquitectura, la escultura, el cine de las artes de la Belleza con mayúscula a un nivel alto y profundo a la vez . El toreo es indefinible. Un misterio. Un misterio que solo los toreros como el Divino Calvo son capaces de decir y decirlo. Dicho de otra manera: no da lugar al vacío sin los fantasmas interiores.
El profesor Rafael Comino consciente y uncido por el caletre de López de Vega que pensaba que el fruto sabe a su raíz. Llamó a un a pléyade de profesionales, críticos y aficionados para eso: para pensar sobre el toro. Como queriendo igualar la vida con el pensamiento. Donde haya una persona siempre hay pensamiento y arte.
De todo esto y mucho más se habló en el II Curso de Tauromaquia de San Roque. Un repaso entre la docencia y los sentimientos. Entre el corazón-cabeza y cabeza-corazón. Entre la lógica y la magia. Apolo y Dionisos mano a mano..
Un ganadero, varios toreros y críticos se rompieron con la palabra y la dejaron en vuelo abierto a los aficionados que expresaron y debatieron –echando a veces la mirada atrás – el devenir de la Fiesta. Con sus tirios y sus troyanos. Sin echar nunca al saco del olvido que el torero –como el gran artista- es una criatura fáustica.
Al final de todo, uno se agarra a las palabras sabias y empero certeras de Domingo Ortega : “El mayor enemigo de la Fiesta es que el toro dejara de embestir “.
Termino con una estampa : Con la tarde ya pintada. Llovía templadamente sobre San Roque. El paisaje tomaba un brillo sedoso con el oro bordado de las primeras bombillas. Una neblina iba abrazando poco a poco la atmósfera. A través de las añejas arcadas del Palacio se veía una sala iluminada. Dentro la fantasía hecha materia del escultor - ya en la eternidad – de la tierra Luis Ortega Brú. Era otra atmósfera. El edificio clásico pesaba en el aire mientras que las tallas barrocas volaban. A Cagancho lo compararon con una talla de Montañés . Y la lluvia seguía con su reloj. Como en el sentir de Antonio Machado con su monotonía en los cristales. Dentro de la sala una voz decía: el toreo es un misterio...
EL CHOCOLATE, POR LAS CARAS DEL GRITO
JESÚS CUESTA ARANA
El Chocolate y El Farruco dos leyendas del cante y del baile.
El Cocolate ante unos de los galardones más preciado: El Giraldillo del Cante
Era raro a rabiar. Rarísimo como él solo. Se creo una ortodoxia dentro de una heterodoxia. Hermético y cabal. Siempre a merced o según cundiera el ánimo. Su presencia gitana se apreciaba a tiros legua,sin mayores averiguaciones. Su sino:el cante. Bohemio puro con alma errabunda. Se movía siempre entre las nieblas antiguas. “Tiene en la actitud y la voz la desesperación del que se revuelca sin manos,del que camina peligrosamente al borde del brocal para no caer en el pozo sin fondo de la tristeza”, honda apreciación de la guionistaa argentina Maria Rosa Fiszbein. (Los argentinos tienen una especial sensibilidad para aprehender el flamenco. Anselmo González Climent, originario del pueblo gaditano de San Roque, acuñó el término Flamencología, que da título a una obra imprescindible sobre la bibliografía en la materia). Afino el ojo y pongo la mirada en Antonio Núñez Montoya (El Chocolate en la cartelería). Un numen gitano a rebosar. Desgarrado siempre en el quejio y genio expresivo. Vivía y cantaba amarrado a lo atávico de la raza. El origen del cante –según él– fue el grito.
Se dibujaba el año 1992 .Era por enero. Por aquel entonces uno escribía sobre Flamenco para Diario de Cádiz. Un deseo: entrevistar a El Chocolate a sabiendas de los puntos raros que tenía. Siendo jerezano –predestinado a nacer en el barrio de San Santiago, donde todavía resuena el grito cantaor del Loco Mateo, Paco la Luz, Manuel Torre, El Gloria, Borrico, Terremoto...– vivía en el barrio sevillanísimo de la Macarena en la calle Otoño número 5. La casa humilde; pero con toda la aristocracia gitana.
Al otro lado del teléfono oí la voz de una mujer con soniquete cañí. Me presento y le expongo la intensión de hablar con su marido para un periódico. Se trataba de Rosa Montoya, hermana del legendario bailaor Farruco y abuelo de Farruquito.
–¿Y qué va a ganar él con ésto?
La pregunta de la gitana necesitaba una rápida respuesta. De lo contrario estábamos perdidos.
–Un amigo. ¿Los amigos tienen precio?
–¡Qué resalao! Véngase usté pa acá que le voy a prepara unas costillitas que quitan el sentío.
Así fue. El reloj se me paró al escuchar la voz de ascua del mítico cantaor; los ojos dos golpes de carbón y un rictus enigmático sombreando una faz de arcilla bravía. Sacó un cajón de madera que tenía debajo de la cama, a tente bonete de fotografías, que cantaban –casi todas blanquinegras– los lances de su vida. Revoltijo de imágenes sin álbum ni concierto. Sin explicaciones me fue mostrando fotos al azar entresacadas de la almáciga de la memoria: “to esto y lo que se ha quedao en el aire ha vivío uno”. La voz rota de nativitate fue terciando jirones de su vida, entre una vaharada de humo de tabaco y olor a vino jerezano recién escanciado. “Nací en Jerez de la Frontera en el 1931,el mismo año que arranca la república. Desde niño tuve que ir cara al viento de la miseria. Con música de talón y muchas veces escalzaíto. Me solté de pueblo en pueblo cambiando el cante por un cacho de pan y por algunas perrillas. Alguna gracia tenía que tener; siendo gitanito como era, llegué a cantar en cuarteles de la guardia civil !Fíjate tú!... Con lo negruzo que yo era y caí sembrao. Las mujeres de la gente del tricornio me tenían esclaresío de limpio y comida caliente con mucha sustancia.¡Daba gloria! Recuerdo que estuve en Alcalá de los Gazules, con toda el hambre de los años 40, en un sitio que le decían La Patroná, cantándole a los señoritos que allí se juntaban, donde una mujer de las buenas, me llevó una taleguita con un pedazo de queso emborrao y un gajo de uvas que me sentó como a los chivos la leche”.
A la par que caía el vino, el surtidor de recuerdos manaba cada vez más agua clara.
Antonio Núñez El Chocolate, es un imprescindible en la historia del Flamenco . Los locales de la Alameda de Hércules sevillana y las ventas de extrarradio fueron su torillo de mimbre. Ferias y fiestas. Debuta en Melilla y ya el no parar. En su haber una amplia discografía. Incontables premios: El Pastora Pavón, Nacional de Arte Flamenco de Córdoba, Placa del VI Festival de cante de mairena del Alcor, Cátedra de Flamencologia de Jerez de la Frontera, Giraldillo del Cante (Bienal de Sevilla), Grammy Latino, Medalla de Oro de Andalucía y la de Sevilla... Una vida cantaora de rumbo y rango sabiamente definida por Manuel Ríos Ruiz: “En la voz laina de El Chocolate el cante adquiere un acerado de cuchillo, una penetrante rasgadura, entre lo sonoramente brillante y lo dolorosamente oscuro, que lo señala distinto” ¿Quien se atreve a matizar ésto?
Con la tarde ya abrochada, Chocolate y el relator de ésto paseamos las calles sevillanas, con el vino embistiendo por dentro, se arranca por bulería: Libre/ igual que el viento/ a veces pretendo/que sea siempre tu amor... Increíble. El Chocolate con la vena inspirada interpretando a Matt Monro. (En el tema de la película Nacida libre). Luego nos pintó la noche agarrados del brazo, sin rumbo fijo, donde el cantaor iba asociando cada rincón, cada atmósfera con la vida vivida. “A mí pa cantá bien me tienen que gustar las caras”, según recoge Manuel Barrios en su libro Ese difícil mundo del flamenco.
Acabado nuestro paseo sin rumbo ni norte. Llegó el momento de la despedida, metió mano el cantaor a la cartera y sacó dos fotos : “Pa ti que sabes beberte el cante” (Son las dos imágenes que ilustran éste escrito).
En la alta noche, aquél gitano misterioso se lo tragó las sombras. Como una sombra dentro de otra sombra.El hombre que murió en una queja permanente: vivir con la pena de no haber escuchado a su madre cantar por soleares, porque se “la llevó pronto la bola verde, (muerte) cuando todavía yo era mu chiquitito”
El Chocolate con su voz natural, incontaminada, monumento a los sonidos negros, meciendo todo su misterio y drama antiguo lo imagino siempre en ésta vieja solea que lo autoretrata : Que no suenan a cordura/pero a locura tampoco.
EL PASMO DE TRIANA EN ALCALA DE LOS GAZULES
Una tarde de abril -con el azar y las golondrinas en todo lo suyo tiramos Rafael Belmonte y el que escribe por la calle Betis adelante, no sin antes hacer parada obligada ante la estatua perforada del Pasmo que mira desde el Altozano a la Maestranza; Venancio Blanco, el escultor e hijo de mayoral, tuvo la genial ocurrencia de dejarle el pecho abierto al torero para que en vez del corazón se le viera la Giralda en las entrañas. "Mi hermano Juan .. ", sonó la voz suspirada de aquel "negrillo pelota" como le llamara el Pasmo a Rafael, que hoy lleva muy bien trabajada su ancianidad.
Sonó la voz de la sangre atascada por la emoción, mientras una pequeña lágrima de cristal -como esa que le ponen a las Vírgenes los imagineros - se le escapaba lenta por el semblante.
¿Dónde íbamos el hermano del Pasmo y yo por la orilla trianera del río? A ver a Blanca Belmonte que vive en un ático soleado en la Plaza de Cuba, frente a la torre del Oro y el Paseo de las Delicias donde vivió su padre los últimos vientos y vuelos antes de tirar para la finca Gómez Cardeña para hacer dejarse matar por la soledad y por otras tormentas interiores.
Una pistolita casi de juguete le dio -muriendo ya la tarde- al glorioso torero la última cornada mortal (un día 8 de abril de 1962). Abril es el mes de Belmonte. Nace y muere en abril, en el preciso instante cuando el sol entra en el signo de Aries y acaba cuando sale del de Géminis. Es decir: la primavera.
Ya con la tarde dándole oro viejo al azul opalino del río, a esa hora de los crepúsculos belmontinos, se abre una puerta, con templa proverbial y aparece -entre dos luces- el retrato de una mujer chiquita; mentón prognato, boca grande; pelo azabache combinado con el mirar, brazos largos y coronado el semblante con un deje melancólico. Con una tristeza palmaria como el grito profundo de una soleá de Triana. Inquietaba el retrato de la mujer en la penumbra, Se le transparentaba la imagen viva de su padre. Como una suerte de imagen fundida con la memoria. En el retrato de Blanca se le sobreimpresionaba el de su padre.
Rafael Belmonte, Blanca y el que escribe ante un ventanal por donde se iba destilando la tarde ya color caldera -sorbo a sorbo de té rojo- nos pasamos el tiempo que dura función de toros, dos horas, echándole carbón a la máquina de los recuerdos. Los recuerdos de un hombre que entre otros motes le llamaron el Misterioso. En el humo de Blanca se anidaba el recuerdo de su padre. A Juan Belmonte se le oyó decir ya al filo de la vejez de la vejez: "Ya ves, perdiendo el tiempo, echando humo al aire y viendo la gente pasar”
Sacó Blanca a el álbum familiar. La memoria tangible. Entre una cascadas de fotos, mi mirada se fue como vencejo hacia dos imágenes del Pasmo donde aparecía en una plazoleta de pueblo sureño. Posaba_el hombre el hombre con chaqueta clara y sombrero alicaido: “Mi padre en Alcalá de los Gazules", ¿En Alcalá ... ?, fue mi pregunta centella. "Si, sí - rajó el silencio la voz natural. Mi padre decía, lo decía decia siempre : que Alcalá de los Gazules era el pueblo que más le fascinaba; le gustaba perderse por sus empinadas calles. Como él nunca se dio a conocer pasaba desapercibido entre la gente del pueblo. Se calaba sombrero y gafas oscuras y nadie lo conocía. Ninguno sospechaba que aquel hombre ya de edad hombre ya de edad fuera Belmonte el torero".
- Juan Belmonte paseando el aire de las calles alcalaínas y nadie queda ya con memoria de aquella fabulosa imagen
Hay varios testimonios -orales y escritos- de la presencia del mítico trianero en Alcalá de los Gazules. El escultor Sebastián Miranda en sus deliciosas memorias Recuerdos y añoranzas escribe:
"Fue en Alcalá de los Gazules, ( ... ), en unos de esos pueblos maravilloosos de Andalucía la Baja, como Arcos de la Frontera y tantos otros; únicos en el mundo. Asistí a una corrida de Manolo Camacho que salió muy buena. El público pidió la oreja para un muchacho de Camas, y el alcalde que presidía, asesorado por Belmonte, andaba reacio en concederla. Entonces intervino Juan diciéndole:
"Désela usted ya, que estuvo bien." Pero, Juan, ¿no se fija usted que toda aquella gente de sol no sacaron ni un solo pañuelo? -comentó el alcalde-.
"¿Cómo quiere usted que lo saquen, si nunca lo han tenido? - le replicó Juan.
Buena salud de la gente de Alcalá por aquellas calendas. Esto debió ocurrir chispa más o menos en tiempos de la república que fue cuando se dieron más festejos taurinas en la vieja plaza de toros alcalaína del paseo de Mochales).
Así se ponía la vieja plaza de toros del Paseo de Mochales en las tardes de feria de 1926.
(En la quinta fila a la derecha la muchacha que queda justo encima del hombre del cántaro, es Manuela Arana,mi madre)
De niño, -el que tira estas letras- en el Café Nuevo, en la geografía de la Alameda,(‘laza principal del pueblo) donde por aquel entonces sentaba los reales la afición alcalaína, escuché al viejo torero Niño de la Tenería: " "Juan Belmonte vino , el día que debutó en Alcalá su hijo Juanito (Juan Belmonte Campoy); Y venía vestido con chaqueta blanca de hilo y sombrero del mismo color de jipi-japa. Hacía calor. Yo hice el paseíllo con él". Eso fue en agosto del año 1935. Con novillos de Ramón Ortega. Abrió plaza Pepe Belmonte (el hermano mayor de Juan) como rejoneador. El novillo le mata una preciosa jaca alazana. y a pie actuaron : el gitano Diego de los Reyes, Pantoja, el torero local José Alvarez "Niño de la Tenería" y el debut de Juanito Belmonte Campoy que luce el temo de torear por primera vez.
A la salida de los toros, el Potoco (este hecho se lo oí también referir a algunos viejos) abordó al gran torero, y este le dijo, claro, en tono de guasa: "eres el mejor torero que ha parido la historia". Potoco se lo creyó y desde entonces -él que no andaba muy bien de la chaveta- se puso a torear coches en la calle y lo que se le pusiera por delante.
El pobre Potoco se murió de hambre en la pavorosa posguerra -¡que todo hay que decirlo!-con la ilusión intacta, a pesar de sumar más de setenta primaveras, de ser algún día una estrella del toreo. Toda su vida tuvo esa estrella en el pensamiento. Poco antes, de tirar para siempre para las nubes, le dijo a Juana, su mujer. "Todavía te tengo que ver hecha una señora".
Un ejemplo de constancia en los sueños. Pero, a pesar de los pesares, Potoco, se murió con la dicha de haber estrechado la mano de Pasmo de Triana. Un sueño atrapado por la cola.
Otra secuencia de Juan Belmonte en Alcalá:
Un día, en una humilde casa, a la vera de Jerez, conocí a un hombre menudito, de tez y pelo ceniza que mas parecía una pavesa al viento me contó: " Yo trabajé mucho tiempo de carpintero basto en la finca "El Bollar" de Juan Belmonte, en el término jerezano. A pesar de su empaque serio, Juan era una "jartá" de guasón. Resulta que tenía trabajando a un tal Chanillo -que tenía procedencia de Alcalá- que era muy inocentón, muy poco baqueteeado; no estaba chuceado por la vida, si le decía que por el cielo iba un toro bravo o un burro lo que fuera, siempre picaba. Una hermana de Juan llamada Sole, que de vez en cuando aparecía por la finca, le hacía mucha gracia Chanillo. y Juan ... ! que tenía más ingenio que la mar!, vistió a su hermana de novia con cuatro trapajos, y le dijo a Chanillo que se tenía que casar con ella. Al zagalón le entró tanto pánico de verse cuñado de Juan Belmonte que salió corriendo con más competencia que los galgos.
Pasó el tiempo ... un, día ,dos, tres y Chanillo sin aparecer! Belmonte apesadumbrado por la broma, pensó que el muchacho había hecho una “esaborición” y salió a buscarlo por todo el contorno, hasta que le dieron pistas de que se encontraba en Alcalá de los Gazules. Fue hasta allí, y se lo encontró en la “Patrona” (El Casino) viendo jugar una partida de dominó. Se lo llevó de nuevo a la finca jurándole por los vivos y por los muertos de que ya, aunque se cayera el mundo, no lo iba a casar con su hermana Sole".
Rafael Belmonte, me contó un tiempo después que Carpinterito llegó a torear por mediación de su hermano Juan una becerrada en la Maestranza y dio la vuelta al ruedo montado en una bicicleta! Fue el finibusterre. Nadie antes había hecho eso.
Juan Belmonte en Alcalá de los Gazules. No sé si será cierto o no; pero una vez le oí decir a Carrillito el Músico -cuando uno era un zagalete - que él había entablado amistad con Juan Belmonte de cuando venía de torerillo a Alcalá. Juan Belmonte -como otro grande Pepe Luís Vázquez- se pisaron sus sombras por los campos de Alcalá ¿Estuvo Belmonte antes de vivir la gloria en Alcalá? ¿Por qué no? Por algo diría que era el pueblo donde más le gustaba perderse.
Jesús Cuesta Arana
LA COLETA DE LAGARTIJILLA, CIEN PRIMAVERAS DESPUÉS…
Fernando Romero (Lagartijilla), gran banderillero alcalaíno:
Parece mentira que una cosa tan insignificante –en apariencia- tenga tanto significado en la vida de un torero. Hablamos de la coleta. Esa trencilla o mechón de pelo que figura situada en la nuca o en el cogote que en un principio tuvo más valor funcional –servía para proteger zona tan delicada de la cabeza- que de adorno como hoy en día. Del pequeño “adminículo capilar” –en la cursilería de los gacetilleros rancios– se puede escribir todo un tratado.
Los lidiadores antiguos lucen airosos la trencilla que delata a las claras su profesión; “por ahí va un torero” dicen la gente al verlos pasar. Hasta que Belmonte va y le dice a un atribulado peluquero de Madrid,” ¡córtame la coleta!” Y desde entonces se cambió el pelo natural por el postizo. Un atributo tan pequeño arma la gran revolución. La coleta sin duda marca toda la vida de un torero. Una línea imaginaria. Más que un distintivo es todo un símbolo.
El corte de la coleta marca la despedida o la tragedia de un torero. En definitiva el emocionado o triste adiós.
He aquí una sucinta historia para el álbum sentimental del toreo: Fernando Romero Lagartijilla, hace ciento veintisiete años nació en Alcalá de los Gazules, hijo de funcionario municipal y ama de casa o “las labores propias de su sexo”, según el papeleo oficial y significativo de la época. Jugó –como era costumbre en los chiquillos de antaño- al toro. Y en un santiamén cambia el torillo de mimbre por el toro de verdad. Un día con otro soñador del toreo –Agualimpia– toma barco de polizón en Cádiz rumbo a Méjico. Se enrola en una cuadrilla de toreros juveniles. Pasa el tiempo y Gaona se fija y lo confía de peón en su cuadrilla ¡qué cualidades tendría! Y juntos vuelven a España. Hace una escapada de unos días a Alcalá para ver a su madre. Y toma un último tren que le va a llevar a Madrid, donde lo espera el maestro para lidiar una corrida de Concha y Sierra, con Vicente Pastor y El Gallo. La fecha negra: 25 de abril 1909. Aquella tarde el invierno cae sobre la primavera convirtiendo las margaritas en crisantemos. El último toro dibuja entre pitón y pitón una cornada certera. El astado va a ser banderilleado por Rodolfo Gaona, pero quiere la malasombra que el maestro salga volteado de fea manera y Lagartijilla se ve precisado a cumplir con la suerte. Y la suerte –ésta vez– se troca en muerte.
Quiso la triste casualidad, – ¡increíble!– que aquella mañana se estrenara en un templete de Madrid, un pasodoble compuesto por el maestro Martín Domingo: Lagartijilla. Por la mañana la música alegre del pasodoble y por la tarde el responso. Ironías del destino o de la vida.
Los años según la gente antigua del campo y los poetas se cuentan por primaveras. Justamente el pasado 25 de abril se han cumplido cien años de la desgracia de Lagartijilla en Madrid. Y aquí viene la razón y espíritu que mueve éste artículo. El que escribe estas líneas se ha pasado muchos años rastreando por la memoria perdida y encontrada del infortunado torero alcalaíno y lo que en un principio fueron cuatro datos biográficos sueltos, hoy se ha reunido todo un corpus con interesante documentación –gráfica y escrita–, para hacer un libro. Una meta: localizar a los descendientes directos. A través de internet – a raíz de un escrito mío sobre Lagartijilla- empezaron a dar señales de vida las primeras voces de la sangre. Primeros contactos. Poco a poco algunas zonas de sombras de la vida de Fernando se fueron iluminando. Entró en el pensamiento de reunirnos en torno a la memoria del torero. Elegimos el lugar: Alcalá de los Gazules. Y una fecha: 25 de abril. Justo el día en que su cumple el centenario de la tragedia. Llega el momento. Al medio día con el sol de la primavera vestido con el mejor terno de luces, pisando ya el corazón del pueblo que le da la primera luz y los primeros vientos, se produce el encuentro con la tierra y el tiempo. Aparecen cuatro mujeres: Soledad, Luisa, Ana e Isabel, gran parte de la representación familiar. En sus semblantes se les transparenta la galopante emoción del momento. Cuatro mujeres como cuatro vientos que soplan por las venas de la memoria de un torero que arrancó a la vida en éste mismo paisaje. Que un día parte de aquí para la aventura del toro en un largo viaje y que resulta ser sin retorno en una maldita tarde.( Este mismo día hay bulla y suelta de vaquillas para celebrar el patrón de Alcalá y entre el tumulto y el ruido de la fiesta sonó el pasodoble a Lagartijilla dedicado a la familia presente. Un detalle).
Soledad, sobrina biznieta de Lagartijilla, trae una bolsa repleta de recuerdos marcados por la alegría y la tristeza. La solisombra de la vida. Una fotografía del torero vestido de luces, retratos de la madre y hermanos: la rastra familiar. Periódicos y revistas detallando aquella infausta tarde. El pequeño retrato al óleo y las cintas fúnebres que adornan las coronas dedicadas por toreros y amigos. En aquel revoltijo de recuerdos viene la vida entera de un torero, mientras que el sol de la primavera se vuelca allí arriba con toda su luz y todo su calor.
Pero el momento culminante llegó, cuando Soledad, con el fondo blanco e imponente de Alcalá, abre una pequeña cajita de terciopelo negro y aparece un pequeño mechón trenzado de pelo castaño con vetas de oro viejo. Es fácil adivinar: ¡La coleta de Lagartijilla! La misma coleta que le arranca o le corta a la fuerza el toro Merino de Concha y Sierra en Madrid. La coleta con el pelo intacto con su brillo natural desafiando al olvido a pesar que cien primaveras le hayan pasado ya por los caminos del tiempo. Una reliquia torera que mueve más a la ternura que a la tristeza. El dolor vencido por la buena memoria. Y su pasodoble sigue y seguirá sonando por él muchas primaveras.
Al final, siempre queda una certeza: la memoria grande del Toreo nunca le cortará la coleta a Fernando Romero “Lagartijilla”. Nunca.
Jesús Cuesta Arana
PINTOR Y ESCULTOR
www.cuestarana.es
EL OJO EN LA MIRADA
JUAN LOBON: EL MUNDO Y LA VIDA QUE NO ESTÁ EN LOS ESCRITOS.
JESÚS CUESTA ARANA
Nunca se le notó que fuera carne de novela. Se le oyó más de una vez decir: “La fama.¿para qué sirve?...si por lo menos sirviera de sustancia al puchero”. Porque lo que había sufrido no estaba en los escritos. Luís Berenguer no lo buscó: lo encontró en los limpios y en los apretados del monte. Tan fascinado quedó el escritor por el personaje y dado que su notoriedad corría de boca en boca que, según expresa en carta introductoria de la novela El mundo de Juan Lobón : “Hasta celos siento que alguien con más merecimientos se me adelantara a escribir ésta fábula,que estaba a medio tiro de escopeta (...)”. Pronto al primer golpe, a primera vista, el marino escritor y el cazador furtivo se tomaron bien los vientos o se cogieron el compás. Los dos tomaron el mismo embroque. Tanto el hablar como el mirar no fue trabajoso entre ellos. Tenían la misma brújula –nunca mareada– y el mismo mapa en el bolsillo. Le pudo tanto el sobrenombre de Juan Lobón, que José Ruiz Morales su verdadera identidad –según se mire– duerme en el Registro Civil bajo las aguas del olvido. Suele ser moneda corriente con los remoquetes.
Luis Berenguer, mas que dibujar un personaje en su prodigiosa novela El mundo de Juan Lobón, interioriza en el caletre de un ser roussoniano, inocentón; pero muy picardeado en los saberes del monte; en eso no habían quien le mojara la oreja. Era agua en el aceite en la vida social y como la bicha y el lagarto con los adelantos del mundo. Se acharaba pronto si se le sacaba de su querencia. Lo suyo estaba en el bullebulle de las tabernas sino en los guichis de las cañadas; en el clarear del día y el lubrican; en el ojo avisor y la escopeta siempre cargada; en el limo verde de los charcos que guardan debajo sus misterios; en la sombra agradecida de los fresnos y las motillas; de la vega gamonera a los canutos; en el hechío y cagarruteo del conejo,el muflón o el venado; en el suspiro del vuelo de la perdíz y la gallareta; del raspajeo del gandano y el jabalí en la hojarasca; del satinado taraje a la corona de espina de los érganes; de la zarampaña al cartucho cagalistroso;del boliche de carbón al vuelo blanco del garrapatero;de las escarchas a las chiribitas de los bujeos; del Pico de la Sillita de la Reina (en el Picacho;entre la Sierra de las Cabras y el pico Aljibe) al llano de la Janda...En fin; siempre hace falta un paisaje para vivir. Para quitarse el hambre muchas criaturas del desamparo tuvieron que pegarle bocados al campo. Si la piedra da en el cántaro o el cántaro da en la piedra, mal para el cántaro. No había otra filosofía. A la gente muy castigada le salían callos en el miedo. Y la cuerda ya se sabe por donde se parte siempre. Sin embargo – a pesar del duro trajín en el monte– Juan Lobón jamás le echó la mirada brocha. Se engloriaba perdiéndose con su sombra desde la umbría espesa al torno del río.
La estampa primitiva de los cazadores jandeños de la Laja de los Hierros –con sus trazos esquemáticos–,es sombra alargada en Juan Lobón con su escopeta mocha de dos cañones y pletina larga. Y canana a reventar de cartuchos caseros a base de espíritu, plomo y triquitraque, pisando el calentón de la herriza y el engorro de las pergañas en las botas.
Nunca se me despintará de la memoria –ni con el oficio del tiempo– el día en que coincidí con el personaje en Canal Sur, en un programa en directo (Tal como somos), presentado por Andrés Caparrós. Secuencia 1. Sala de maquillaje. Interior noche. Frente a un gran espejo festoneados por bombillas Juan Lobón (con gesto contrariado). La señorita maquilladora insta al viejo cazador furtivo a que se quitara la gorra para facilitar mejor el trabajo. Toma y daca. El hombre nanay. Al final la gorra permaneció en la testa. Entre dientes se le oyó decir:
–La gorra no hay un dios que me la quite. Ya puede venir la Regencia, Y menos para un viaje de borra como éste.
El hacedor de éstas líneas estaba allí sentado en otra silla justo al lado y vio como una vez más prevaleció el coraje sobre la razón.
La gorra, sobre todo para la gente del campo, más que un burladero contras las cornadas de la solanera y la frialdad o el toque estético y atávico era ,–y es– , una prolongación de sí mismo. Un encariñamiento. De modo que cualquiera era el guapo que le quitaba la gorrilla a Juan Lobón. Verlo destocado era una rareza; solamente se producía el milagro en los entierros.
La vida de Juan Lobón –hace unas décadas– fue llevada a una serie de Televisión Española (la 2) basada en la novela de Berenguer con título homónimo. Lo llevaron al huerto. Apenas le pagaron nada. Tampoco le pidieron asesoramiento. Pasaron de él. No era de extrañar escuchar sus quejas:” No me ha gustao mi vida en el cine. Vaya manera de poner los lazos y de tirar con la escopeta. Y los más desgraciao de tó es que pusieron cosas de poca vergüenza [escenas de cama] que no tenían nada que ver conmigo. Caí en el cepo como un gazapo. Así está uno tan resabiao!”
Pero el mundo da tantas vueltas –el de Juan Lobón también– que al final el primitivo cazador furtivo fue a gastar los últimos cartuchos a la vera del mar. Ya achacoso y con el cuerpo roto fue a parar a la Costa del Sol al amparo de su hijo José que también practicó el futiveo. Del monte a la mar .Cada barco o fragata que veía allá en el horizonte entre la calina le encendía el recuerdo de Luis Berenguer. Sin el narrador de su vida todos los barcos le resultaban fantasmas. ¡Menos mal que la imaginación se muere a la vez que uno!.. ¡Cuantas veces en las noches de oleaje bravo, creyó oír la inquietante berrea de los venados! Todo se va en un visto y no visto,como las estrellas locas y fugaces que rajan el cielo en las noches de verano. “Todo viene solo. También la muerte”.(Picasso).
Muchas tardes echamos juntos al amor de un café –o vino– con fondo de Alcalá. Todavía tengo frescas las últimas palabras que le oí: “ Ya no tiene uno sangre pa ir al monte. ¿pa qué? Si no puedo con los fondillos. Parecía que la máquina nunca se iba a escacharrá...¡La madre que parió a...!”
´
Se fue –con el suspiro del mar– el hombre grandón, la piel corteza de pan negro; de mirar limpio y bravío, ingenuo a pesar de tantos trotes. Lo suyo siempre fue la ley del campo abierto y no la ley mal escrita.
No importa el día que nació y murió Juan Lobón. No importa. Su mundo y su vida va a seguir – a reloj sin manecillas– como latía la perra Rubia (y el Peluso) a olor del hechío y el chero montuno. Gracias a un libro – sin fechas– que nunca será pavesas al viento; aunque él dejara otras historias y otro mundo que contar..
Programa de mano original
EL OJO EN
LA MIRADA
LA NOCHE QUE
LLORARON LAS ESTRELLAS
JESÚS
CUESTA ARANA
Vista de la Alameda en los tiempos de la República. Seguro que muchios de los viandantes que aparecen en la imagen presenciaron la película y el corrimiento de las estrellas.
De
las muchas cosas que oí contar a la gente antigua –a la luz del
fogarín o al socaire del brasero de picón– hay una que jamás se
me avienta de la mente por más que los días den pábulo
y pabilo al reloj.
Doy
azogue a la memoria: Aquella noche de julio echaban cine en la
Alameda en Alcalá de los Gazules
( por aquel entonces plaza de Fermín Galán y Carcía Hernández)
Era sábado..Al
lado en la fachada del Ayuntamiento lucía la bandera tricolor. Eran
tiempos de la República. Hacía un calor que asustaba al fuego,
aliviado por una tenue brisa que venía de la parte del Picacho.
Sobre las once de la noche el proyeccionista dio manivela y sobre la
sábana un chorro de luz daba ánima a las primeras imágenes.
Silencio
expectante. Rataplán
se titulaba la película. Lo cierto es que la gente se aburría ante
tanto enredo y cosas extrañas. Acostumbrados a ver La
hija de Juan Simón,Morena clara, Rosarillo la cortijera
...aquel género de comedia policíaca era poco frecuente en la
época.Un atrevimiento. Así que el público poco acostumbrados a
tales experimentos; el que no se quedó roque se fue al bar; otros se
echaron la silla acuesta y cambiaron
el escenario por el de la fresquita a la puerta de la casa. Tirando
de hemeroteca he podido saber que el argumento de Rataplán
(onomatopeya del sonido de un tambor) se basaba en la historia de un
ladrón refinado más zorro que zorruno que se burla de la policía
que le tiende una trampa en la persona de una bella artista poseedora
de una joya de gran valor. Nudo: el ladrón se queda con la bella y
con la joya.
Desenlace:se
descubre que el apuesto ladrón es un honrado editor que se propone
–en plena crisis del libro– lanzar la novela Rataplán.
“Una película sin castañuelas, ni golas, ni levitas, ni saetas,
ni cortijeros” según Francisco
Elías Riquelme,su
director”. Salvó la cinta el desparpajo y la gracia repajolera de
la actriz Antoñita
Colomé.
El cine en la República –salvo habas contadas– era ramplón;de
risa fácil. El superobjetivo: tratar de alegrar al personal sin
mayores pretensiones, ni otras cuestiones complejas o metafísicas.
Los
mensajes sublimes se quedaban crudos en el horno. Al medio rural le
gustaba ver cosas cercanas,más receptivo a la comedia que a los
dramones..
Era un
público poco leído en su mayoría y sufrido con ansias de
evadirse-más que otra cosa- de los sudores y las penas...
Programa de mano original
A
eso de la medianoche –rozando la hora bruja– se produjo el
espectáculo: las estrellas del firmamento se removieron. Eran las
las Perseidas o lágrimas de san Lorenzo. Los trozos diminutos del
cometa Swift-Tuttle sembraron la atmósfera celeste de estrellas
fugaces. Todo el mundo pendiente al cielo mientras que en la pantalla
del cine–un sabanón remendado– los personajes se morían de risa
porque nadie les hacía caso. En medio del asombro de la gente,se
dibujaba un menudo personaje,bonachón, con gorrilla calada y mirada
centelleante:era Manolito Cielo –¡precioso mote!– un ser único,
sin parigual y mágico. Sin saber hacer la o con un canuto era
cátedro del saber popular. Los mismo descifraba las estrellas con
sus constelaciones que nombraba de pe a pa todo el santoral. En la
cabeza tenía un almanaque con
todos
los santos del cielo.Meteórologo empírico.Un hombre del tiempo
certero. Si venía la tormenta venía la tormenta si venía el frío
venía el frío, lo mismo que la calor. Además era docto en medicina
natural : “pa la barriga, naranja cajela”.(Injerto de dulce
sobre agrio). Además hacía unas rosas de papel preciosas, que
vendía para arrimarse un cacho pan.
En medio de aquel
prodigio le cayó la pregunta inevitable:
–Manolito, ¿porqué
han corrido las estrellas?
–Muy sencillo.
Porque lo mismo vamos a correr todos nosotros y el país entero.
¿La
fecha de aquella noche?: ¡18 de julio de 1936!
El
lagrimeo de aquellas estrellas locas traía algo malo. Manolito
Cielo no se equivocó en su premonición.
Desgraciadamente
no se equivoco. Un avión volaba desde Canarias con un general dentro
dispuesto a segar la libertad por mucho tiempo -40 años-. Durante
los tres años siguientes incluyendo la criminal posguerra el paisaje
se llenó de sangre derramada. Y lo peor:mucha sangre inocente por
mor del odio en los dos bandos. Las estrellas lloraron barruntando la
tragedia que venía ya a horcajadas de los negros vientos.
Instantes
después en la pantalla del cine de verano rezaba la palabra fin. A
ver
cuándo habrá cine otra vez –aunque sea en una sobada sábana–
en Alcalá.
Una
noche de verano, -era también
por el mes de julio, ¡qué casualidad!- sesenta años después al
fragor de la Velá de santa Ana en Triana, quiso
el azar que me encontrara con Anoñita Colomé,la actriz principal de
Rataplán.
Me fue presentada por Antonio García Barbeito, un primer espada de
las letras, y testificando el momento los reconocidos escritores y
flamencólogos Emilio Jiménez Díaz, Ángel Vela, Eugenio Carrasco y
el compositor Manolo Garrido ( el de las celebérrimas sevillanas
Algo se
muere en el alma).
No tardo en referir la actriz la noche mágica de la proyección de
Rataplán
y el corrimiento de las estrellas.
Sin asomomomomomo
de sobreactuación Antoñita Colomé, guapa ad
infinitum,
abrió los ojos negros tornazolados por las luces de la fiesta; puso
ceño amargo con la mirada perdida en la traca de la verbena, una
vez oído
éste suceso que acabo de contar,dejó caer en un susurro perceptible
a pasar del ruido ambiental:
– -De la alegría al
sufrimiento no hay más que un soplido.
En la vida y en todo en cualquier momento se deja caer la desgracia .
Antoñita
Colomé, a pesar de su imagen estereotipada en la época, era
poliglota -hablaba cinco idiomas idiomas-. Culta y viajada
.Atesoraba una elegancia natural cautivadora. Con películas de gran
calado como El
negro que tenía el alma blanca,La señorita de Trevélez, El Malvado
Caravel...ocupa
un lugar puntero en la Historia del cine español.
De modo que aquella anciana bellísima que tenía a dos palmos, era
la misma que en blanco y negro,paseaba su donaire por un pedazo de
tela blanca concursida,en aquel ocasional cine de verano en Alcalá
de los Gazules, antes de que a la paloma de la libertad le troncharan
las alas y la hirieran
de muerte. Aquel 18 de julio, se empezó a rodar la película más
larga y más sangrienta, donde las estrellas del
cielo ya no pararon de llorar, porque las personas de
las trincheras y las cuatro décadas que vinieron después no eran
actores:eran reales.
EL
OJO EN LA MIRADA
ANA
JIMÉNEZ, ENTRE MARIANA PINEDA Y LA LIBERTARIA
JESÚS
CUESTA ARANA
Siempre
es preferible –es
razón connatural–
echar el ojo y la mirada a la alegría que a la pena. De modo que muy
a pesar mío, presumo esta mañana de otoño de hojas fenecidas y
tibia luz, que las lineas que escribo se van a entonar
desde la tristeza, Por mi mente paseó siempre el retrato de Ana
Jiménez y su historia que oí a los viejos, entre dientes, por mor
de la sombra larga del miedo. Una mujer todo ojos negros y profundos;
la faz serena y bondadosa. Elegante y sencilla que en vez de una moña
de jazmines le dieron una sarta de balas. Su historia se puede
esbozar con cuatro brochazos negros: Ana era costurera. Manos de oro.
Tenía su taller en Alcalá de los Gazules en una calle pródiga de
sol. Joaquín,su marido, regentaba una tienda de ultramarinos.
Hombre
de ideas anarquistas, miembro destacado de CNT. Templado y tolerante
en la linea del histórico Ángel
Pestaña .Tuvieron dos hijos que desde el brote de la razón mamaron
y vivieron la causa del pobre. Joaquín el mayor, era maestro de
escuela y presidente de Izquierda Republicana de Alcalá. Guillermo
con el tiempo llegó a ser un espléndido escritor. En las noches
malas de invierno, a la luz de un quinqué , se daban a la lectura:
lo mismo el periódico Solidaridad
Obrera
que las fábulas de Samaniego. Pero llego el tenebroso día que se
trastocó la tranquilidad de la casa y del país
entero. Era demasiada la paz. Un avión –mes
de julio del 36–
sobrevuela Alcalá. Se le oyó decir a una niña: “¡ Mira: parece
de papel de chocolatina!” Al mismo tiempo en la Alameda una
compañía de cómicos de la legua, representaba un espectáculo de
varietés.
Un enano vestido a lo Napoleón bailaba y brincaba: “Yo quiero
un tebeo/ yo quiero un tebeo/ como no me lo da.../ ¡Lloro y
pataleo!.. En esto el aeroplano comienza a vomitar bombas. Mueren dos
inocentes niñas que dormían en una manta al fresquito de la calle.
Fue tanto el pánico de los titiriteros que huyeron despavoridos y
jamás se supo de ellos, dejando en la posada dos baúles
repletos de ropajes y otros atrezzos. Había llegado la hora de la
sangre y el odio.
Una línea trágica dividía al país
en dos bandos dispuestos a batirse el cobre a tiro limpio. Las ideas
no piensan pero dan que pensar. El vino amargo corría por las
dos trincheras en una borrachera de sangre. No cuesta imaginar la
suerte que le esperaba a la pobre Ana :el marido huido
al monte con su hijo mayor. Ella escondida en un molino harinero.
Cuando estaba más confiada se acercó al pueblo, apenas puso los
pies en la calle cuando un grupo de desalmados (falangistas,
fascistones y gente de malas entrañas) la detuvieron para “tomarle
declaración”. Pasó la noche en la cárcel de Alcalá y una mañana
, la “sacaron” y hasta hoy. Desaparecida. Cuentan la gente edad
que no pudieron asesinarla, cuando la bajaron de la camioneta,en la
carretera de Medina Sidonia, cerca del poblado de Los Badalejos, ya
estaba muerta. Durante el breve trayecto se había muerto de miedo..
La acusaron de haber bordado una bandera anarquista que apareció
izada una mañana en las afueras de Alcalá. Pero lo cierto es que se
trató de una venganza. Su marido –aunque
luego fue encarcelado–
estaba huido.
Y su hijo Joaquín, cruzando por la parte de la Sauceda y luego por
Jimena, tomó barco en Algeciras rumbo a Argentina donde vivió
50 años en el exilio. (Ya escribiré sobre éste fascinante hombre).
Ana era presa fácil.. Una cosa son las ideas y otra las personas
¡Qué mal gazpacho hace la ignorancia,la maldad y la miseria!
Un
siglo antes, Mariana Pineda,corrió la misma suerte que Ana Jiménez.
A la hermosa granadina, en plena furia romántica, le dieron garrote
vil. La muerte más ignominiosa. Acusada también
de bordar una bandera con el lema liberal “Ley, Libertad.
Igualdad”. Corría el 26 de mayo de 1831. Reinaba el prognato
Fernando VII con su “absolutismo absoluto” que tanta sangre y
pesares costó al pueblo. Mariana como Ana dejó dos niños a la
intemperie
de la vida. Detrás de todo subyacía un preboste enamorado –y
no correspondido–,
de aquella preciosa dama de “ojos extremadamente azules y
animados”. Una siniestra venganza.
También
el drama de Maria
Silva Cruz (La Libertaria) tiene tiene tintas similares con Ana
Jiménez.
En
plena noche huye del infierno de una choza en llamas. Ocurrió en
Casas Viejas. La universal aldea del crimen. Donde su abuelo
Seisdedos y otros familiares perecieron abrasados.
Luego
vendría una fuerte represión. Veinte personas cayeron. Triste
suceso que aparte de conmover a todo el país iba a ser el
desencadenante de la caída
del Gobierno de Azaña. Un lunar negro en la República. Esa fatídica
sombra persiguió a La Libertaria hasta que llegó el malhadado
36. Detenida e interrogada en Paterna de Rivera. por elementos
facciosos. Agravada la situación por su relación sentimental con el
paternero Miguel Pérez Cordón, periodista y anarquista
reputado (muerto poco después en un atentado en el frente de
Castellón). María
es encarcelada en Medina, donde queda embarazada de su compañero
Miguel.
Luego la vuelven a apresar en Paterna. Esperaron a que naciera su
hijo Sidonio. Arrancaron al niño de la teta de la madre, cuando la
sacaron
con las primeras puntadas del día al comienzo de la guerra. Se cree
que fue fusilada –después
de una noche de abusos y torturas–
en la carretera que va a Medina a Jerez. Como Ana Jiménez tampoco se
sabe bajo en qué pedazo de tierra duerme eterna aquella dispuesta y
preciosa mujer .Así la trazó Federica Montseny: “Tal como es,
llena de poesía y tragedia, penetra en la inmortalidad”.
Un
día en Paterna de Rivera, con el eco de fondo de la voz imponente
del Perro de Paterna en un homenaje que le ofrecieron al memorable
cantaor, me presentaron a un hombre, –surgido
de pronto,–
de porte elegante;pero con músculo de obrero. Grave y serio; como
delicado y sensible en la corta distancia. Era Sidonio, aquel niño
de La Libertaria convertido por imperativo eclesiástico y social en
Juan. De vez en cuando, he sabido por él, que va a visitar en
Paterna la fuente donde se retrata en bronce a sus célebres
padres.. (La fuente donde corre siempre el agua clara fue realizada
por un servidor).
Mañana
de primavera. Plaza Alta de Algeciras. En un velador comparto café y
aire con un hombre menudito; la sonrisa bonachona y una enciclopedia
oculta en la memoria. A pesar de su simpatía, se le notaba una
tristeza crónica. Un poso amargo
entreverado en la mirada: “no disfruté nada de ella; en pleno
calor me la arrancaron para siempre; me consuela pensando que más
que la tierra se la tragó el cielo merecido”. Quien suspira estas
palabras es Guillermo García Jiménez, el hijo menor de Ana. Poco
tiempo después, murió y se fue por las veredas celestes a la
búsqueda
de su madre.
Mariana
Pineda, mereció un drama escrito por García Lorca y romances de
ciego. La Libertaria mereció ríos
de tinta entre la historia y la leyenda. Ana Jiménez mereció el
recuerdo siempre florecido de una sencilla mujer que murió
también por el mismo mérito de arrullar la libertad. Ana es un
símbolo de tantas y tantísimas mujeres que tuvieron el mismo sino.
Pero nunca –es
de ley–
caerán
en el olvido. Al contrario de aquellos malnacidos –era
cuestión de tiempo–
que también murieron de su propia muerte y para siempre...
JEROME R. MINTZ Y SU HUELLA ALCALAINA
Al promediar de la década de los prodigios –años sesenta- con los Beatles en todo su furor, asomó por Benalup de Sidonia un americano que a simple vista podía pasar por un epígono de los viajeros románticos, en busca de exotismo y sensaciones fuertes; pero no: se trataba de Jerome R. Mintz un grave profesor de Antropología de la Universidad de Indianápolis. Movido por un afán hispanista y por referencias quiso ver y estudiar al natural el rastro trágico de Casas Viejas,( La aldea del crimen en dramático bautizo de Ramón J. Sender.) Una galería de rostros sufridos, algunos en un mar de surcos, –que en voz baja– fueron narrando aquel grito desesperado clamando tierra y libertad y a cambio le dieron fuego y tiros a mansalva. Con el resultado escrito en la historia y marcado en la memoria de 20 muertos en la terrible y enloquecida represión del infame capitán Rojas ( el mismo que participó en el asesinato de García Lorca). Y la desaparición hasta hoy de María Silva Cruz La Libertaria , una preciosa muchacha de 17 años, de la que el que suscribe tuvo el inmenso honor de hacerle en Paterna de Rivera, junto a su compañero en la vida y en el crimen Miguel Pérez Cordón, una fuente, donde corre un chorro de agua fresca y clara como una alegoría de la libertad. Razón desde éstas líneas a Juan Pérez Silva, herido en el alma hasta el imposible, el único hijo de la heroína popular, un hombre también de ideas y comprometido luchador contra la vigente desigualdad, según he percibido de primera mano.
Quedó tan fascinado el antropólogo por la magia del lugar, que se instaló, entre idas y venidas, por espacio de dos décadas, para penetrar en el hondón del espíritu de un pueblo marcado trágicamente. El entrañable Jeromo –en su gente vivida y tratada- se las tuvo que apañar con pie de plomo y mente de pluma para rescribir la crónica de los jornaleros con poquito pan y sudor a océanos y una topografía de remiendos y necesidades perentorias. Todavía “reinaba” el caudillo y no estaba el asunto para hurgar en la memoria del descontento. Después de compartir con la gente de la intrahistoria –jornaleros y obreros– mucho gazpacho y cuarterón de tabaco, y muchas horas de trabajo de campo, el profesor vio por fin hecha luz su obra cumbre: Los anarquistas de Casas Viejas. ( The anarchists of Casas Viejas en primera edición). Un libro desde una mirada antropológica, imprescindible para ahondar en la raíz libertaria de un pequeño pueblo quijotesco que en una tragirrabia infinita, quiso desafiar a los molinos y a los gigantes del Gobierno a la vez.
En los primeros días de septiembre de 1982, apareció –sin avisar– por mi taller-estudio de “Pico del Campo” en Alcalá de los Gazules, un hombre cincuentón, alto, fibroso y patilludo; el pelo entrecano y en oleaje; cejas a granel sobre unos ojos retratadores; en su semblante se transparentaba a las claras un temperamento apasionado; pero esos sí: de una abierta llaneza y elegancia. Su tez tostada por el sol jandeño armonizaba con el color terroso de su atuendo. Una rara mezcla en su porte de ciudadano del mundo y pátina de campesino breado por la escarcha, las levanteras y el sol de justicia. Fácil de imaginar: era el mismísimo Jerome Mintz en persona. Quiero oír su voz primera, “me han hablado en Benalup de usted y quería verlo de cerca”. El acercamiento fue llegar y topar. Empiezo a enseñarle mis cuadros más recientes y al llegar a uno en particular exclama: “¡Quiero revivir eso!” “ ¡ Sin buscar he encontrado lo que quería”! Se trataba de La romería pagana, donde un grupo de iluminados, esperpentos y borrachos disfrazados portaban en procesión sobre un jaulón le escultura de El Beso de Rodín y un pavo.
Al día siguiente volvió el profesor con una trabajada cámara profesional de 16mms. Actué sin guión previo de improvisado presentador del documental . Y se puso a filmar la loca romería pintada por mí casi con el mismo delirio que emanaba del cuadro. Entre planos y secuencias frecuentábamos las tabernas donde al albur de una botella de fino chiclanero, le oigo una preciosa observación: “¡ Qué bien calienta el vino de los pobres”!. Tenía una gracia especial con su peculiar dejillo para congeniar – por simpatía y empatía- con la gente sencilla, sin aristas. Un hombre sin veta demagógica y sin muñecos en la cabeza.
Unos días después el profesor Mintz acude al reclamo de la Romería de Nuestra Señora de los Santos de Alcalá. El superobjetivo: tratar de ver lo que hay de pagano en una manifestación hondamente cristiana. Tarea nada fácil si no se le da al asunto un tratamiento puramente antropológico, donde primara la realidad socio-cultural sobre cualquier otras veladuras subjetivas. Producto de toda aquella explosión saturada de pasión, color, calor y vino; entre lo divino y humano en torno a su Patrona salió a la claridad documental El día de la Virgen (The day of the Virgin). Una excelente película abierta a una y mil sugerencias o miradas. Un grito popular y devocionario de los romeros parejo a aquel otro grito revolucionario de los jornaleros de Casas Viejas pidiendo cristianamente un pedazo de pan. De todo esto se apercibió Jerome Mintz, cuando después de tanto trasiego por la religión del sufrimiento, desde el tabanco al chozo, filmó el latido vibrante de una romería desde lo divino a lo humano. En el mapa del pueblo cabía los sentimientos más contrastados. Desde la pena a la alegría que también lució y las máscaras del carnaval tapando algún que otro sarpullido interior.
(Secuencia de mi presentación del documental The Day of the Virgin)
La última vez que vi al entrañable profesor Jeromo, –cantando ya la noche– entre la turbamulta de la feria alcalaína, filmaba las vueltas y más vueltas de los “caballitos” (tiovivo). Al filo de la madrugada, tras el abrazo de despedida, oí su última voz.” tenemos que vivir todavía más romerías juntos”. Vi luego como, poquito a poco, a aquel hombre imponente –híbrido de intelectual y campesino- fue fundiéndose encadenadamente como una sombra luminosa. El sabio que entendió lo local como tesela del mosaico universal. Hasta que se fue a morir con toda el alma llena de pueblo a los 67 años, a la amor de su otra lumbre de su casa de Indiana.
De los días y los vientos vividos con Jerome Mintz siempre tendré el recuerdo y la impagable experiencia de haber sido su escudero en imágenes y palabras.
Buscó “el americano de la cámara” la huella trágica de aquellos comunistas libertarios de Casas Viejas; pero dejó también improntada la suya propia; aunque con otro acento religioso-festivo, en Alcalá de los Gazules, que también fue azotada por los malos vientos de la injusticia y la pobreza. La terne pobreza, que como la tristeza en boca de Van Gog nunca tendrá fin.
LA ATMÓSFERA
DE LOS EXVOTOS
Jesús
Cuesta Arana
La ofrenda
de los exvotos se pierde en la niebla o en la espesa arboleda del
tiempo. Herencia del mundo precristiano que ha ido perdurando -con
distintos rasgos- en la animología popular.
Se presenta
la Romería a la Virgen de los Santos, abierta, a pleno aire; sudor
alegre y riada de calor y fervor; fiesta ancestral con el riego del
vino al sol picado y la sombrita agradecida de los olivos. Del
caballo y la motorización contrastando el almanaque.¡Ya sale la
Virgen! ¡Bonita! La romería .en vivo. Mientras que en la ermita,en
el interior - perspectiva con aire distinto - se retrata otra romería
silenciosa .La romería de los prodigios, de los portentos, de los
milagros. La romería íntima que se mueve entre la atmósfera de los
exvotos; envueltos por otros
aires, otros
vientos angustiosos .La romería de la memoria. Historias penosas con
finales felices contadas o imaginadas en una sola escena; casi
siempre con pie narrativo o argumento entrevisto y el rompimiento de
gloria de la virgen milagrosa. (547 personajes con diferente suerte e
invictos por el infortunio se retratan en 335 cuadros ).Puro drama en
la esencia del aire, tierra, fuego yagua ;Ios elementos donde se
modela la vida y sus sombras. El exvoto iconográfico siendo una
promesa ,un dolor escondido, intransferible ,pasa de lo privado a lo
público. Como un grito agradecido. Origen de la impotencia humana
para conjurar el peligro real e inminente. Un intercambio simbólico
con lo sobrenatural en la religión, como expresión popular. A veces
con veta heterodoxa y sincrética pero que pinta a las claras - en
tipologías diferentes- el alma y devocionario del lugar. El arte o
la estética del exvoto -aún sin estudiar - se caracteriza por un
ingenuo caletre, cercano al latir de los niños y del alma primitiva
con parcas excepciones. " La pintura naif es el primer latido
del existir" (Martín Green). Recrea ambientes reales o
imaginarios como expresión de arte natural, sin contaminar; en
estado emocional puro. Brota en el predio anímico de la inocencia
-nunca de la ignorancia - y la sencillez. Pintores de cueros soleado
s, creadores de atmósferas ,composiciones, luces, formas y
perspectivas casi imposibles e imperfectas emanados del cántaro
fresco del talento infuso. Y aderezado con aromas oníricos,
superrealistas; mágica atmósfera de hondo fervor de artista
autodidacto. Tan propio como la naturaleza primitiva del aireluz que
domina el interior místico de la ermita. Y la plegaria junta que
trasmina al sonsonete del tiempo como martillo sobre el yunque. De
modo que los pintores de exvotos sienten más que piensan: son
reveladores del espíritu y las costumbres rurales, de la atmósfera
donde respiran como radiógrafos del alma de una época. De igual
manera los cuadros votivos en cálida expresión unen a su contenido
estético el valor histórico y etnográfico de los pasos del pueblo
y su paisaje .Como arte fuera del tiempo -in temporal -. El tiempo
que se devora así mismo ( como el catoblepas, animal quimérico).
Pero hay
otra romería más: son las promesas y los exvotos que se pintaron en
el aire que nunca ocuparon sitio en las paredes. La romería oculta.
Milagros silenciosos de la Virgen de los Santos que muchos llevamos
pintados en el corazón. Un exvoto natural como el viento y la flor
que vive en las entrañas de muchas almas agradecidas y anónimas.
"La esencia es invisible a los ojos" (SainttExúspery).
El exvoto en
sí mismo es un milagro que la candela del tiempo nunca logrará
quemar.
(Publicado en Diario de Cádiz)
EL
OJO EN LA MIRADA
FERNANDO
QUIÑONES, CON SU TRAJE DE CAL Y ESPUMA DE MAR
JESÚS
CUESTA ARANA
Pregonero en Alcalá de los Gazules en 1986
Era
fácil, –lo
más fácil del mundo–,
encontrarlo en el aire del cualquier calle de la vieja Cádiz. Sobre
todo cuando se asomaba el verano y La Caleta hervía con toda su
luz. “Por ahí va Quiñones”, decía la gente al verlo pasar con
su traje de hilo blanco y su apostura torera a pesar de ser barbado;
de modo que uno lo imagina en vez de vestido de seda y oro, de cal y
espuma de mar. A primera vista el escritor chiclanero, daba el
tirante de ser un hombre simpático y vitalista a más no poder.
Antonio Gala su amigo del alma lo tildó con tres palabras: “Risueño,
dentón y afortunado”. Presentaba unos ojos negros con cejas como
alas de golondrina y brava mirada; pero dado a la alegría pronta. La
barba más dibujada que recortada y una cortinilla de pelo que más
que para disimular calva
lironda,
le servía para sombrear tal páramo testarudo. Federico García
Lorca dijo del torero Sánchez Mejías que “aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza”, de conocer a Fernando lo mismo
hubiera dicho de él. Quiñones –sin fijarse mucho- tenía aire
romano y para rematar el cuadro le gustaba vestirse de blanco como
senador de aquellas calendas. Y podría ser también
ferviente animador dándole buen jaleo a las puellae
gaditanae,
las bailarinas romanas de Cádiz que fascinaron al Imperio. Cuando
fue pregonero del carnaval de Cádiz, no pudo encontrar disfraz que
le cuadrara mejor:el de emperador romano. En la testa lucía corona a
base de mojarritas en vez de hojas de laurel. ( el magistral
fotógrafo Kiki lo retrató en tal ocasión, sentado con semblante
guasón en el bordillo de una acera, en castiza calle gaditana).
(Foto Joaquin Hernández "Kiki")
Fernando,
de joven se fue a Madrid, no a vivir sino a estar. Como si no se
hubiera ido:en cualquier momento podía aparecer por su precisa
geografía gaditana: el barrio de la Viña. El Mentidero, Santa
María, la Alameda, La Caleta, La Candelaria, el Pópulo... como una
sombra disfrazada de luz. Casó con Nadia Consolani, ceramista de
lujo y veneciana por más señas. Dos hijos: Mariela y Mauro.
Para
él, pesaba lo mismo –ni
un gramo más ni un gramo menos–
la realidad que la fantasía. Recreaba magistralmente la atmósfera,
el ambiente donde se movían sus certeros personajes. Porque mientras
los fraguaba se iba a vivir con ellos. Lo mimo que a Cesare Pavese,
escribir para él: era poner en las palabras toda la vida que se
respira en éste mundo.
Ha
pasado a la historia de la literatura por su rara capacidad de
observación de lo más inmediato con un estilo primoroso y
penetrante. Coloreando e iluminando como nadie con las palabras el
ambiente y sus personajes. Sin duda uno de los mejores representantes
del relato breve a la altura de Ignacio Aldecoa y Sánchez Ferlosio.
Transfiguraba la realidad por obra y gracia de una estructura
impecable. No en vano Jorge Luís Borges sentía devoción por él.
Por que los dos
se fundaban en la misma fe de saber como habla un personaje es saber
quien es.
Fernando
Quiñones, autor prolífico. Mas de cincuenta libros. Excelentísimo
novelista, poeta, ensayista y primera fila del conocimiento del
Flamenco (escribió mucho sobre la materia y hasta condujo un
magnífico programa en TVE .) “Ya desde niño y a escondidas, me
movía a canjear la mesa de estudiante de bachillerato por la taberna
andaluza con bullas de cante...” Abordó también
el teatro con la memorable pieza La Legionaria, interpretada desde la
genialidad por Ramón Rivero (que una vez se dejó caer por mi
estudio alcalaíno de Pico del Campo en compañía de mi compadre el
inolvidable locutor Pepin Cuesta). En Tauromaquia también
mandaba ( hay un retrato en la magna obra Los
Toros de
Cossio donde aparece vistiéndose de torero). Su corpus literario es
un rico muestrario
de narraciones breves evitando siempre la fácil demagogia, la
especulación colorista, el lirismo huero y el costumbrismo de
calderilla. Creía en la inspiración. Los motivos y asuntos de sus
obras le llegaban sin previo aviso, como una urgencia obedecida;
aunque luego cundiera el oficio de ajustar, reajustar, corregir,
añadir o cortar si fuera menester: “Lo que no es lo mejor, es malo
aunque sea bueno”.Su lema.
Me
encontré muchas veces con Fernando Quiñones en diferentes
atmósferas. Me llamaba cariñosamente el Titi
de Alcalá y el Leonardo de la calle la Salá y uno se dejaba querer,
sobre todo con la sal que lo decía, con su característico soniquete
flamencón.
Un
día –ya
en la tarde–
me di de bruces con él en la plaza del Palillero. Recalamos en bar
cercano muy frecuentado por él. Una de sus querencias naturales. No
tardó en sacar del bolsillo un rebujo de servilletas
de papel, atrapadas en los bares, donde tenía anotadas, entre
tachas, tachaduras y tachones, las fortunas y desaires del pícaro
trotamundos Juanillo Cantueso, el más fresco personaje que iba
navegando por su novela -ya muy avanzada-
La Canción del pirata
(finalista del premio Planeta
como su otra espléndida novela
Las mil noches de Hortensia Romero
). Curiosamente, –no
sé si por azar o no–
, yo llevaba un libro suyo en el bolsillo El
Flamenco,vida y muerte,
por si me topaba con él, me lo dedicara : “A Jesús Cuesta Arana,
con la amistad de la común fe en el arte y en nuestro Sur, y un
pescaíllo caletero amarrado con un fuerte abrazo. Cádiz .9-7-82.”
. Una delicia. (Al lado de su firma dibuja un pescado con traza
albertiana).
Fernando
Quiñones, adoraba a Alcalá
de los Gazules. En muchas de sus obras lo saca a relucir
en unos paisajes claramente reconocibles:... “la revuelta de la
calle la salada; la esquina de la Calle Real; las barrancas y los
árboles del Lario; los pies tirando para la Alameda; las crestas
serranas de la Pila de la Reina;la bajada a los Pozos;l as puertas de
san Jorge; lo del Maduro; la cerca de las monjas; el cauce sequerón
del Barbate ; la playa,sin sombra de arena ni agua; Pantriste; La
Pila (La Pila del Granadillo lugar donde tuve mi primer estudio)...
Cuando
fue pregonero de la feria de Alcalá (1986), tiempo dio del saboreo
de una copa de manzanilla y ya afilando la madrugada, le oigo decir:
“Siempre que me asomo por Alcalá me entran ganas de cantar” (En
boca de los entendidos no se daba mala traza para entonar por derecho
lo mismo una alegrías de Aurelio Sellés, que unas malagueñas del
Mellizo; el pregón de Macandé o unas bulerías de la Perla, o una
seguirilla de Chano Lobato.
Llegó
a cantarle al mismísimo
Picasso).Quizás
fuera porque en el subconsciente se acordaba de los soles de la
infancia. De niño, de vez en cuando, de la mano de sus padres
viajaba a Alcalá. donde jugaba a pisarse las sombras en el norte y
vuelo del paisaje-palomar alcalaíno.
Pusieron
a Fernando
en bronce a la entrada de la Caleta y desde su nueva vida de vuelo
quieto, parece dar aviso y memoria no a la vida que se acaba, sino a
lo que se pierde. Como soleado en la pregunta sin respuesta del poeta
John Eliot , que hizo suya: “Donde está la vida que hemos perdido
en vivir?” Quizás la respuesta esté en el aire que vivimos que
también es pájaro con el tiempo en el pico.
Fernando
tomó un día la barca de Caronte por la Caleta hacia adelante y se
lo tragó el mar –suyo–
para siempre. Pero se llevó a Cádiz en el bolsillo. De vez en
cuando su alma pajarera, se lo trae
y se lo lleva una ola, con su compás y espuma blanca. ¿Quien se
imagina a Fernando en el imposible?. La muerte no es bonita. Una vez
escuché decir a un viejo alcalaíno al borde de los noventa años :
“A quien quiera la muerte; se la regalo”. Bueno... que sea la
voz (grabada en cinta) de Hortensia la Legionaria la que remate el
asunto: “ Hay que acordarse de lo bonito, ¿no?...Y cuando llega lo
feo, más: lo bonito.”
UN
TORERILLO CON MALSONANTE MOTE
Maletillas por los sueños. (Grabado al aguafuerte de Jesús Cuesta Arana).
Tentadero
en Los Alburejos, a la vera de Medina Sidonia. Cito a la memoria de
lejos y me parece venir la fecha: principios del año 1969. Todo a
punto. Las becerras en los toriles. El ganadero se situaba –costumbre
de la casa– en un lugar de la tapia y no en el palco o burladero,
sino compartiendo círculo con la afición rodante. Sombrero gris de
ala ancha y ropaje campero para no desentonar su gloriosa historia
como rejoneador y ganadero de rumbo. De lo que pusiera o anotara en
aquella libretilla dependía el futuro de una divisa (amarilla y
azul) de gran prestigio: Torrestrella.
La tapia
a reventar, hasta la bandera de maletillas orientados. “Es
increíble el olfato que tienen éstos muchachos para los
tentaderos”, comentó por lo bajini el ganadero.
Ya está
dispuesto Juan Cid con la pica (el mayoral y hombre de confianza que
murió joven cuando todavía tenía muchos toros que cuidar y vivir).
Los toreros invitados: Manolo Cortés y Pedrín Sevilla.
El que da
éstas líneas también ocupaba un sitio en la tapia rebujado con los
maletillas. Fui acompañado por dos amigos del alma y toreros:
Paquito de Larios y Vicente Gallego “Morenito de Alcalá” (Alcalá
de los Gazules), que ya tiró también para siempre, por el cielo
azul arriba, como globo que se escapa de las manos de un niño. Por
cierto Vicente estuvo sembrado con una vaquilla zaina muy encastada.
Manolo
Cortés, todo numen y hondura. El torero de Gines llenó la
atmósfera campera con su toreo gitano con mucho misterio por medio.
Luego se abre el turno para los maletillas: Morenito de Brenes, José
Luis Morales, Rafael de Rosario, El Chino… Cada uno en sus maneras
le echaron más carburante a los sueños.
El
ganadero con mi mirada clara se dirige a mí:
–¡Aquél
de la gorrilla y vestido de negro!
Con la
quemazón interior del momento salté a la arena con mí flamante
muleta que una costurera del pueblo me confeccionó. Enjarreté una
serie con la derecha –un achuchón– y abrocho con uno de pecho
largo.
Pronto la
voz del ganadero cortó de nuevo el aire:
–¡Otro!
De los
Alburejos, no consta que se fuera nunca un maletilla sin torear.
Turno de
Pedro Clavijo (Pedrín Sevilla), un joven novillero jerezano –un
adolescente– que junto con Francisco Núñez (Currillo), de Medina
Sidonia, otro niño prodigio del toreo, fueron la sensación del
momento e ilusionaron a la afición con sus excelentes cualidades.
La última
vaquilla. Manolo Cortés otra vez soberbio tanto poniendo y sacando a
la becerra en suerte y con la muleta un primor dándole azogue al
duende.
Otra
ronda de maletillas.
Salta a
la arena un muchacho desmelenado con pinta de “beatniks”,
(movimiento contracultural de la época) y antes de empezar la faena
se dirige al ganadero quitándose la gorrilla a modo de brindis:
–Don
Álvaro, ¿me da usted la venia para hacer una nueva suerte, un pase
que he invetao?
El
ganadero asiente con la cabeza, no sin disimular cierto asombro.
Acto
seguido el chaval después de una tanda algo precipitada –con poco
reposo–,ésa era la verdad. Remata la serie con un cambiando de
manos la muleta a través de las piernas. El pase resultó tan
gracioso que el propio ganadero le invitó a que lo repitiera. Mejoró
el muchacho la nueva suerte.
Don
Álvaro, descuidó por unos momentos su proverbial gravedad y
dibujando una sonrisa le preguntó al torerillo inventor :
–Muchacho,
¿cómo se llama ésa suerte nueva?
–El
ensarte de la aguja, señor.
– ¿Cómo
te llamas?
–Rafael
El Cagao.
En el
semblante del mítico ganadero, se le trasparentaba, cierta
contrariedad, aunque sin perder una velada sonrisa exclamó:
–¡Vaya,
hombre!... El nombre es torero; pero vaya con el motecito.
Juan Cid,
con gesto divertido, desde la grupa del caballo con la vara de picar
en descanso trató de echar un quite al escatológico asunto:
–Pasa
ser torero nunca hay que estar así...ya me entiendes; eso lo deja
para el retrete.
El
torerillo en un mar de brumas le responde:
–Es que
lo llevo por herencia al descansado de mi abuelo, ya le decían El
Cagao.
–Pues,
dile a tu padre de mi parte –otra vez Juan Cid– que te desherede
del mote.
–¿Y
cómo me pongo?
-Muy
fácil: El Sastre o el Niño de la Aguja –remató el mayoral
Risas
conjuntas por la ocurrencia. Mientras que Don Álvaro, retomó la
seriedad aparente. Seguro que se estaba riendo por dentro sin
desmentir nunca su elegancia exquisita y su fina sensibilidad de
hombre muy estudiado, cultísimo y vivido.
Luego, el
sol de una primavera confundida fue caldeando el invierno y los
maletillas retornaron por las veredas, a la búsqueda de otras
vaquillas para contentar los sueños. Mientras que en la cercanía se
oía el reburdeo inquietante de un toro bravo y por el aire el vuelo
de un águila real partía una ligera nubecilla que semejaba una
paloma. Como había llovido hacía poco la huella de los soñadores
con hatillo al hombro se grababan en la vereda.
AQUELLOS MALETILLAS…
Al
decir adiós al otoño y con las primeras señales del invierno a la
par que las avefrías, se dejaban caer por los cuatro costados de
Alcalá de los Gazules–un pueblo gaditano, en el corazón de la
Ruta de los Toros Bravos– toda una furia de soñadores con hatillos
al hombro y se quedaban hasta el alba de la primavera o cuando el
resuello de las tempraneras golondrinas. Eran los maletillas.
Nunca se vio
–ni se verá- tantas promesas juntas; aunque fueran muy pocos los
que fueron besados por la esquiva gloria. Se retrataban de una y mil
maneras: los había con más o menos posibles; pero iban por derecho.
Conscientes y que cada día había que sudarse el triunfo como el
pan bendito. Jugarse la costosa fama a cara y cruz lo mismo con la
bulla del reloj que con la vaca avisada y cornalona. Idealistas
lidiadores de la amable o cruda realidad cotidiana según viniera la
veta. Se “orientaban” como nadie al husmo de las faenas de
tienta. Con las ilusiones intactas venteando el espectro del miedo.
Esperando –tiempo al tiempo- de que le saliera el toro
azul. (Ese toro misterioso que muy poquitas veces llega.)
Eran seres a contracorriente, distintos, románticos hasta la locura
de jugarse la vida en los claros de la noche. La figura del maletilla
forma una parte importante del temperamento de un pueblo. Un
auténtico fenómeno social, cultural y antropológico que rebasa lo
puramente taurino. Una imagen universal de luz en un paisaje bello y
duro a la vez. La cruel realidad que partía brava –superando los
tópicos– de unos muchachos, sin más escuela que el hambre, la luz
lunar o el furtivismo, la tapia en los tentaderos; el salto de
espontáneo, la oportunidad a la puerta de la plaza; tragando
carretas y carretones; con fondo de romances de valentía,
talanqueras; tendidos gárrulos y torazos moruchos catedráticos en
latín en los ruedos de mala muerte ; la sangre derramada y la
fatalidad aliada con el sino que señalaba a veces con el dedo al más
pintado.
Maletillas en un alto en al camino reponiendo fuerzas y sueños.
"Morenito de Brenes" toreando en Los Alburejos,el mismo escenario del maletilla del artículo.
Maletillas en un alto en al camino reponiendo fuerzas y sueños.
"Morenito de Brenes" toreando en Los Alburejos,el mismo escenario del maletilla del artículo.
En Alcalá de
los Gazules, –lo mismo que en la salmantina Ciudad Rodrigo– en la
década de los sesenta, con el revulsivo y paradigma de Manuel
Benítez El Cordobés, tuvieron parada y fonda e
intemperie también, centenares de maletillas –muchos dormían al
raso bajo un capote aliviador de escarchas–. Concentrados en unos
mismos vientos. Todos comiendo en el mismo plato de los sueños; pero
con distinta cuchara. Unos pocos vistieron de luces con desigual
suerte. Algún que otro coronó la cumbre como Miguel Márquez, (y
otras figuras más). Otros en cambio, volvieron por el camino del
desengaño con mil porrazos en los cueros; pero salieron luego
triunfadores en la vida, cortando las orejas y el rabo en otros
menesteres. Pero todos merecen un respeto imponente, porque
sacrificaron una gran parte de su juventud tras la rastra de unos
sueños imposibles. Muchos tuvieron por unos instantes, el globo de
la ilusión en las manos; pero un día se les escapó o voló por el
aire hasta verlo desaparecer por las entrañas del cielo. Cosas de la
suerte.
Alcalá, quiere
reconocer con un homenaje nacional –el próximo día 31–, y
recordar siempre a aquella marabunta de muchachos, en la flor de la
edad, que por unos años colorearon e iluminaron al pueblo con sus
sueños románticos. Aquellos maletillas –como las golondrinas en
la rima de Becker– ya… ¡no volverán!
Por tal motivo
y razón el pueblo de Alcalá de los Gazules, quiere convertir a
aquella ilusión vivida en un vuelo inmortal o en tres maletillas
fundidos en bronce para que toreen –con todos los duendes de la
tierra– al toro marrajo del olvido y salir siempre, llueva o ventee
o sople el Levante, por la Puerta Grande de La Memoria.
FERNANDO
DE PUELLES O LA VIDA EN LA AVENTURA DE LOS LIBROS
Fernando
de Puelles en los vericuetos interiores, –también de cara al
exterior– era lo más parecido al caballero loco cuerdo que imaginó
Cervantes. Uno cabalgaba por los campos de la Mancha y el otro por
las campiñas de la Janda. Aunque ninguno de los dos tuvieran una
geografía precisa porque tenían carácter universal. Alonso Quijano
se lanza a la aventura a través de los libros, Fernando de Puelles
lo hizo al contrario: se lanzó a los libros a través de la
aventura. Los dos vendieron hazas de tierras para comprar libros.
Eran parejos en muchas cosas. Con la misma fe y la misma locura
divina cabalgaron por sendas distintas. El manchego por los campos
abiertos. El alcalaíno por los terrenos de las ideas. Se tropezaron
por el camino igualmente gigantes y molinos. Y muchos costurones en
al alma y en el cuerpo.
Tratar
de cerca a Fernando el Nani, –como era también nombrado por la
gente cercana–, era adentrase en un monte espeso de fascinación,
vehemencia y exaltación. Por temperamento bohemio iba siempre cara a
los vientos. Su retrato en vivo se iba transfigurando a la vez que
descubría el sentido oculto de las cosas. De estatura aventajada,
ojos chispeantes, prognato, con cierto aire de niño zangón.
Ascético y hedonista sin contradicción. Excéntrico, ingenioso,
polémico, divertido, trascendente, mordaz, enciclopedista,
heterodoxo, utópico, paradójico, tolerante y al final... después
de todo: inclasificable. Pero siempre discreto por naturaleza y
esmerada educación – nació y creció en el seno de una estricta
familia de terratenientes ilustrados– ; pero cuando se le encendía
el ánimo el tono de voz se le amplificaba a tal extremo que se le
oía a cierta distancia a la redonda. Sus gestos se desbocaban en un
vuelo de entusiasmo intemperante. Tenía una rara facilidad para
conectar sin demagogia con la gente llana Desde niño trató a la
gente del campo. Su aventura con los libros principió en un cuarto
que sirvió de carbonería en su solariega casa. Cuando todavía no
se adivinaba sombra de barba. Lector precoz e incansable. Con el
paradigma de su hermano Francisco –muerto joven– autor de la
interesante novela En
las selvas del
Amazonas,
cuajada de aventuras y experiencias religiosas.
Sus
primeras lecturas: Roberto
Alcázar
y Pedrín,
El Cachorro,
Hazañas
Bélicas
y El
Guerrero
del Antifaz.
Pasó por una infinidad de colegios e internados de curas y frailes.
Lo que no curó su antiacademicismo congénito. “Cada día, los
ablativos absolutos, las fórmulas, las potencias y las valencias;
los quebrados y ecuaciones, las variedades gramaticales o el sentido
real o figurado hacían de mí un mártir”. Lo mismo que Giovanni
Papini –una de sus devociones– era un autodidacta nato. Con la
fuerza del ser solitario; el funesto encanto de las tragedias
interiores; los prodigios de la voluntad sublimada; la verdad propia
y la soledad desesperada y germinal fue tallando el espíritu de
Fernando entreverado de mucha carga romántica y existencial. Se
consideraba a sí mismo –con justeza– más que librepensador un
pensador libre. Antepuso muchas veces las sensaciones al pensamiento.
Cultiva lo mismo los versos angustiados, existenciales, metafísicos
que el relato breve con mucho poso de tristeza. Pronto descubre el
ensayo y la biografía con mucha veta introspectiva. Su obra más
lograda: Fermin
Salvochea República y Anarquismo.
El llamado “Cristo de los pobres”, es casi un alter ego de
Fernando como resultado de tanto tiempo disfrutado y sufrido en una
magnífica biografía del político radical gaditano.
Fernando Puelles (El Nani), un Quijote cabalgando por los libros
Había
oído hablar mucho de él, pero no lo traté de cerca hasta que una
mañana se presentó de improviso en mi primer estudio de La Pila del
Granadillo en Alcalá de los Gazules. “¡Cuanta anarquía ordenada
hay aquí!” ,exclamó al ver mi atmósfera vivida, de cuadros,
figuras de barro, libros, discos y papeles en desorden. Desde
entonces empezamos a vernos regularmente. Me hablaba de sus cuitas
familiares, amores, desencuentros y el desencanto con algunos
políticos de izquierda al que él ayudó en sus principios.
Pasó
el tiempo y tomó cuerpo una invitación suya a visitar su nuevo
retiro en la parte más alta de Medina Sidonia. El lugar ofrecía
unas vistas panorámicas únicas. Desde allí se oteaba por una parte
la sierra y por otra el mar de Cádiz, sobre todo cuando estaba la
atmósfera limpia y no había calina. Se trataba de una antigua
ermita –arrendada a una tía suya–
conocida como El Cristo, (S.XV), de estilo gótico-mudéjar, con
paredes de mortero, ventanas ojivales y arcada apuntada, bóveda de
crucería donde había instalado la Biblioteca Radical con más de
5000 volúmenes. En los anaqueles repletos se podían ver obras
desde Pío Baroja, Unamuno, Antonio Machado, Pi i Margall a Proudhon.
Desde Papini a André Gide pasando por Niettzche, Marx, Engels,
Bakunin, Malatesta, Krause, Voltaire, Kropotkin, Renan... y los
teósofos como Roso de Luna, Papus o José Xifré.
Obras
inspiradora de Los
libros en la aventura del espíritu
donde Fernando cuenta sus vivencias por librerías de lance y
mercadillos para acaparar tanta bibliografía. Un mural escrito del
pensamiento libre y anarquista. Una ímproba tarea. Sencillamente
admirable. Acceder a la biblioteca –en la parte de arriba,– mas
que sortear escaleras pinas implicaba otra dificultad de mayor orden:
pasar por el fielato de Maruja Loiro, una venerada y predispuesta
anciana, todo nervio y genio pronto que hacía las veces de ama de
llaves, consejera, crítica insobornable y mejor peona de confianza.
Una factótum en toda regla. Pasó in péctore del servicio doméstico
a eficiente bibliotecaria a pesar de no saber leer ni escribir. Para
Fernando aquella mujer era sagrada,si alguien osaba gastar alguna
broma sobre ella se montaba en piedra y no había dios que lo bajara.
Como
andrés Gide, publicaba sus propios libros, en pequeñas y cuidadas
tiradas, muy lejos de la industria editorial. Pasó tiempos boyantes
por mor de herencias recibidas y momentos de absoluta precariedad. La
compra de libros le llevó a muchos días de mantequilla y latas de
sardina. Más que leer y aprender de los libros los vivía porque era
antidogmático.
Cierto
día, con un cielo azul hiriente, me acerco por el cementerio de
Alcalá de los Gazules, a recordar a la gente querida, y quiso el
azar que me topara con una estampa sobrecogedora: el sepulturero
ejercía en la siempre penosa tarea del traslado de huesos de un
nicho. En el suelo un cajoncito de madera impoluta repleto de
osamenta humana. Reparé en la calavera que sobre el hueso frontal
–por la parte superior– dejaba ver una brizna de pelo rubio con
el brillo todavía, como unos hilos de seda pegado a una roca lisa.
Al frente de la triste operación había una mujer rubia, se trataba
de Clara, hermana de Fernando a la que no conocía; pero ella sí
me reconoció. Acercándose, me susurró casi al oído: “ Me
imagino que como Valdés Leal, en su cuadro (Sic transit gloria
mundi) estás observando en lo que queda al final una persona con
tantas cosas vividas. Era atractivo, vitalista, inteligente,
simpático...”. No supe responder. Solo me dí cuenta de que el
negro lápiz de la tristeza dibujó para siempre aquella patética
escena en mi memoria.
Fernando
de Puelles, murió en 1991 –mes de abril– en un accidente de
tráfico a la altura de Sabinillas en Málaga. Tenía 51 años.
En
su libro más intimista Oscura
Voluntad
(con grabado en la portada de un servidor) deja escrito: “En la
juventud, durante el verano solía frecuentar el pequeño cementerio
del pueblo. Me parecía evidente que la muerte era la verdad de esta
vida. Mi presencia en aquel recinto tenía un carácter de
profundidad y magia”. Quiso lo dejó publicado que sobre el mármol
frío se grabara el epitafio: “Buscó incesante el sentido de la
vida”. Deseo que nunca se grabó en la piedra sino en el aire.
Las
palabras de Jean Paul Sartre me ayudad a rematar: “Mi vida comenzó,
como sin duda terminaría: entre libros”. Lo mismo le pasó a
Fernando. Igual.
Coda
final: Tras la muerte de Fernando de Puelles el mal destino y la
desidia de los que pudieron evitarlo, no impidieron que la magnífica
e impagable Biblioteca Radical fuera a parar de nuevo a las librerías
de lance. Como en un indeseado círculo vicioso ¡ Tanto esfuerzo y
tanto tiempo espigado...!
AQUEL FASCINANTE HOMBRE DEL PARCHE EN EL OJO
Francisco Moreno Galván con José Menese
Navegando
por internet, por esos mares de la memoria visual, van fluyendo
recuerdos inesperados. Rastreando por aquí y por allí, por los
aires del ciberespacio se van iluminando
–o refrescando– imágenes en una suerte de álbum virtual donde
se busca a la vez que se encuentra. Como el que va al mercadillo de
lance a rebuscar entre las cosas vividas. De pronto en la pantalla
del ordenador, ha surgido el retrato de un hombre, de mirar
inquietante, a pesar de la rémora de tener un solo ojo o mejor
dicho: presenta el ojo izquierdo tapado con parche negro.
Como
igualando con aquéllos malvados piratas de garfios
y patas de palo que abordaban por los cuentos de la niñez.
O como
la delicada y frágil Princesa de Éboli luciendo parche de tafetán;
el duro director hollyvudiense John
Huston y el mítico gigantón Goliat, (el del Capitán
Trueno), que también tapaba o parcheaba ojo averiado. Venía a ser
como si buscando a Polifemo el mítico gigante uniojo, me encontrara
de golpe y porrazo con Francisco Moreno Galván, un coloso más
bajito de talla pero con mucha altura de espíritu. Hace más de
treinta años me topé al natural –también de repente– con el
hombre del parche en el ojo. Lugar: antiguo hostal de La Barca en
Vejer de la Frontera. Se iba la tarde corriendo y el sol a la bulla
le daba al pueblo allí arriba los últimos besos de cobre. Mientras
los mochuelos “madrugadores” se desperezaban
en los acebuches cercanos. Caía el mes de agosto con sus calores de
gala. Menos mal que de la parte de Barbate o de la playa del Palmar,
se dejaba venir una agradecida brisa marina que atemperaba la
atmósfera. El Hostal de la Barca estaba regentado por Casa Verdugo
en la fecha que acudo a la memoria. Era para y fonda y lugar de
encuentro de gente anónima, variopinta y alguna que otra celebridad
que se dejaba caer. Sólo un corto muestrario: Lola Flores, condesa
de Quintanilla, Castilla del Pino, Juan Pedro Domecq,el general
Coloma Gallegos, la cantante Mari Trini, Antonio Ordóñez, Paquirri,
Riverita, Maruja Garrido, un jovencisimo José Mercé....De vez en
cuando aparecían gente rara, extravagante como aquella mujer que se
expresaba por gestos y no era muda
.En la
soledad de su cuarto se le oía leer en voz alta.
Aquel
verano del 73 llegaron al Hostal el cantaor José Menese, Pastora,
su mujer, una hija pequeña y el guitarrista Manolo Brenes. Les
acompañaba un hombre inquietante con parche en el ojo. ¿Quien era
realmente? Con solo verlo cantaba que dentro de aquel personaje
–excéntrico en apariencia– cantaba un gran artista. Sólo había
que mirarlo.
Francisco
Moreno Galván,era sin duda un perfecto humanista, un renacentista
andaluz con mucha veta brava y fibra popular.
Político
del Partido Comunista, urbanista, pintor, cartelista, grabador,
poeta, letrista e ilustrador. Escenógrafo de primera. ( Realizó los
decorados de grandes películas como Rey
de Reyes y
EL Cid ).
Como pintor –su fuente principal– acusaba influencia del
cubismo,circunstancia
insólita en la Sevilla de los años 40,donde se licencia en Bellas
Artes. Luego toca el informalismo imperante en el momento con el
grupo el Paso (Tapies, Saura, Millares, Lucio Muñoz, Guerrero,Viola,
Pablo Serrano....). Para desembocar en el expresionismo. Rápido de
trazos con cierto
aire picassiano, pero sin influencias en su obra posterior.
Su
poesía está cargada de futuro, de compromiso social con los más
desfavorecidos y con fuerte carga política. De fino andalucismo supo
captar como nadie el ritmo o el compás de la poesía popular. “Por
las calles de la Puebla/ iba Moreno Galván/ de la mano de la
Debla./Moreno en serio y juglar,/ poeta en pueblo y pintor/ de la
copla popular”. (Antonio Murciano). Renovó –su mérito
principal– las letras del cante flamenco alejándolas
dee la
noria reinante de ducas, penurias, muerte, hospitales, navajazos y
malos jachares
y otros estereotipos.. Marcó una línea imaginaria. Un antes y un
después. Un ejemplo: Qué doló
de
pueblo/ lo que ha soportao/
golpes y mas golpes-más golpecitos/ en el mismo lao.
(Siguiriyas).
Moreno
Galván además
de ser un artista total era consejero de cantaores . En el cante
jondo corrían tiempos de protesta. Sus máximos representantes: La
tría
de José Menese, El Cabrero y Manolo Gerena (con el tiempo hicimos
una entrañable amistad ; ya escribiré sobre él)).
Rememoro
o echo el ojo en la mirada e una escena inolvidable. A eso de caer la
tarde en al patio el comedor
cerrado del Hostal –sin nadie por medio–, al regreso de la playa
de Barbate de la familia Menese, el cantaor de Cazalla solía ensayar
con su guitarrista Brenes.
Se
arranca por tientos con los ojos apretados y el cuello como bota
repleta de vino con toda la rabia y sarpullío:
Señor que vas a caballo/ y no das los buenos días/ si el caballo
cojeara/ otro gallo cantaría. Mientras que el hombre del parche del
ojo, sentado a la vera del cantaor asentía como acompasando con la
cabeza y mucha llama en el ojo visto. La voz natural que ahora era
grito poniendo quejío grande a lo que en su día él mismo
escribiera en un arranque de rabia.
Como
dándole
fuelle y yunque a su pensamiento comprometido: “Una persona tendrá
más posibilidades de transmitir una queja si a quien le duele es a
él”. Lo dijo Moreno Galván en unos de los momentos de olvido del
cuerpo.
Nunca
se me borrará de la memoria –¡un privilegio!– escuchar tan de
cerca, tan al natural, tan a pleno aire a un gran cantaor que más
que ensayar,se dejaba arrebatar por el momento propiciador como el
torerillo que inmensamente solo se juega la vida con el lunario.
El
estado de gracia llega sin aviso,sin tiempo
ni espacio. Como un viento misterioso que lo mismo que viene se va.
Oír
conversar a Moreno Galván
aparejaba siempre el encanto de la aventura, de la sabiduría
en vuelo libre. Enciclopédico.
Hablaba de todo sin pedantería. Porque desde niño se había
arrimado y puesto el oído en el pueblo. Daba gusto sentirlo hablar
con el mismo lenguaje de la gente llana “sin retórica ni
trampantojo”, en el decir de Demófilo. José Luis Rodríguez Ojeda
dedica un poema a Moreno Galván y lo abre así: “Era arriesgado
hablar de pueblo entonces./ después no se llevaba. No era estético.
/ Él siguió siendo pueblo...” Recuerdo que hojeando un periódico
recogía en titulares la noticia de un fuego.
Su
comentario: “Las grandes tempestades amainan
siempre; lo mismo que el fuego, que no se apaga ,sino que termina
quemándose así mismo.. Pero...siempre, eso sí: deja su estela
amarga”. Era capaz de metaforizar la objetiva información.
Al
final de su vida –murió en su Puebla de Cazalla en 1996, a los
setenta y cuatro años– prescindió de la barba y el parche en el
ojo que tanto carácter le imprimió.. Ya no parecía bucanero del
Mediterráneo, sino un venerable sabio o pirata bueno de mares
dulces.
A
veces tocado con gorra campera, en su aparente sosiego, había
vivido, el grito del pobre desde la gañanía a la fragua.
Y los cantes más sufrío y de mayor sufrimiento.
De
modo que hoy, un día de invierno pintado de primavera, pongo el ojo
en la mirada de un hombre que con un solo ojo miró por todos los
ojos del mundo.
EL
OJO EN LA MIRADA
LA
NIÑA QUE VIO PINTAR A JULIO ROMERO DE TORRES
A
la arrancada del invierno, con los primeros fríos llegaba la hora
de las tertulias y consejas al socaire de la copa de picón en la
mesa camilla o al amor del candelorio del fogarín o al rescoldo de
los leños de acebuche.
Se
contaba por aquel entonces muchas historias de aparecidos, espíritus
y fenómenos.
No
había otra cosa. La televisión en ciernes, no acababa de llegar. La
radio habas contadas.
El
periódico apenas se leía. La noticias corrían de boca en boca.
Aunque en aquella casa con patio emparrado y mirando al sur, perdida
en el chaparral a una legua del pueblo, si se disponía de radio de
baquelita que al aviso del cornetín daba “el parte”, –
o diario hablado de Radio Nacional siempre
con la
tabarra de Franco; como si no hubiera otra cosa que contar–,
los seriales lacrimógenos y los discos dedicados. Lo que no restaba
ni tiempo ni espacio a la hora de las leyendas rurales y urbanas.
A la par que el chisporroteo de la leña, los carboneros, los
gañanes; gente del monte y algún que otro mochilero o
contrabandista dejaba caer al fragor de la llama sus rimas y
leyendas; dramones, acertijos y chascarrillos a granel. Había hueco
lo mismo para la diversión que para la tristeza, según volara el
ánimo y la veta. Aquellos narradores –con
más o menos ingenio–
pasaban por el canto de un papel de fumar desde la realidad a las
cosas imposibles. Entreverado, eso sí, de sucesos de ultratumba y
otras historias que escalofriaban el cogote al más pintado. Los
niños, claro, con los ojos de luna llena, a pesar del cuajo de la
noche. Al final aquel mundo fabuloso se perdía entre la corriente de
humo. En medio de tanta atmósfera truculenta, una noche una mujer
contó una pequeña historia de como la fantasía y la realidad van
unidas.
Sucedió
que una niña alcalaína de diez años, tuvo que dejar –obligada–
sus paraísos
dorados
y mudar el sol de la infancia a otro lugar lejano en el mapa. De modo
que con nudo en la garganta y los ojos en una lágrima tomó nuevos
rumbos. A su padre, carpintero y tallista de buen oficio, le salió
encargo ventajoso en casa de abolengo en Córdoba. Antes de clarear
el día, partieron desde Alcalá de los Gazules a San Fernando
y desde allí en un tren de madera –todavía
con el lucero matagallanes brillando grande–
ganaron kilómetros en un viaje pesado y largo como los días sin
pan. Los padres, una hermana y un hermano completaban su primer
retrato de la ausencia Era el primer viaje de la niña. Corría el
año 1918, año nefasto en España para millares de personas que
fallecieron por la histórica gripe asesina. Pronto encontraron nueva
casa en la calle Sillerías (hoy Romero Barros, padre de Julio Romero
de Torres). Se abría otro mundo y vientos cordobeses. Al poco
tiempo, la niña se adaptó a la nueva atmósfera.
Nuevas
amigas. En vez de la Plaza de la Alameda, del pueblo, ahora Plaza del
Potro de la ciudad (a menos de un cantazo de tirachinas del nuevo
hogar). Cierto día, estando enfrascada en el juego, vieron salir de
una enorme
casa palaciega a un extraño hombre muy alto, pálido y enjuto:
envuelto en una capa negra tocado con sombrero de ala ancha de alta
copa y del mismo color. Más que andar parecía
que flotaba. Se movía como una sombra. Como si lo rolara el viento.
Los ojos negros y tristes
brujuleaban de un lado para otro, hasta que se lo comía el recodo de
la estrecha callejuela por donde asomaba y se iba. Así un día y
otro aparecía aquel fantasma de negro. Las niñas entre la
perplejidad y el temor suspendían el juego al verlo pasar. ¿Quién
sería aquella
persona
tan rara? ¿Un brujo? ¿Un duende? ¿Un ser encantado?
Roídas
por la curiosidad una mañana de verano las niñas se acercaron al
palacio de piedra color café con leche, de fachada imponente con
gran portal, ventanas y arquerías.
En
el primer piso, a poca altura, había dos ventanales, como notaran
uno entreabierto, Manolita, la más atrevida lo empujó con la mano.
Boquiabiertas observaron el prodigio.
El
hombre de la capa y el sombrero negro, ahora lucía baby
blanco manchado de colorines. En una mano agarraba paleta atestada
de colores. Y en la otra un pincel que se movía ágilmente sobre una
enorme tela donde pintaba a una mujer desnuda de cintura para arriba
junto a un brasero
de cobre. Frente
a él la misma mujer –ahora
de verdad–
con la misma pose que en la pintura.
Idéntica
como si la tela fuera un espejo.
El
pintor al percibir a las niñas fisgoneando, hecho una furia dio el
ventanazo al tiempo que gritaba: “ ¡Niñas a jugar! ¡Fuera! ¡ El
demonio os va a llevar!”. (Curiosamente en el cuadro romántico
Mira que
bonita era,
en un ángulo aparecen unos niños en una ventana observando la
escena de una muchacha muerta). La niña siempre calló lo sucedido.
Dejó que el tiempo borrara el pecado y la penitencia. Más de
cuarenta años después, el arriba firmante, internado en un
seminario de frailes carmelitas en Córdoba, fue
a visitar aquel misterioso palacio para las niñas. Uno rondaba
–chispa
más o menos–
la misma edad que ellas. El edificio ya convertido en Museo de Bellas
Artes y Julio Romero de Torres. Al entrar y ver un cuadro con una
mujer completamente desnuda desistí entrar. Mi hermano Pepe,
–recluta
en Cerro Muriano–,
que fue
el que me llevó al lugar, a sabiendas de mi afición temprana por
la pintura, ante mi atribulación, preguntó al vigilante de la sala:
“¿Es pecado que un niño de 11 años vea estos cuadros?”
Respuesta: “¡Qué va hombre, aquí vienen muchas monjas y ninguna
se asusta”. Eran tiempos oscurantistas. Donde hasta el respirar
valía el infierno.
Aquella
niña espabilada y remenuda estuvo recordando toda su vida la escena
del pintor y la modelo.
Días antes
de su muerte a los 78 años le oí contar la misma historia en la
fría habitación de un hospital. Con un error de bulto: siempre
creyó que la mujer del cuadro era La
chiquita Piconera
–la imagen que venía en los billetes de veinte
duros–-.
Imposible de los imposibles. Tal cuadro fue pintado en 1931. El
pintor estaba ya a la orilla de la muerte. Era su última obra.
Última cantata en color a la belleza. Indagando por allí y por
aquí, he llegado a la conclusión que podría
ser la obra Celos.
Por dos razones de peso: el cuadro fue pintado en 1918 y corresponde
a la misma edad que tenia la niña en aquel momento. Y en segundo
lugar, se retrata a una mujer desnuda de medio cuerpo a la vera de un
brasero. La misma descripción que siempre hizo. (La
Chiquita Piconera
no aparece medio desnuda).Un dato revelador.
Hace
unos días estuve en Córdoba. A pesar del mes de enero, la atmósfera
pintaba la primavera. Olía la calle a mes de abril. Me fui
derecho a la Plaza del Potro. Al mismo lugar. Pisando las enormes
baldosas de piedra trabajadas por el tiempo. El mismo suelo de la
niña con el rumor callado de sus pisadas en el tiempo. El mismo
chapoteo del agua en la vieja fuente coronada por caballo de piedra.
El ambiente era diferente y con otra gente de diversos rasgos y
color. Pero el aire era el mismo. De pronto, en la lejanía,
por la parte de la Mezquita, me llega el canto alargado en el tiempo
de un muecín contemporáneo Frente a mí tengo un edificio
plateresco, con fusiones góticas y bello juego de arcos de medio
punto, rebajados y cornopiales. Con sus filigranas de hierro y escudo
de piedra . Edificio que en tiempos antiguos fue lugar de sangre,
dolor y muerte, el Hospital de la Caridad. No me cuesta imaginar a la
niña enganchada al herraje del ventanal al pie de calle, que desde
su inocencia fue
capar de sacar de quicio a toda una celebridad. Con su mirada-vuelo
angelical y sin comprender aquella secuencia turbadora de
sensualidad y superstición. De misticismo andaluz. Lo sagrado y lo
pagano. El amor y la muerte. El duende jondo. Con toques de
folcrorismo no bien entendido.
Y otras esencias más profundas del pintor que mejor supo expresar
la mirada pasional y dolorida del arquetipo de la mujer andaluza y
sus ancestros. Un artista sublime –al
que se le dispensaban todos los tópicos–
que supo mezclar y sustanciar la realidad y el idealismo con lo
simbólico y literario que parte del alma andaluza
Aquella
niña que tuvo su gotita de gloria viendo pintar a Julio Romero de
Torres se llamaba Manolita Arana. Era mi madre.
JUAN
BELMONTE UNA VIDA EN LOS LIBROS
Desde
niño le gusta perderse por las hojas de un libro.
A
la quincallería del padre, siempre llegan en salteo –procedentes
de los “restos de un naufragio”– algún que otra manoseada
edición. De modo que forma biblioteca de ocasión y provisional.
Pasa las horas muertas y las vivas también compaginando las
aventuras de Emilio Salgari, Julio Verne, Blasco Ibáñez... Lee
todo lo que se presente lo mismo una comedia que un cuento sea chino
o no; el drama espeso que la fulgurante epopeya; la tragedia en actos
que la novela; la elegía que el epigrama; biografías
de santos y héroes que el folletín y a veces hasta “pliegos de
cordel” que también
entran y salen.
Aquel
niño de la golfemia trianera, de las noches furtivas de plenilunio y
toros en un suspiro alterna con la celebridad nacional: Valle
Inclán, Pérez de Ayala, Julio Camba, Romero de Torres, Gregorio
Marañón, Miranda, Luis de Tapia...Está escrito: Juan Belmonte es
el torero de más altos vuelos. De Pasmo de Triana pasa a ser Pasmo
de España, como lo bautiza el poeta Fernando Gillis. Un personaje
avant
la lettre
(adelantado a su tiempo). Le da la vuelta como un cromo al Toreo.
Cambia las manos por los pies. La trabajosa lidia se ve traspasada
por el sentimiento, por el acento personal. El toreo es puro arte en
elevación. La poesía se viste de luces. De la misma forma que es
barroco (llama), es romántico (pasión) y expresionista
(intensidad).
Grabado al aguafuerte de Jesús Cuesta Arana
Lleva
una espuerta atestada de libros a la vera de los trastos o los avíos
de torear. Amortigua el miedo y la soledad del triunfador con la
lectura. Según El Gallo “se lee todo lo que se ha escrito en el
mundo”.
Ya
con la vejez bien trabajada en su finca-retiro de Gómez Cardeña
luce y reluce frondosa biblioteca de autores heterogéneos que
recuerda el periodista Paco Montero: Ortega y Gasset, Zweig, Mauriac,
Benavente, Papini, Zilahy, Wilde,Chesterton,France, Dostoyesky,
Montherlant, Hemingway...
Todo
está en los libros como trasuntos de la vida. Todo. Por una lado se
ilumina la alegría, triunfo, fama, amor, contento, cante, gigantes y
molinos, vino y rosas...Por otro se sombrea la pobreza, lágrima,
sudor, miedo, melancolía, fracaso, muerte, soledad, sangre... La
vida misma de Juan Belmonte que al final se resume en dos libros:
igual que el joven Wherter de Goethe se suicida –según se cree–
por amor otoñal y no correspondido. También
él mismo se quiere reflejar en su retrato (el que le pinta Zuloaga)
en una suerte de alter ego, como en la obra de Oscar Wilde, El
retrato de Dorian Gray,
sueña permanecer eternamente joven y que sea la pintura de su imagen
virtual la que envejezca.
Aquel
8 de abril de 1962, una pistola –casi de juguete– le da el último
golpe certero a Juan Belmonte y a sus sueños de Peterpan.
Para
rematar, la vida y la tragedia de Juan Belmonte o El Pasmo de Triana
es un libro -en papel y aire- que persiste por las caras del
tiempo.
EL
OJO EN LA MIRADA
UNA
FALSA ENTREVISTA DE BÓBILIS BÓBILIS A PALOMO LINARES
JESÚS
CUESTA ARANA
Palomo Linares por la época de este escrito en Cádiz
Mediados
de los años 60. Palomo Linares el torero linarense, a pesar de su
encendida juventud –casi un niño– era ya una lumbrera del toreo,
capaz de codearse con los viejos maestros del momento (Dominguín,
Antonio Bienvenida, Ordóñez. Puerta, el Viti, Camino). Junto con El
Cordobés representaban el nouveau
vage de
la Tauromaquia. Los dos ocuparon un lugar señero en la mitología
juvenil –a veces al margen de los toros– por sus influjos
rompedores. Le llamaban los guerrilleros. En medio de una profesión
donde la evolución marcaba el paso lento. Se jugaban la vida con una
sonrisa en la boca y eso impactaba. Además cuadraban bien con el
movimiento pop tan en boga.
A
Palomo Linares de maletilla en un santiamén lo pusieron en los
altares de los grandes. Lo mismo le ocurrió a Belmonte casi
cincuenta años antes. Inolvidable aquel niño torero que siempre
lució terno blanco y plata. Como trocando cada tarde el drama por la
ceremonia de la inocencia.
Un
día se corrió como una centella por todo el pueblo que Palomo
Linares estaba en el bar de la Parada en Alcalá de los Gazules, en
plena campiña gaditana y corazón de la Ruta de los Toros Bravos (
lugar histórico de paso, refresco o manzanilla caliente para los
toreros que lidiaban en la feria de La Linea, Algeciras, San Roque o
por la parte de Málaga). Una pequeña romería de gente de todas
las edades y sobre todo una patulea de chiquillos se acercaba a ver
el ídolo de cerca. Tantas veces visto en el Nodo y la televisión.
Mi
amigo Manolo y yo dejamos que amainara el chaparrón para ver al
imberbe torero. Chispa más o menos en la misma edad nuestra.
Llegada era la hora de darle cuerpo a una ingenua ocurrencia. No
queríamos estorbos. Como éste relator era asiduo hojeador de las
revistas taurinas del momento (El
Ruedo, Dígame, El Burladero..).
No me costó especial esfuerzo reconocer, no solo a la figura, sino a
la corte acompañante de Palomo Linares. En el centro de la mesa, a
un lado relucía la testa lironda de Eduardo Lozano –su apoderado–
y al otro el gigantón peón de confianza Bojilla. Y otros miembros
de la cuadrillas desconocidos para mí. La comida era frugal. Se
notaba más preocupación en los rostros que ganas de comer. Aunque
en los días de corrida no se puede llenar el jergón por si viene un
mal percance. En ésto a Manolo se le encendió la bombilla en la
cabeza como en los bocadillos de los tebeos. De modo que pronto llevó
a la practica el plan previsto. Había que echarle carbón al
ingenio: hacerle una interviú
–en
vocablo del momento– al mismísimo Palomo Linares en persona. Todo
un reto.
“Pero,
Manolo –protesté– si ninguno de los dos hemos visto ni siquiera
en pintura la Escuela de Periodismo.” La decisiva respuesta: “No
importa; tú déjame a mí.”
Acto
seguido, con mucho aplomo el amigo sacó del bolsillo un pequeño
bloc –muy trabajado por cierto– y un boli roído muy escurrido de
tinta. Se acercó diligente a la mesa de los toreros. Nos presentamos
como jóvenes periodistas: “¿Para qué medio ?”, preguntó el
apoderado: “Para el Correo
de Cádiz.”, los
dos al unísono.
(Con
éste nombre era y es conocido el castizo autobús que va desde
Alcalá a Cádiz. No existía periódico con tal cabecera).
Palomo
Linares, accedió con la sonrisa a capote a abierto y nos invita a
sentarnos. Dio el visto bueno y la señal de empezar la entrevista.
No sin antes apuntar que todo fuera expedito pues había que tirar
para la corrida de feria de Algeciras.
A
la mayor premura –ya con los nervios acusándole– Manolo abre
fuego sobre cual era la ganadería que más le gustaba al matador:
“No hay toros fáciles. Todos tienen peligro. Lo que pasa que
dentro de la bravura unos son más nobles que otros. Me quedo con los
Galaches”.
La
primera –dentro del topicazo– salió más o menos bien. Se
cumplió. Ahora venía lo gordo: “¿Cual es el segundo apellido de
Palomo Linares?” … “Me llamo Sebastián Palomo Sánchez, lo de
Linares es un seudónimo porque nací allí. ¿Respondido?...”
En
el ambiente olía ya a tramojo. Y para rematar llegó la simplonería
inevitable de cómo estaba más bueno el toro en la plaza o en un
chuletón.“Hombre! ¿Qué pregunta? ¿En un buen chuletón...Ahora
si hay que salir cada tarde a comerse el toro entero, también se
hace...” –responde el niño torero. (Risa general de la mesa).
Llega
una tercera y última pregunta de antología: “¿Cómo se torea a
un toros bizco?” (Se denomina a la res que tiene un cuerno más
alto que otro).
Aquí
tercia el peón de confianza con su conocido gracejo y zumba
rebosada.
“Poniéndole
el cuerno
torsío
derecho con unas tenazas.¡Mira que tiene gracia la cosa!”
(Otra
vez el coro de risas).
La
cosa se iba complicando. A Manolo como lo había improvisado todo.
Pronto se le secó el repertorio. Palomo Linares –sin perder en
ningún momento una liviana sonrisa,– remató por derecho la
cuestión. Se había dado cuenta de que en aquellos dos bisoños y
boquirrubios periodistas había busilis. Que todo olía a cuerno
quemado. Pero fue Bojilla el que le puso el muñequito al agriado
pastel:“¿No le quedan a ustedes todavía revolcones para ser
periodistas apañaos.
Todavía me parece que no sabéis ni coger los trastos.”
“Déjalos
hombre –indulgente el apoderado– que cada uno hace lo que sabe y
puede. No ves que todavía huelen a pañales.”
Y
un último par de banderillas de Bojilla: “Más fácil veo yo a
ustedes –¡fijarse
lo que digo!– de toreros que de periodistas. Tenéis más valor que
el Guerra y El Espartero juntos.”
Salimos
como pudimos del embrollo. De la entrevista de bóbilis bóbilis. La
verdad es que los toreros se portaron geniales con nosotros. Eran
hombres acostumbrados a bregar, en plaza partida, al toro y a la vida
al mismo tiempo. Tengo la impresión con la perspectiva del tiempo –a
toro pasado– que en el fondo le hicieron olvidar por unos
instantes, la siempre incierta aventura de los dos toros que
esperaban en la umbría de los chiqueros de la Plaza de toros de
Algeciras. La escarcha de los pitones que corneaban una vez y otra el
aire, esperando impacientes la carne cierta.
Palomo
Linares, igualando su torería con su persona hoy pintor de elevado
vuelo y ocasional periodista o informador –¡lo que es el
destino!–. Se dejó entrevistar en la cima de su gloria de buen
grado por dos gacetilleros de pacotilla. Pero no crea –aunque él
no lo recuerde o lo mejor sí– aquella mala entrevista quedó
escrita en el aire y grabada en la memoria para el álbum de los
vuelos y los recuerdos perdidos. Por eso, hemos pegado en él con
engrudo (masa pegajosa a base de harina) ésta entrañable foto
escrita.
PASCUAL
MONTERO, UN TORERO O UN RETRATO CON TODO EL AIRE DE MADRID.
Jesús Cuesta Arana
La memoria
–según Bergamín– es historia hecha con alma. De modo que en
esta cita con la memoria, vamos a pegar un retrato en esta suerte de
álbum de aire para que nunca sea carne de olvido. Se trata de
Pascual Montero Guiñales.
Damos buena
lumbre a su recuerdo.
Da el primer
llanto en el pueblo madrileño de Fuencarral, cuando al calendario
apunta un 24 de febrero de 1914 (con el mundo en guerra).
Echa el niño
los primeros vientos al amparo y nutricio –por partida doble– de
una lechería que madre y padre regenta con buen tino y mejor temple.
Ya en el
colegio de san Antón, el chavalín menudito –un suspiro–, al a
vez que espabilado, en el recreo con baby de crudillo traza los
primeros lances al viento o al compañero de fatigas y Catón según
cuadrara. Se envenena tanto de toro, que termina arrojándose de
espontáneo en un festivalote en su pueblo. Alborota al paisanaje.
En el año
1926 (con el Zepellin sobrevolando el cielo ibérico y la muerte del
universal tanguista Carlos Gardel) , a la vera del padre va a ver en
sus madriles una corrida de toros por primera vez: Juan Belmonte,
Chicuelo y Niño de la Palma. Sale el niño tan deslumbrado al ver de
cerca al Gran Pasmo que ya no se le despinta de la mente una idea
obsesionante.: ser torero.
Ayudado por
el banderillero Crespito,en el año 1930 arranca su aventura de
luces. Como a la vieja usanza primero como banderillero para placear
y luego matador.
En el año
1933, ( mal recordado por los tristes sucesos de Casas Viejas),
debuta en Madrid en un festejo nocturno. Faenón en un novillo pero
perruno con la espada. Luego suma un puñado de festejos para ir
templando el oficio. Triunfos en Zaragoza, Madrid, Tetuán de las
Victorias donde llega a alternar con el fenómeno mejicano Silverio
Pérez. Campaña con éxito regular por muchos pueblos. Corta la
carrera por un ataque de ciática y en esto llega lo más gordo: la
Guerra Civil que tantas vidas y sueños se llevó. Una rémora fatal
que le iba a mellar o enfriar el ánimo y disposición como a otros
muchos toreros.
Agosto de
1939. Con el país en dos trincheras oliendo a sangre y a pólvora
fresca, alterna el torero de Fuencarral con Raimundo Serrano y
Morenito de Talavera. Los novillos de Arranz imponentes y pavorosos
(encierro rechazado para la alternativa de Pepe Luís). Repite en
Madrid y arma la tremolina con un novillo de Manolo González donde
está superior. Luego en Barcelona y el fuego interior se va
rescoldando. Tras mucha vigilia y cavilaciones. Decide hacerse un
nombre y señor con las banderillas. Lo consigue. Brilla tanto como
rehiletero como en la brega por su temple y sapiencia. Lo canta su
historial: va en las cuadrillas de Mario Cabré, Carlos Arruza,
Fermín Rivera, Antonio Ordóñez y Luis Miguel, y hasta llega a ser
el paseíllo en Navalmoral de la Mata (Cáceres), detrás de su
monstruo sagrado: Juan Belmonte.
Un buen día,
en Sevilla con su feria de abril al fondo, el pintor José Puente
–una de las grandes lumbreras en la temática taurina– me
aproxima a un hombre rezumante de elegancia natural por toda la rosa
de sus vientos; con su buen decir y con acento y espejo de Madrid,
–madrileñísimo–, templado los modos pero mucha impresión en el
carácter; traje clarito y fresco y sombrero de jipijapa para no
desentonar. Va acompañado de Amalia, su esposa que le va a la zaga
en quites de clase a raudales y buena sombra. Una elegante mujer todo
temperamento y simpatía a veces entreverado con el humo de sus
largísimos cigarrillos emboquillados.
Sigo viendo
a Pascual y su inseparable Amalia en varias ferias sevillanas donde
me refiere cosas para la biografía que preparo sobre el genio
trianero. ; casi siempre iba acompañado de José María Recondo, un
torero vasco con cierto aire belmontino.
Pascual
Montero, todo un señor-señor que a disgusto tiene que soportar el
remoquete “El Señorito”,que le impuso un primer apoderado; pero
al final fue humo al viento tan injusto apelativo.
A la orilla
del mar de Torremolinos, a la vera siempre de Amalia (su adoración),
al viejo torero madrileño se le van escapando los últimos suspiros
;mientras que una ola de plata iba y venía para vestirlo de luces
con seda marina por última vez.
Una última
secuencia:
Tarde de
toros en Madrid, calle reina Victoria (barrio Cuatro Caminos donde
vive el torero). Pascual Montero se viste de purísima y azabache,
La familia junta alrededor de la capilla doméstica con lamparillas o
mariposas encendidas reza. Al rato una radio de baquelita pone sonido
de fondo con el resultado de la corrida. Alivio: la tarde ha salido
con buenas luces. En el alféizar de una ventana de la casa, sentada
entre los barrotes, una niña de cinco años, aguarda impaciente y
dorada por la ilusión la llegada del padre torero en un enorme
Citroen negro de los años 30. La mirada de la niña se fija en la
taleguilla del padre donde se posan siniestras unas manchas secas de
sangre de toro. Aquella niña de ayer es hoy Rosa Montero, escritora
universal y primera lidiadora del periodismo. A Rosa (Rosita eterna
en boca de su madre) no le apasiona el mundo de los toros. No encarta
con su sensibilidad. Un respeto. En su ejercicio de suprema libertad.
Va por ti, maravillosa escritora, éstas líneas escritas desde la
ternura y un ramos de flores de pensamientos y siempre vivas para
tus padres que siempre laten en el corazón de mi memoria.
EL
OBISPO QUE HIZO DOLER LA CABEZA AL FRANQUISMO
Jesús Cuesta
Arana
El obispo Añoveros en su primera visita a Alcalá de los Gazules con el párroco Barberá, referida en este articulo.
En
el ambiente constreñido de los pueblos la visita o la llegada de
algún personaje principal tomaba caracteres de inusual
acontecimiento. La visita del gobernador civil pasaba más
inadvertida, se centraba más en ámbito institucional y político,
mientras que la del obispo, por su sola presencia con ropaje vistoso
con virreta, capelo, solideo, capa, faja y calcetines de color
púrpura resaltaba sobre una sotana con ribetes de mismo color.
Llamaba la atención en una sociedad en donde predominaban los tonos
pardos, el negro y el medio luto.
De
modo que aquel año (1962), sobre todo a los niños la presencia del
obispo don Antonio Añoveros, causaba un respeto imponente. Y más a
los cuatro seminaristas, entre los cuales estaba el relator de ésto.
Aquel año en las tabernas y en las consejas de la Alameda en el aire
de la calle se hablaba del suicidio de Juan Belmonte ( admirador
confeso de Alcalá; le gustaba perderse por sus calles pinas y
estrechas); La boda de Juan Carlos con Sofía, con princesa como
estaba mandado y debía ser: el contubernio de Múnich que nadie
sabía lo que era (una reunión de gente notable de la política
en la ciudad alemana pidiendo apertura en España). El Caudillo y sus
huestes –claro está– vieron en ello una diabólica conspiración
judeo-masónica; los mineros asturianos –otro grano grande– se
levantan en huelga para completar el pastel; El Concilio Vaticano II
con aires nuevos, el aggionarmento
(modernización) supone una auténtica revolución donde la mayoría
de los curas, los más progres empezaron a “vestirse por los pies”.
Abandonaron la sotana para gastar atuendo como usted o como yo.
Pasando antes por el híbrido
indumentario del cleriman (traje negro y camisa con alzacuellos). En
la calle una patulea de niños con huchas de cerámica –con todas
las caras del mundo– pidiendo para el Domund. Mientras que en la
radio de baquelita o de cretona sonaba Marisol.”La vida es una
tómbola, tom..tom tómbola... de luces y de colooor -oooo...” Eso
parecía. Pero la realidad se pintaba de otro modo: faltaba todavía
mucho para que cada uno viera las cosas de diferente color.
En
esto llega Acalá por primera vez don Antonio Añoveros Ataún ( el
obispo coadjutor de Cádiz-Ceuta, desde 1954, luego sería titular
hasta 1971). La gente se arracimaba a la puerta de la Iglesia de la
Victoria, abundaban las mujeres y los niños. Hombres menos. Había
mucha gente en el campo. Además el anticlericalismo del campero
viene desde antiguo, muchas veces mas que por convicción de fe, por
retraimiento social y poco dado a la liturgia o alas ceremonias. Ir a
misa y cumplir con los preceptos suponía un notable esfuerzo
reservado a la “gente fina”. “Las beatas y los beatones hacen
una cosa en misa y otra en la calle”, solían decir. Se referían
a la fauna –todavía
emergente en el mundo patrio–
de los meapilas y tragasantos, versión
comtemporánea de los evangélicos sepulcros a base de cal
exterior. (Mas claro: los hipócritas y los fariseos que los hay a
granel y algunos comulgan con buenas ruedas de pedernal. Un pueblo es
un microcosmos donde mejor se ven las contradicciones del genero
humano.) En cambio el asunto se tornaba cuando se refería de la
Virgen de los Santos, basta con ver un añejo retrato de una romería
con toda su presencia campera. En los exvotos se radiografían la
presencia y advocación de la gente campesina.
Antes
de la misa concelebrada del obispo se me viene a la mientes la imagen
del prelado departiendo con la gente humilde que se le acercaba.
Atesoraba el hombre ganada fama de ser y estar próximo al pueblo. Se
paraba en la calle con todo el mundo. Lo cual era de admirar en un
país
nacional-católico marcando la diferencia con el Caudillo bajo palio
poniendo cara de santo. Hombres como Añoveros abrieron camino hacia
la modernidad apelando a la libertad, marcando el difícil sendero
que iba desde una iglesia sumisa y complaciente con el régimen hasta
la teología de la Liberación mismamente con sus curas obreros y de
izquierdas ¿Quien se iba a figurar que unos años después aquel
obispo armó la que armó? ¡Una polvareda! El llamado “caso
Añoveros” rebasó las fronteras a cuenta de una célebre homilía
–siendo
obispo de Bilbao, su último destino–
en
el año 1974 que venía a decir: “El derecho de los pueblos a
conservar su identidad incluye también la facultad de estar dotados
de una organización socio-política
que proteja y promueva su justa libertad y personalidades
colectivas”. Al franquismo se le hacen los dedos huéspedes con el
obispo contestatario. Arresto domiciliario e “invitación” a que
abandone el país
fue la respuesta pronta. Arias Navarro era el mandamás con Franco
ya en el otoño del patriarca. Pero el obispo Añoveros no se quedó
sentado, sino que respondió –respaldado
por el cardenal Tarancón y la Conferencia Episcopal–
con excomulgar al Gobierno. Se vivió
el más serio tropiezo Iglesia-Estado. Los creyentes y los no
creyentes pusieron el grito en el cielo. Se abrieron dos gradas por
un lado los ultracatólicos –algunos
de ellos son marchamo tridentino–
y por otro los progresistas y religiosos progres
seguidores de las nuevas corrientes
emanadas del concilio de Juan XXIII. Otra vez los dos bandos. Pero a
breve plazo la Iglesia ya no iba a ser lo que era. De modo que ante
la magnitud de los acontecimientos el régimen echo tierra al asunto
y el obispo ejerció la pastoral en Bilbao hasta su fallecimiento en
1987.
Aquel
obispo nacido en 1909 en Pamplona, sencillo y cercano defensor de los
derechos humanos, la libre determinación de los pueblos; sensible
con las cuestiones sociales, la lacra del latifundismo escandaloso y
el poderío de la banca frente a la injusticia sangrante. Fue un
hombre valiente que se jugó el alma y el pellejo frente a una
dictadura capaz de todo si alguien pronuncia siquiera la palabra
libertad. Aquel día de la primera visita de Añoveros a Alcalá, uno
–el
que teclea éstas palabras–
estaba allí,
muy cerca en mi papel de seminarista carmelitano, con hábito color
tabaco y capa blanca, en la sacristía , en un instante eché una
mano a los cocelebrantes y monagos a colocarle la casulla. El Obispo
con una leve caricia, sonriente desde su faz bonachona repuntada con
dos grandes ojos y cejas igualmente imponentes, me dice: ”Gracias;
rubito”. Poco tiempo después entré en la larga lista de los
“curas arrepeintíos”. Aquella experiencia religiosa me duró dos
años. Un sueño de niño. Desde entonces empecé
a creer más en las personas que en las jerarquías o en el peso de
la púrpura. Viví de cerca la dureza de la vida del campo; todavía
predomina en mí ese germen.
Cuando
vuelvo a saber del obispo Añoveros, uno andaba ya –como
la inmensa mayoría–
esperando la hora de la libertad. Por eso, desde el fondo del tiempo,
conservo intacto todavía el respeto por aquel hombre que decía:
“Vanidatas de vanidades y todo vanidata” (pronunciaba así la
letra d final). Que fue azote de la gente de golpe de pecho, de mucha
prédica y poco trigo. Gente que van a misa para que lo vea el
prójimo, como si la bondad se eligiera por plebiscito. Son las
personas las que mueven el mundo y no el mundo por unos pocos. Eso
sigue pasando. Si la gente grita y sale a la calle es por algo. Aquel
día
el Obispo Añoveros llegó a a Alcalá de los Gazules, pero luego
llegó a la historia alternado el solideo con la chapela vasca. El
obispo que en un juego sumamente
peligroso le mojó las orejas al mismo Franco y su sombra.
EL
OJO EN LA MIRADA
UNA
MIRADA FUGAZ DE LA CANTANTE JEANETTE
Sobre
la fugacidad del tiempo se ha pensado y escrito ríos y mares. Todo
se va en un suspiro. En un abrir y cerrar de ojos. Certeros son los
tópicos. No es igual contar por años que pasan, que por años que
quedan. El tiempo que marca el reloj y el calendario son complementos
que solo miden y trocean al contrario que el tiempo interno o
personal. Los días que pasan no son la cuenta de la vieja –con
los dedos–,
una vulgar operación aritmética. Lo suyo es contar por fechas e
impresiones con toda su intensidad. Además de cronología solar y
numeral somos espíritu. Los hechos y las cosas que se graban en la
memoria.
A
veces un simple gesto, una instantánea o una mirada fugaz siempre
queda. Ya no hay tiempo que la borre de la mente.
El
relator de éstos renglones, se cruzó un día en un semáforo en el
centro de Sevilla, –entre
la Campana y Laraña por más señas–
con una mujer menudita, con ojos y mirar de tonalidades marinas entre
verde y azul. Nos miramos por unos segundos. La reconocí pero ella a
mí no. Natural que así fuera. Se trataba de un icono de mi
juventud. Era la cantante Jeanette. Aquella niña rebelde eterna
adolescente que a pesar de las arrugas de su faz todavía aguantaba
bien el retrato de su imborrable mirada de inocencia y eso que los
días y las noches había trabajado por su historia. Con aquella
fugaz mirada le di manivela al tiempo hacia atrás. De cuando allá
por el último tercio de los años sesenta, tanto aliento insufló
aquella niña a una juventud que se movía en el pequeño mapa
blanquinegro –con
algunas vetas luminosas–
de un pueblo: Alcalá de los Gazules.
En
realidad Jeanette se llama Anne Dimech, siendo inglesa como es
siempre la creímos francesa, formaba parte del grupo Pic-Nic, que
hacía una música muy próxima al indie
de hoy por su sello independiente, aunque tributaria del pop
convencional.. Luego se disolvieron y Jeanette prosiguió en
solitario con gran éxito. La canción Cállate
Niña, a
pesar de su mensaje dramático, era muy solicitada para el baile
agarrado, ya que propiciaba jugosos acercamientos corporales. Se
acortaba el aire y las distancias en el cuerpo a cuerpo lo mismo que
iba ocurriendo con la libertad. Aquella voz entre inocente y sensual
incitaba al amor declarado y furtivo y alguna que otra obscenidad. Se
calló el silencio y la gente empezaba a hablar, a expresarse y a
protestar. Por los menos se empezaba a quitar las telarañas y el
óxido a las alas de los sueños. Los años del hambre se habían
muerto de hambre. Todo iba rápido. Un tobogán multicolor. El año
1967 que Jeanette y los Pic-Nic canta Cállate
Niña,
va creciendo cada vez más el descontento con Franco. Los estudiantes
en algarada con los “grises” (policía) pisándole los talones
era foto corriente. El búnker inmobilista enseñaba las garras y los
dientes. El lavado de cara de la Ley Orgánica del Estado un fiasco.
Hambruna y muerte en Biafra. La imagen del negrillo todo ojos,
huesos y barriga helaba el alma. La muerte alevosa en Bolivia de un
mito de los mitos: El Che Guevara. La minifalda aireando piernas más
o menos largas. Los pantalones campanas. También titulaba los
periódicos la llegada del gorila blanco Copito de Nieve al zoo de
Barcelona. Los Beatles cambiaron el bombín por montera y sombrero
cordobés al llegar a España en sus dos actuaciones en Madrid y
Barcelona y sus “parientes” Los Brincos con capa española. Al
otro lado de estos chicos modositos estaban los Rollings y Los
Salvajes. Los Chiripitifláuticos alegrando las pajarillas a la
chiquillería y a algún Peterpan rezagado. La psicodelia un estado
sensorial inspirado en los alucinógenos. El punto y contrapunto
negro de la droga estragando la juventud. El cine español
poniéndose al día con Nueve
cartas a Berta
(Martín Patino) y Pipermint
Frappé
(Carlos Saura). Mientras que Carrasco y Legrá se llevan la palma a
puñetazos en los rings. El Real Madrid dándole sopas con honda a
los demás equipos.
Algo
rompió aquel día la atmósfera tranquila de Alcalá de los Gazules.
La gente quiere ver de cerca al nuevo fenómeno: Un conjunto músico
vocal. Acostumbrados a las orquesta de bongos, contrabajo, acordeón
y viento con mangotas caribeñas, aquello era una rareza. Lo menos
pulidos pregonaban: “vamos a ver a los músico mariquitas”. Lo
decían por la pelambrera y camisas floreadas que gastaban los
muchachos. Punteaban con palanca de vibrator –una
innovación–
el tema Apache
de
los Shadows con un público poco afectivo con las excentricidades.
Miguel Ríos comentaba que en muchos pueblos cuando iban a actuar los
gárrulos lo apedreaban y muchas veces tuvieron que salir de naja.
Hasta que surgió en Alcalá el grupo musical Los Rangers (The
Rangers Black) y la gente empezó a acostumbrarse. Ya escribiré
sobre ellos.
Costó
salí de unos tiempos oscuros donde se le temía al color. Imperaba
la grisalla. De modo que cuando me encuentro hace unos años con
aquella mujer de mirada verdeazul en el semáforo, se me vino a las
mientes, sin el morbo de la nostalgia, aquella juventud vivida en el
pueblo. Poco a poco fuimos saliendo del globo aislado. Los mass-media
iban informando de los avatares del mundo. La aldea global de Mac
Luham se palpaba. Soplaban vientos de cambio. De Juanito Valderrama
se pasó a Bob Dylan, de Antonio Machin a Aretha Franklyn. De los
discos dedicados al Gran Musical, al Hit Parade. De los tonos pardos
( gama de tierras, grises y discretos azules) se pasó a las camisas
chillonas con floripondios, muchas veces bermellonas y de mal gusto.
Había en el pueblo varios puntos de encuentro y sobre todo dos de
referencia. Uno era el patio de Curro Reyes, un lugar reducido –diez
o doce parejas bailando,–
lo que no fue óbice para esparcimiento y desfogue de toda una
juventud ávida de nuevas sensaciones, roces apetitosos o apreturas
eróticas. A veces había overbooking. No se cabía. El patio
atestado de macetones de geranios, aspidistras, hortensias, colios,
buganvilias, esparragueras trepantes era un anticipo doméstico de la
discoteca. Inolvidable la estampa de Curro en su silla de ruedas –por
mor de maldito accidente–
ejerciendo de pinchadiscos con “pikú” de baquelita echando el
ojo a la concurrencia desmadrada en medio de una humareda de tabaco
rubinegro. Su artista preferida: Jeanette. En su fajo de discos de
vinilo (todos singles). Había lugar lo mismo para la música lenta
que para la estridente según soplara y reclamara el ambiente. Todo
consistía en tener buen ojo y buena mano. Lo mismo sonaba Moody
Blues en Nights
in white saten (Noches de blanco satén),
ideal para el “agarrado” ya que duraba mucho. Un rato a tope si
la chica –apercibida–
con los antebrazos hacía la temida “tranca”, y la faena quedaba
sin rematar. Que el ritmo marchoso Black
is black
de los Bravos. Dentro de las posibilidades y exigua discografía
disponible. Y buena voluntad.
Otro
lugar que marcó fue mi primer estudio de la Pila del Granadillo en
Alcalá. Donde se congregaba una juventud heteróclita y heterodoxa.
Con diversos afanes pero con idéntica vocación de libertad.
Bailongos entre velas y ginebra perruna de garrafa. Entre el olor a
pintura fresca y aguarrás y las paredes empapeladas de pósters de
los mitos del momento. Era lugar para el debate y para comentar sotto
vocce las heridas de la dictadura y los últimos libros y discos
prohibidos. Hasta el Caudillo, viendo el frenesí de los tiempos,
quiso dar una imagen –falsamente–
de modernidad con pintores abstractos, bikinis y grupos musicales
greñudos, siempre, eso si, siempre que no molestaran. Y hasta hoy.
Aunque no se pueda decir que vivamos en miel sobre hojuelas. Hay
desencanto y descontento. Los hechos cantan. Hay muchas personas
pasándolo mal por mor de la “dichosa” crisis. Tenemos la
libertad conseguida. Ahora nos hace falta más trabajo. Con bienestar
la libertad se disfruta mejor. ¿Llegará el día que todo el mundo
viva libre y contento? Con esa ilusión escuchamos el gallo cada
mañana.
Aquella
diáfana mirada de Jeanette, que se reflejó en la mía como la otra
mirada fugaz del tiempo. Todo en la vida tarda el tiempo en que se
cruza un semáforo en verde. Una simple mirada puede traspasar los
ojos de la memoria.
Siglos
ha lo dijo bien claro Quevedo: “Solamente lo fugitivo permanece y
dura”. Seguiremos alimentando miradas fugaces. Seguiremos.
(De
la serie de artículos publicados en el periódico TRAFALGAR con el
encabezamiento El OJO EN LA MIRADA)
EL
SUR DE LUCES
LA
GLORIA EN UNA MALETA
Jesús
Cuesta Arana
Pintor
y escultor
DEDICATORIA:
A
Paco Laguna que viste de luces la palabra y la amistad..
El maletilla Pepete encaramado a los más alto del edificio Fénix en las Tendillas de Córdoba.
Entre el
hormiguero de maletillas –en la renombrada década de los sesenta–
que pululaban por Alcalá de los Gazules y sus andurriales,
sobresalía uno que respondía por El Águila y su heterónimo
Pepete. Por los dos remoquetes era conocido. No despachaba bien en
estatura; pero si muy echao p´alante
y más listo que Lepe, Lepijo y su hijo. Tenía mucho jarrete y la
timidez se le voló desde la cuna. Vestía siempre con ropa tejana y
no usaba jamás gorrilla, sino que lucía los pelos hirsutos ( un
pelao a lo cerro
Muriano, de los reclutas de la época). Tenía más pinta de rocker
del momento que de torerillo. Como atesoraba tan buena labia e
ingenio en los quiebros y requiebros encandilaba a las mocitas por
merecer.
Para
orientarse o el husmeo cierto de los tentaderos, en eso: nadie le
mojaba la oreja. Brujuleaba por aquí y por allí como nadie. Un
lince mestizo con gandano (zorro).
Razón por la cual los demás maletillas le profesaban un respeto
imponente, con su prurito, claro, de interés y conveniencia por
medio.
Pepete,
o mejor dicho El Águila era un pájaro migratorio de cuidado al que
le gustaba volar en solitario. Un día de invierno –con un frío de
afilados pitones– se le vio con su hatillo abandonar el pueblo. Se
fue a la francesa (una vieja moda del siglo XVIII, en Francia que
consistía en despedirse de una reunión sin decir ni pío; sin
despedirse de nadie, menos mal que con el tiempo se tomó tan rara
actitud como falta de educación, y hoy por suerte nuestros vecinos
ha canjeado el mutis por el foro por besos y abrazos, como debe ser;
aunque como en todo, sigue habiendo excepciones). El Águila levantó
el vuelo donde los vientos lo quisieran llevar.
Corrió
el tiempo con su lidia y aquel osado maletilla se lo había tragado
el mapamundi del titirimundi.
A lo mejor desengañado había vuelto a sus lares granadinos. El
chaval se estaba yendo ya al tallo y las oportunidades no eran brevas
que cayeran cada día del cielo. En parafraseo con la vieja petenera
“al pie de un árbol sin fruto se puso a considerar/ que pocos
amigos tiene el que no tiene ná que
dar”.
Unos
meses más tarde –el que suscribe– quiso la gran casualidad de
encontrase al maletilla de los dos motes en Algeciras. Alojado en una
pensión a la vera del mercado de abastos (un alarde arquitectónico
del maestro Torroja). Se le veía tan lanzado como siempre. Nos
sentamos en la terraza de un bar. Le pregunté cómo le había ido
todo éste tiempo de silencio. Con el semblante iluminado me dijo:
–Espérate
un momento.
Traspuso
por una calle y me dejó con la intriga y hasta llegué a formarme en
la mente raras cavilaciones. Pero los infundios se me despejaron
cuando a los pocos minutos apareció el torerillo con su sempiterno
atuendo de vaquero. Portaba una desvencijada maleta de cartón:
–Me he
hecho famoso en toda España y parte del extranjero y tú todavía
no te has
enterado. Hay que estar más en el mundo hermano.
Engorda
mi perplejidad por momentos. De pronto, Pepete el Águila abrió la
maleta y empezó a sacar periódicos y revistas. En algunas
publicaciones llegó a ser portada. Sus gestas y sus gestos eran
noticias a grandes titulares: se había tirado de espontáneo con
capote en ristre al césped del estadio Bernabeu, para torear al
árbitro (que además era suizo para más choteo). Jugaban el Real
Madrid y el Inter de Milán. El suceso por lo insólito causó un
gran revuelo y hasta firmas de gran relieve se ocuparon del
sensacional momento.
Otra
noticia: “ un maletilla se encarama a los más alto del edificio
Fénix, en la Plaza de las Tendillas de Córdoba para pedir una
oportunidad” .¿Quién iba a ser …? Pepete allí en lo más alto
con toda la ciudad de Séneca y Manolete a sus pies, y de la estatua
ecuestre de Mateo Inurria –abajo mismo del Gran Capitán con la faz
de Lagartijo. Desplegó una pancarta al viento donde se leía a las
claras en mayúsculas. “QUE SEA LA DOCTA CÓRDOBA LA QUE DIGA ERES
TORERO PEPETE” ( Esta vez utilizó el mote Pepete y no el más
propio de El Águila). Conservo varias fotografías del momento
regaladas por él de aquél mismo día, en una de ellas figura ésta
dedicatoria: “La más grande exhibición de un “maletilla” (el
entrecomillado es suyo), en la ciudad de los Califas jamás realizada
por ningún otro. Dispuesto a batir todos los records en la Fiesta de
los Toros. El Águila”. Lo convencieron a que bajara de las alturas
y le dieron una oportunidad en Granada, pero todo quedo en ni fu ni
fa.
Nueva
ocurrencia: recorrió todas las redacciones pidiendo, sin pudor, que
publicaran su intención de casarse con anciana millonaria para que
lo sacara adelante. Y algunos rotativos picaron. Pero nada. Otra
chaladura a la papelera de reciclaje.
Al
final, Pepete (o el Águila) se quedó en maletilla raso. Quiso
torear a la fama antes que al toro. Por eso su gloria quedó
sepultada en una abollada maleta de cartón, dormida para siempre en
la noche de los tiempos y condenada a no levantar nunca el vuelo. Una
cosa es la fama efímera y otra la gloria eterna reservada solo para
los grandes dioses. Pero de todas formas, aunque Pepete equivocara
los aires por donde planear, seguro que le quedó el consuelo –como
a otros muchos– que al pájaro aunque le corten las alas siempre le
queda el sueño de volar.
La aventura acabó del vuelo libre a la oscuridad de los calabozos.
CAMARON,UN
RETRATO EN EL COBRE DE LA TARDE
Jesús Cuesta Arana
¿No recuerda la foto al retrato de otro mito universal?
Hablaba muy bajito y templado, casi en un susurro
que contrastaban con unos ojos de llamarada. Se adivinaba que debajo
de aquella palpable timidez hervía una olla de barro de pasión
incontinente cuando se dejaba arrastrar por su forma de vida:el
cante. Cuando subía al tablao
o a los grandes escenarios se transfiguraba. Su voz ya no era su voz,
sino un puro grito de desconsuelo y rabia. Aunque a veces sonara por
alegrías. De faz señoreada casi traslúcida a pesar de tanta
solanera y brisa de la Isla de San Fernando. La mano enjoyada como
dios primitivo, figurando a la vista tatuaje de luna y estrella que
habla de soplo oriental más allá del agua vista. Menudito el cuerpo
pero imponente como joven faraón. Lucía bonita la voz; pero
arañaba, Se retorcía en la soleá como tronco de vieja parra. Un
heterodoxo en la vida y en el cante. Barbado y melenudo con más
traza de cantante pop que flamenco. Bebía en la fuente del flamenco
que no cesa, Cada “casa” gitana tiene su “yo no sé qué”.
Estaba predestinado al cante. Fue aclimatando su cultura de la sangre
y adquirida a los tiempos modernos. Para interpretar versionar hay
que conocer primero. Sin perder jamás de vista el sentido hondo del
flamenco y su procedencia. Dotado sin duda de un portentoso eco
gitano supo enlazar –a pesar de ser mal entendido por los puristas–
la tradición del Flamenco con los nuevos gustos y mentalidades.
Adorado por la juventud que habla de un cante camaronero,
especialmente –según Ríos Ruiz– en los estilos de fandangos,
tangos, tientos ,bulerías, rumbas y tarantos a los que imprimía un
sello personalísimo. Apolíneo y dionisíaco al mismo tiempo. Eran
razón (cabeza) y pasión (corazón). Tenia temperatura y presencia.
Tenía un halo de atmósfera inquietante lo mismo en el cante
liviano, festeros que los del tronco negro. Mecía el cante como un
velero; pero siempre sobrecogía como esos golpetazos del martillo
sobre la bigornia al atardecer. La voz de Camarón siempre es mar
abierto, en zozobra o en calma, pero misterioso y sumergida bajo el
techo de las aguas donde duermen los viejos mitos. Lo de la masa de
la sangre son pamplinas, se nace con eso pero se aprende al compás
de la vida, escuchando mucho, viendo y agarrando por aquí y por allí
de los grandes maestros. En la masa de la sangre lo que hay son
glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas. Lo que esta fuera de
duda –todo el mundo de acuerdo– es que su disco La
leyenda del tiempo, grabado hace treinta
años. Marcó un punto de inflexión en el flamenco que tanta falta
le hacía. Inflluyó en toda una generación .Todo el menudo
tarareaba :”Volando voy / volando vengo / por el camino yo me
entretengo....” Había que renovar el espejo apulgarado.
Fuertemente criticado por los pontífices e inmobilistas al uso, que
preferían que la mula girara siempre sin salirse de la noria. No
estaban a la altura de los acontecimientos. Sin embargo llegó al
pueblo, al gran público y sobre todo a los jóvenes que supieron
entender al instante que el flamenco tiene que levar bien el compás
con el tiempo. Camarón no solo rompe la esencia del cante con su
valiente apuesta ´que también hizo un tiempo después Enrique
Morente con su grabación Omega versiona a Leonard Cohen acompañado
por el grupo Lagartija Nick). Camarón incorporó al Flamenco
instrumentos hasta el momento impensables (teclados, flautas,
guitarra eléctrica, percusiones..). La música buena se saborea
–venga de donde venga– toda por igual. Dice Carmen Linares que
todo el mundo tiene el corazón puesto en el mismo sitio. Que quiere
decir que se siente lo mismo escuchando la trompeta desgarrada de
Mile Davis que el quejio
estremecedor de Camarón.
En los tiempos de la furia de los festivales
flamencos entablé buena amistad con Camarón. Nos daba buena
espina –por igual –vernos por aquí o por allí. Era raro vernos
en el mismo sitio.
La
última vez que nos encontramos fue en la solera del Bar de la Parada
en Alcalá de los Gazules. La tarde ya iba alta, Al contraluz de la
fuga del sol pude ver su faz, su perfil como grabado con buril en el
cobre de la tarde. Con la fuerza de un aguafuerte estampado en el
aire de la calle. José Monge Cruz, tiene sangre directa en el mapa
alcalaíno, tiene lazo familiar en los Monge (Los Cucos y Los
Pijotes). Camarón tiene un hermano ( Jesús el Pijote,
precisamente). Me habló de su último disco Potro
de rabia y miel con portada de Barceló
–todo en un hilillo de voz había que poner presto el oído–.
Hablaba bajito,perro en el cante la voz se le hacia torrente. .De su
tiempo de niño cuando alguna vez se acercó a Alcalá a la fragua de
su “tío” Bastián (Sebastián) el Cuco, que casó en primeras
nupcias con una imponente gitana apodada La Princesa, que forjaba
unas badilas para el brasero de arte. De cómo debutó en allí
haciendo puyas de trompo, “pero yo no servía pa
eso, me salían muy zaragañetas y regilaban mu
mal”. De sus tiempos de aficionado a los toros metiendo el trapillo
a una becerra donde le dejaban. Con cierta jindama pero con los
sabores rebujados de los vinos de Chiclana, Sanlúcar y Jeréz. Pero
el cante tiró más para arriba. De sus comienzos en la Venta Vargas.
Hablaba medida la palabra. Creo recordarle decir más o menos que a
veces le pasaba con el cante que no lo podía sujetar, lo mismo que
el toro que sale abanto y que había que echarle mucho
combustible,carbón al anafe. Estábamos a escasos metros del Cine
Andalucía, donde protagonizó un suceso que corrió por la bola del
mundo. En vez del violinista sobre el tejado –de la célebre
película musical– se hablaba del cantaor sobre el tejado. Le
recuerdo el lance y se sonrió muy levemente y no comentó nada solo
sorbió un buche de café con la mirada perdida.. Brevemente el
asunto ocurrió así: El día 25 de julio de 1975 Camarón fue
contratado para actuar en el Cine Andalucía de Alcalá de los
Gazules,según Europa Press difundió la noticia con el titular :“Un
cantaor de flamenco huye por los tejados”. La breve reseña en los
medios se expresaba así: “El cantaor de flamenco Camarón de la
Isla, se negó anoche a actuar en un teatro en Alcalá de los Gazules
y huyó saltando por los tejados de las casas colindantes. Había
sido contratado a un tanto por ciento del taquillaje y había poco
espectadores en el teatro en el momento de producirse el hecho. El
público reclamó el importe de sus localidades y este le fue
devuelto por la empresa del teatro”. En una ocasión comenté el
pintoresco incidente con el amigo y compañero siempre del alma
Alonso Núñez, (Rancapino) y el genial Ranca con su salero ronco
sale así: “Si Curro Romero, se espanta y Paula se espanta, ¿Porqué
no se pué espantá Camarón?. Divertida secuencia en la vida de un
genio que tengo delante callado y enigmático. Era ya tan grande que
aquella pequeña historia no le interesaba, la tenía guardada en el
cajoncito más endeble de la memoria. Lo que son las cosas: todo el
universo le abrió las puertas al contrario que un pequeño pueblo.
La vida a veces amamanta estas rarezas. Y ánimo enfilaba hacia la
pena de saber que algo malo –lo que empezó con una punzadita en el
costado– se lo estaba comiendo por dentro. El último sorbo de café
que ya viene llegando la noche y ya había que recogerse al amparo de
su debla gitana Rosario Montoya (La Chispa) y los chiquillos. Costaba
trabajo darle un abrazo parecía que se iba a romper. Pero la mirada
brillante, febril no le había menguado. Sonrisa final triste por el
desconcierto que vivía por dentro por mor del trágico y silencioso
grito que estaba viviendo. Era consciente –se le notaba en la cara–
que la leyenda y la realidad del tiempo se estrechaba como el hurón
o el hambre antigua. Su voz y su presencia un suspiro;pero un suspiro
de mar que siempre va y vuelve. Se fue tan rubio como un camarón,con
toda su historia, con la Llave de Oro del Cante en el bolsillo y un
bergantín cargado de premios. No podía con el alma. No podía. Ya
no lo vi más. Ha pasado ya veinte años de aquel 11 de julio de
1992. Aquel verano frío que se llevó –con cuarenta y un años–
a una leyenda que sigue quemando. Pero cada día sigue amaneciendo
Camarón.
Jesús Cuesta Arana
CUANDO VOLARON LOS ANGELITOS NEGROS
Jesús Cuesta Arana
DEDICATORIA:
A
la memoria de Pedro Fernández, ya en el reino de los buenazos, que
tampoco se perdió a Antonio Machín la noche que cantó en Alcalá.
Según refererimos más de una vez.
Alboreaba
la señalada década
de los sesenta. Los tiempos eran vencejos al vuelo, de lo rápido que
cruzaban por los mundos. Poco a poco se iban mudando las costumbres.
Se
palpaba en los anuncios. La gente –por influencias foráneas-
empezaban a desmelenarse, con el consiguiente disgusto de la gente
seria y de orden y de los adalides de la moralina vaticana. El
turismo llegaba con sus perversas costumbres; pero el régimen se
hacía la vista gorda: dejaban buenas divisas. El negocio ante todo.
La vieja moral se tapaba los ojos pero abría los bolsillos. España
empezaba a ser diferente, según el eslogan.
El typical spanish engloriaba,sobre todo a las suecas –las nuevas
valkirias; pero con propósitos menos épicos que las viejas deidades
nórdicas– que se ponían como salmonetes en las playas seducidas
por el latin lover de turno. La gente empezaba a enterarse de las
cosas. En los bares de los pueblos y en las comidillas se comentaba
los lances del universo mundo y entre dientes se comentaba – aunque
muy primariamente– temas de alta política pero siempre referidos
a más allá de los Pirineos. Kennedy o la boda de la plebeya
Fabiola con un monarca sosón se llevaban la palma y lo de Fidel
Castro en Cuba. El panorama se trazaba con los teleclub una forma
democrática de poner la televisión –como el NODO– al alcance de
todos los españoles con el bolsillo lleno de aire. El serial Ama
Rosa hacía
llorar hasta las cebollas. Un dramón que atenuaba el otro dramón
de la posguerra todavía reciente.
La
OJE militarizando
a los niños, en una suerte de entrenamiento para la mili. Empezaban
los guateques por obra y gracia del tocadiscos.
Marisol y Joselito a todas horas. Todos los niños –carne de tebeo–
se sentían Zipi y Zape. Los cromos de Puskas, Kubala, Di Stefano,
Pelé..., ocultos en las tabletas de chocolate Nestlé. Tímidamente
se va abriendo cierto desarrollo que iban a culminar con la
tecnocracia.
Llegan los Beatles y languidece en las sombras la copla y el bolero,
que fue una especie de escuela para aprender a querer y a vivir. Un
punto romántico en medio de un piélago de estrecheces
y cartillas de racionamiento que ya fueron quemadas por la historia.
El pueblo abundaba en la necesidad de mitos. Por eso la noche que
actuó Antonio Machín en el Cine Andalucía
en Alcalá
de los Gazules, todos queríann
verlo de cerca. Querían ver y vivir aquella voz intangible hasta
el momento en las ondas de la radio. Machín tenía un serio
competidor en otra estrella morena: Nat King Kole. Dos voces negras
pero de distinto color. Uno era Yanqui y el otro cubano.
Eso
decía mucho. La voz de Nat se prestaba más, con su particular deje
para el baile de sociedad, de salón o al glamour. Mientras que la
voz de Machín era más popular, de guateque de secano con vetas
casamenteras. Machín, fue un mito que desafió a varias generaciones
–desde el albor de la dictadora a la flamante democracia–. Los
cambios de mentalidad no influyeron. Su son caribeño no se apagó
nunca hasta el último respirar. (Le doblan las campanas en al año
1977 de mala enfermedad en los pulmones). De modo que la noche que
llegó Antonio Machín a Alcalá de los Gazules para su única
actuación en el Cine Andalucía todo el pueblo se despobló. “Vamos
a ver a la voz de la radio”, solían decir en una deliciosa
expresión superrealista. Las veredas que daban al campo era un
hervidero. En todas las rutas se marcaban la huella de herradura y el
trasiego de la música de talón. La siembra y el ganado podía
esperar. Un enorme cartel de Antonio ín cubría gran parte de la
fachada del Cine Andalucía. Entremedio de la cola de la gente
dispuesta al presenciar el prodigioso espectáculo, se notaba la
imponente presencia de Curra la Gitana. Que al ver tan descomunal
retrato pegado a la pared exclamó: “ Ojú, el gachó
es más negro de lo que lleva uno sufrío”
(Risas). Gallinero, anfiteatro y butaca a tentebonete. Murmullos de
expectación. La enorme cortina roja se va abriendo poco a poco,
mientras una cenefa de luz que circundaba el escenario va cambiando
de color. La atmósfera contrariaba al frío de la calle. El que
suscribe estaba allí en el gallinero, junto a un grupo de
maletillas, entre ellos al inolvidable Aurelio Núñez, torero
linense, que llego a tener luego en el toreo cierta importancia. A la
llegada del invierno hasta la primavera el paisaje
alcalaíno se transformaba con tantos soñadores sueltos, muy pocos
señalados por la fortuna. ¡“Señoras y señores con ustedes
Antonio Machín” ! Suena
la orquesta en el proscenio con trajes llamativos. El aire se
remueve al son de El
manisero.
En esto aparece Machín. Apoteosis. ¡¡¡Machín en persona!!!. Se
mezclaban los aplausos con las miradas curiosas. El ídolo estaba
allí. El mismo que cantaba la canción del Cola Cao. Aquello de “Yo
soy aquel negrito del África
tropical...” Increíble. A escasos metros con su vistoso traje
color café con leche, solapa carmesí y linea del mismo color en
pantalón muy holgado para disimulo de unas piernas con pronunciado
arqueo. No tardó en llegar el grito zafio desde los confines del
gallinero: “ ¡¡¡Machín, que te cabe una pelea de perros en
medio de las piernas!! Lo triste es que la mayoría de la gente rió
la basta e inoportuna ocurrencia. En aquellos instantes cantaba –lo
recuerdo perfectamente– Madresita
del alma querida.
El hombre después de quedar en suspenso por unos instantes, demudada
la faz, encendiendo una sonrisa más amarga que otra cosa y prosiguió
la canción curiosamente
en el punto que la había detenido. Ante aquel indeseado incidente el
público lógicamente se puso al lado del ídolo que demostró una
elegancia
y talante especial, que fue unos de los distintivos de su larga vida
en los escenarios y en la calle, según consignan las biografías .
De repente el público enardecido se conjuntó en un solo grito:¡¡¡
Angelitos Negros!!! ¡¡¡Angelitos negros!!! Machín, regular la
estatura, de faz alargada, pelo de borreguillo; prognato el mentón,
escurrido de carnes, mirada de furia negra pero algo tristona accedió
a la unánime petición, como en los discos dedicados, pero ésta
vez en directo a cantar el primer alegato –según propia confesión–
antirracista que suena en un escenario: Aunque
la virgen sea blanca,/ píntame angelitos negros,/que también se van
al cielo
/todos los negritos
buenos.
O ésta otra estrofa: Pintor,
si pintas con amor /por qué desprecias tu color /si sabes que en
cielo
también
los quiere Dios. Nadie
a pesar del mensaje tan claro no reparó en el asunto. Se entendió
mas como una sugerencia que protesta. No estaba la cosa todavía para
mayores interpretaciones. Simplemente a un “pintor de santos y
alcobas” se le olvidó pintar a los pies o en el rompimiento de
gloria
de La Virgen angelitos negros. Eso era todo. Fallo u olvido de un
artista sin mayor trascendencia. Todavía se leía poco –entre una
cosa y otra– entre líneas. Acabada la función, seguido
por una caterva de chiquillos el cantante cubano abandonó el
pueblo, otro lugar más en la cuenta. A través del cristal del
automóvil negro se pudo ver una última sonrisa blanca, en una faz
de sombras. Luego todo el mundo volvió a su sitio. Al día
siguiente Machín otra vez en la radio aliviando penas, sudores y
dando candela a nuevos amores. “Se vive solamente una vez,/ hay que
aprender a querer ya vivir...” Una voz de fondo que duró en la
realidad, lo que dura un sueño. Mientras en el cielo lucía la luna
carirredonda y tres hombres, tres astronautas americanos a pocos años
volarían
y entraban en ella. Volaron aquellos angelitos negros. Volaron. Solo
quedaba en aquella atmósfera gris muy cuajada de sombras tomar papel
y cuatro lápices y dibujar el recuerdo. E imaginar a Antonio Machín
con las maracas en medio de un turbión de angelitos de todos los
colores. Todavía hay mucha gente y malos gobernates –y no son
pintores precisamente– que se olvidad de pintar angelitos negros.
Las noticias de cada día lo cantan. Toda la gente marcada y herida
por la pobreza –sin importar el color– son angelitos negros.
El cine Andalucía resistiendo las embestidas del tiempo
EL
OJO EN LA MIRADA
¿PUEDE UN LIBRO SALVAR
UNA VIDA?
Jesús
Cuesta Arana
El maestro Joaquín García Jiménez con alumnos en tiempos de la República
La
maldecida guerra del 36, no sólo era una cuestión de trincheras. De
cruce de tiros y cañonazos entre unos y otros. Al margen, en la vida
civil, había otro enfrentamiento, si cabe de una vileza mayor.
Porque lo propiciaba una ensarta de cobardes con malas entrañas.
“La lengua también mataba”, se oye decir a la gente de edad que
vivieron de cerca el crimen. Los odios y los rencores se
agazpachaban. La venganza era pólvora cierta. La envidia también
mordió lo suyo. En una guerra se cometen atrocidades por los dos
bandos. Cada uno es cada uno. Aunque siempre se llevan la peor parte
los vencidos. Pero sin el levantamiento militar se hubiera ahorrado
mucha sangre. La historia bien podía haber seguido en las urnas.
Otro gallo hubiera cantado.
Antonio,
era un modesto tendero de ultramarinos. Ana una primorosa bordadora y
costurera El matrimonio criaron dos hijos: Joaquin y Guillermo. En la
atmósfera del hogar siempre se respiraron aires de libertad. Se
fomentaba la lectura a la vez que las ideas, que desembocaban a
favor de la causa obrera y de los más desprotegidos. Entendían que
el mundo no se puede cambiar nunca desde la violencia, sino desde el
pensamiento. Permutar las armas y todo lo que oliera a sangre por los
libros. La cultura despierta la razón y elimina a los monstruos.
En
esto llegó de África, en vuelo, un general faccioso –traidor de
la República– que iba a cambiar la suerte de España. Venía
dispuesto a todo. Aunque por ello tuviera que matar a medio país,
según manifestó. Llegó a decir en una arenga: “Ningún español
sin luz y sin pan”. Un sarcasmo. No es necesario contar más. Ahí
queda la historia.
Una
mañana, a las claras del día, una camioneta atestada de personas
inocentes, sale del pueblo y no a una excursión precisamente. Poco
después, en un descampado, sonaron los disparos. En la “saca”
iba una mujer menudita de piel casi transparente: Ana. La acusaron
por bordar una bandera comunista. Sólo por eso. Y lo peor, según se
contaba, es que era mentira. Se ahorraron fusilarla. Se había muerto
de terror. Por si fuera poco, un criminal del pueblo, con nombre y
apellidos, le descerrajó el tiro de gracia. Una historia más del
aguafuerte más negro de los desastres de la guerra.
Luego,
a Antonio, lo detuvieron. Juicio sumarísimo: pena de muerte. Por
suerte se la conmutaron por larga cárcel. Cumplió una condena
corta, pero vivió toda la vida “señalado”.
La
terrible historia no quedó ahí. Un grupo de falangistas y
malasangres afectos al levantamiento, fueron al hogar de Antonio a la
búsqueda del joven Joaquín, el hijo mayor, que ya era un brillante
maestro de escuela, removieron hasta los colchones de borra; pero no
lo encontraron por mundo dios. El muchacho tenía por costumbre cada
día, –desde niño y si no mediaban truenos y tormentas– ,
desplazarse hacia la falda del monte cercano al pueblo. Al socaire de
un viejo chaparro leía y leía sin tregua. Al regresar alguien le
dio norte que cuatro uniformados de azul junto con otros malnacidos
paramilitares lo buscaban para darle la misma suerte que a la madre.
Pasó unos días escondido en el molino de Manuel Jara. Luego el
muchacho –con
lo puesto– , se echó por las veredas del monte, hasta llegar
tirando por la Sauceda, (una pequeña aldea que fue bombardeada lo
mismo que Guernica), a Jimena de la Frontera. Después de un sinfín
de tribulaciones llega a Madrid. Al amparo de un familiar. Mientras,
los fascistas se iban se iban comiendo la nación como una rebanada
de pan. De modo que Joaquin, cruzó la frontera por los Pirineos.
Como los alemanes campaban ya por Francia, pronto lo confinan al
campo de concentración de Argelés. Ocupando un barracón con cabida
para 300 presos, donde se hacinaban 3000 almas. Es fácil imaginar la
miseria de las miserias. Un día, al azar, Joaquin, se encontró un
libro abandonado debajo del camastro colectivo. Se trataba de una
obra escrita en francés por un pedagogo alemán. Llegó la hora de
pasar revista. El muchacho se escondió el libro entre la blusa de
rayas azulonas. En el preciso instante, que el comandante nazi, pasa
a su altura, se le cayó el libro al suelo. Le ordenó que se lo
entregase. Lo hojeó y se lo guardó. Muerte segura. El autor del
libro era antinazi. Al día siguiente, un soldado en moto con
sidecar, recogió a Joaquin para conducirlo al despacho del jefazo de
la cruz gamada. Temblor en las piernas. Pero llega la sorpresa: al
alemán le había encantado el libro. Además, –como Joaquin–
era un forofo cervantista. Admiraba el Quijote. Pronto se estableció
entrambos una corriente de simpatía. Los dos eran profesores. El
comandante antes
de vestir uniforme, había impartido clases en la
Universidad de Colonia y también había recorrido España para
realizar un estudio sobre los viajeros románticos. Joaquín acaba de
cartero y ordenanza. Se le ofrece un salvoconducto para salir y
entrar del campo de concentración. E incluso le da lecciones a los
compatriotas españoles. Hasta que llega la buena hora y el
comandante nazi
le da carta libre. Al menos, a pesar de lo sufrido,
se había librado, gracias a un libro encontrado, de la cámara de
gas o, de morir en los huesos, con los trabajos forzados. Apenas le
dio tiempo a Joaquin de quitarse el “pijama de rayas”, voló
rumbo hacia Argentina. Cuarenta años de vida allí. Ejerce de
maestro y forma familia con acento porteño; pero con el ojo mirando
siempre hacía Alcalá de los Gazules. Después de tan largo exilio,
volvió a pisar las calles de su pueblo. Donde le acudían, a la par,
el buen recuerdo de los soles de la infancia y la sombra negra, que
nunca hubo goma que la borrara del alma. Un servidor, el que teclea
esto, tuvo la infinita suerte, el privilegio de conocer de cerca,
tratar aunque muy efimeramente, a Joaquin García Jiménez. Alto,
enjuto, afilado el rostro, dedos de pianista; alba melena revuelta
;ojos chispeantes; abierto de corazón y de mente. Vestido impecable,
de terno gris perla, componía una rara elegancia, que acompasaba con
su temple en el movimiento. Se movía como una sombra luminosa.
Destilaba su retrato mucha impronta quijotesca. Se había mimetizado
con el largo caballero de la Mancha, que a la búsqueda de mundos
imposibles dijo a su escudero: “ La libertad, Sancho, es uno de los
mas preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella
pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra y el mar; por la
libertad ,así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.
Frase que que llevó toda la vida el exiliado alcalaíno guardada en
los bolsillos del alma. Después de una pronta amistad, quedó que
me iba a prestar un libro inédito con impresiones de su vida. No
pudo ser. Unos días después un derrame cerebral se lo llevó al
imposible. Poco duró la alegría de su ansiado regreso. Antes de
perderlo de vista para siempre me dijo: “Me gustaban mucho los
pájaros. Al entrar en Alcalá, después de tantos años, me parecía
oir los mismos pájaros que dejé aquí”. Frase para el ábum de
la emoción.
Así
fue como un libro salvó la vida de una persona. No solamente una vez
; dos veces. Toda una novela. Toda una película. Para que luego
digan que la realidad no supera la ficción. Fue la casualidad de las
casualidades. Lo ideal hubiera sido que fuera la causalidad y no la
casualidad. ¡Ojalá en todos los campos de concentración, cada uno
de los presos hubieran encontrado un libro, con la misma suerte que
Joaquin¡ ¡Ojalá!
MACANDÉ Y SU PREGON (CON
CARAMELOS) A LOS TOREROS
Gabriel Díaz (Macandé) a la vera del guitarrista Montoya
La
fiesta de los toros ha sido cantada desde todas las caras posibles. Los
pinceles, la pluma o la voz insuflada de talento, han surtido a la Historia de
páginas multicolores, como globos ascendentes, que han partido los aires en un
mismo canto, en un mismo abrazo espiritual entre el ojo creador del artista, y
la fuerza atávica de ese oficio del
hombre burlador de la fiera, desde esa bendita intuición de crear arte en una
increíble danza con el perenne riesgo y, a veces, con la fatal predestinación. Cuando
uno -el que escribe pateaba los primeros años en la vida- escuchaba a mi padre hablar sobre un cantaor renegrido
y chiquito de cuerpo. Y que parecía un
sueño que de aquella figura tan menuda saliera tan increíble vozarrón y además con buen son y mucha hondura.
Imponía escuchar aquel soniquete que
parecía retronar en todo el pueblo. Era Macandé.
Pocas
vidas, como la de Gabriel Díaz (Macandé), el cantaor gaditano navegante entre
esos dos continentes sembrados de
duende, como lo son el barrio de la Viña y el de Santa María, han estado
recubiertas por el sedimento de una existencia grabada en el aguafuerte de la
desventura.
La
corta existencia del cantaor (1897 - 1947) fue reflejada en un espejo de azogue
negro donde la excentricidad se vestía de gala entre el olor del barrio.
En
opinión de Andrés Raya: "Mayor pureza flamenca es difícil de imaginar si
no es yéndose a los primitivos cantaores, aquellos anónimos creadores del
martinete y al seguiriya que encontraron en el cante la única vía para dejamos
testimonio de su marginación, de su paso por los penales o de sus muertes en
hospitales de caridad."
A
Macandé lo echó por tierra la tuberculosis y la locura y la sórdida realidad de
un paisaje concreto caído a plomo sobre una persona concreta,
Gabriel
Díaz (Macandé), aparte de su pasión por el cante - una razón de su vida tenía
otra adoración: los toros. Afición vivida con festones de magia, la voz de
aquel cantaor único, irrepetible como las faenas de Rafael El Gallo, ponía en
cada cante, el sabor de su pena extrapolada hacia ese otro ritual del genio
vestido de luces, entre una sombra negra que embiste. Igual que una media
verónica de Cagancho, así cortaba el aire una seguiriya de Macandé. Igual. Como
un rajo de sonidos fragüeros entre el oficiar de las campanas del barrio de
Santiago o el de Santa Ana, besados por el oleaje primitivo de la Caleta de
Cádiz, en cuya orilla dicen que un día la bailarina Telethusa levantó los
brazos para sentenciar el baile y de camino animar de gracia alada el movimiento ceremonial del torero.
Macandé
vivía de los caramelos - fabricados por él - Y los envolvía con cromos de los
toreros renombrados de la época, Vicente Pastor, Rodolfo Gaona, Joselito,
Belmonte, Vicente Barrera, Niño del Matadero … La fascinación de la química
agridulce de la menta, azúcar y limón envolviendo de poesía la esfinge de los
toreros para el álbum dulce de la chiquillería, con las cabezas floridas por el
encantamiento de los mitos monterados. De los dioses vestidos de seda y oro.
Cromos para un museo en miniatura.
De
alguna manera Gabriel Díaz Macandé, criado entre el espíritu de la fragua y los
toreros de Cádiz, no es de extrañar que su pasión por los toros fuera con él,
como una bolsa del tesoro, donde el triste cantaor además de otros apegos,
llevara las esencias hondas del cante.
En
la breve, pero sustanciosa biografía de Eugenio Cobo, Pasión y muerte de Macandé se recoge la mágica estampa del desolado
cantaor y vendedor ambulante de caramelos. El escritor y estudioso del flamenco
emeritense-gaditano, nos viene a decir sobre el cantaor marginal que, además de
los cromos de los toreros del momento, los caramelos también eran envueltos con
los jugadores de la Balona de la Línea de la Concepción, donde vivió por un
tiempo. (En Vejer de la Frontera también residió una larga temporada). El
pregón de los toreros conservaba sus tonos asturianos de la primera parte
(¿rara mixtificación?), y el de los jugadores lo hacía por burlerías aunque
cambiaba los tercios. Su pregón no fue fijo, lo cambiaba según la inspiración
del momento. Mezclaba los tercios de seguiriya, soleá, tangos y burlerías. La
letra decía así: "A la salida de Asturias / a la entrada de la montaña /
fabrico yo mis caramelos / para venderlos en España. / Si los quieren de menta
/ yo los tengo de limón. / Los tengo de Gaona, Belmonte, Vicente Pastor".
Ni que decir tiene, que por mor de la asonancia de los versos, el orden de los
espadas por antigüedad ha quedado trabucado, el primero de la tema debiera ser
el torero madrileño conocido también por El Chico de la Blusa y El Sordao Romano
(por sus prominentes pantorrillas). Esto no es más que una simple salvedad.
Es
posible que el cantaor de la oscuridad, se iluminara de aquella pléyade de
talentos gaditanos tan próximos en el paisaje y embarcados en una misma fe en
el cante: Manuel Hermosilla, Agualimpia o Ezpeleta, Enrique El Mellizo, Aurelio
o El Flecha de Cádiz dos temas indistintas de toreros cantaores o cantaores
toreros. Toreros que desde la arena sintieron el estigma del cante. La dualidad
cate y toreo han llenado los cántaros de la sapiencia en un mismo venero
espiritual, cada uno olvidó sus penas cantándolas, bien ante el cuchillo fiero
del miedo o bien ante las astas oscuras de la desgracia, de la locura y la
miseria. Desde la iniciática cripta del reservado, o de los colmados de la
amanecida, hasta el fuego espectacular de la plaza a las cinco de la tarde, el
hombre se ha empecinado en un mismo soplo de soledades como un signo oculto del
duende que airea los brazos o atenaza la garganta, como una mezcla de ola o
como un tronco de olivo viejo.
Macandé
desde su despuntada estrella, anduvo por los callejones de los pueblos
confundiendo la aurora con el atardecer. Su cuerpo como un arbolillo sin riego,
ensombrecido, fue echando al mundo desde la fronda de su cante, caramelos,
caramelos de su propia mano como una paradójica filigrana agridulce, al socaire
de su sombra metafórica de niños en ristra, en rutilante procesión entre el reguero
sonoro que iban dejando sus pregones.
Gabriel
Díaz Macandé hoy y siempre dibujado en la memoria. La silueta del cantaor que
de un sitio para otro - con un caramelo en la boca - iba tapando su vida con su
imponente voz amplificada en los callejones de los pueblos, entre un mar de
menta y limones flotantes sobre el rompeolas de su amargo destino de locura y
hospitales de beneficencia.
Difícilmente
se puede escribir una sola línea, una sola palabra de este hombre si no
es desde el tono azulón de la tristeza - , pero siempre hay una sonrisa al
final del camino que cierra los ojos, como esos dos amantes cuando el beso se
escapa entre la arboleda. Sonrisa que abre el oído de par en par, como una
ventana que da a un paisaje blanco con fondo de mar para vivir en la eternidad
el pregón de Macandé a los toreros: “ Los tengo de Gaona, Belmonte y Vicente
Pastor! ¡Caramelos llevo yo!”
¿PUEDE UN
LIBRO SALVAR UNA VIDA?
Este
texto, –junto con otros diecinueve -, forma parte de un libro que acabo de
escribir y que título LA CANDELA Y LOS VIENTOS, RELATOS CAMPEROS, de próxima
publicación por la editorial Guadalturia, con prólogo de Rafael de Cózar,
catedrático de Literatura de la Universidad de Sevilla. También, varios
autores teatrales, están adaptando esta
historia, para estrenarla en breve en Sevilla y en otros lugares. De modo que, esto no es más que un anticipo,
de la obra completa, que el autor tiene el gusto de ofrecer a los posibles
lectores alcalaínos.
***
Por
fin, no sin un saco lleno de cavilaciones,
Manuel el guarda, decidió dar el salto mortal. Manuela, la mujer, al
principio andaba recelosa a nuevas aventuras, pero al final claudicó, mirando
el porvenir de los niños. En el campo ya se sabía lo que esperaba: un trabajo
sin resuello a la par que una vida muy pensionosa.
Después de 25 años en la brega, Manuel el guarda, emigraba a Algeciras a un
puesto de portero en un edificio de lujo.
Andaba bien de números y de letras. Además, juntaba la buena labia con
la buena disposición. Estas eran sus armas para triunfar en la ciudad. Como le
metían más billetes en el bolsillo, con menos sudores, se lió la manta a la
cabeza tirándose al ruedo del nuevo destino. Llegó el día señalado en el
almanaque, con la publicidad de almacenes Ávila de Chiclana, que colgaba
en el testero de la cantarera, donde
rezaba la pintura de una mujer, con ropaje antiguo, sujetando a un niño rubiascón
sentado sobre un muro. Al fondo, una barca con un pescador solitario, en un mar
plomizo, partía mar adentro. La atmósfera del cuadro anunciaba tempestad. El
niño estaba ajeno a la escena, mientras que la madre echaba una mirada
angustiosa hacia la barca perdida entre
las brumas. Era por julio, en un día de santa Ana. Todavía el sol no terminaba
de salir. Daba su primer aviso entre la parte más alta del chaparral.
A
pesar del verano en todo lo suyo, la mañana se presentó fresquita. Los muebles,
junto con los cachivaches envueltos en
mantas y cobertores se amontonaban en el patio. Lo preciso para adaptarse a la
nueva vivienda. Un pequeño piso con una terraza por donde se veía entero el
Peñón de Gibraltar con sus luces titilando en la noche. Hicieron una
inquisición con la ropa vieja del campo junto con las cosas mancadas o averiadas. Al mismo
tiempo, se libraban de la fogata la artesa, la criba, el cedazo, los cántaros
lebrijanos, el entremijo, la caldera, el velón de Lucena; las cantarillas, el
arado romano con su reja nueva, la aguijada, hocinos, el calabozo, espiochas y
zoletas; la máquina de picar carne, las monturas, el aparejo de fina
talabartería; las jáquimas y los bocados; la escopeta de martillo de dos
cañones y la canana; la tarabita para hacer cuerda; el baño de cinc, los
lebrillos, la espuerta terrera, los frontiles; cencerros y esquilas; los
cepos... era la herencia que ya no servía para nada. Perdieron su función.
¿Quién se iba a poner a arar en el mar?
Por eso, a buen precio, fueron a caer en manos del porquero, el cabrero
y el vaquero que siempre le harían buena clase.
Ya no quedaba animal alguno: las cabras ¡“güitam...güitam”!; los
cochinos con la puerca de buen parir
¡”chito...chito”!; el caballo Tusón ¡”chiqué...chiqué”!; las vacas
¡“joma...joma”!; la burra negra con azogue en las patas ¡“arre...arre”!; las
gallinas ¡“pitas...pitas”!...Toda la
bichería a expensas ya de nuevo amo. Mientras, arriba en el cielo
purísima, el chorrillo de humo de un
reactor cruzaba tempranero. Eran las siete de la mañana. El sol besaba las copas del chaparro grande del “cerro
monte”. La hora convenida para cargar los chismarracos. Los muebles
salvados del naufragio. Lo preciso. Los tres borricos, con alas en las patas,
de Juan el Pergaña, mariscal de los
arrieros, estaban prestos a cargar: unos con serones y otros con andoque. En
uno cargaron los colchones de borra y panocha de maíz; en otro los respaldares
y las tablas de las camas envueltos en mantas cuarteleras; en el burro más
nuevo, en grandes cajones de tocino, la cacharrería junto con los enseres de
cocina. No había mucho que portear. Era la casa de un pobre. Allí estaban
también como un clavo Emilio el cabrero, Miguel el porquero y Rejano el
vaquero, siempre con su sombrero de ala ancha y el maestro Molina, que quiso la
gran casualidad que pasara por allí en
tan preciso instante. Fueron a la despedida y de camino a echar una mano
en la carga. Terminada la faena, antes de partir, se sentaron en los poyetes
del patio. Manuel el guarda ofreció el cuarterón de tabaco Montecristo, junto con el librito de papel de fumar Zig-Zag, ya le faltaba poco para que apareciera la
hoja roja señalando el final. Era el último humo que iban a echar juntos.
– ¡Otra
familia que se va del campo!–se quejó Miguel el porquero.
–Ya
somos cada vez menos. Los campos se van a quedar sin nadie. Es un aperreo. Mucho trajín para
tan poco dinero. Un sin vivir. Si no fuera por las cuatro cosillas del huerto,
se morían muchas personas de hambre en un rincón. Si a nosotros nos sale algún
emboque en la ciudad, como a Manuel, habrá que pensárselo –apuntó Rejano el
vaquero con gesto de contrariedad.
Terció al momento Emilio el cabrero:
–No.
Por mi parte no se me pasa por la cabeza la ciudad. Tendré a lo mejor espíritu de árbol, que donde nace
se queda para siempre. Le puede ir dando por alma al bulle-bulle, que a mí me
gusta la tranquilidad del campo, aunque venga preñada en sudores, relentes, pelúas
y malas calores...
–Cada
uno vive a su manera. Uno está entre dos fuegos –apostilló Rejano poniendo cara
de resignación.
Me da
pena, mucha pena –intervino Manuel el guarda, con un leve temblor en los
labios–, dejar tanta candela como tantos vientos aquí vividos. Ya nada será lo
mismo. Donde antes había chaparros ahora veré barcos. En vez del acebuchal,
ahora el mar. Dicen que las hojas de los acebuches, cuando las mueve el viento,
toman el mismo compás que las olas del mar. En
vez de garrapateros; gaviotas.
Aunque nadie se lo quiera creer nunca he visto el mar... ¡Ni en las
películas!
– ¡Manuel; te emocionas! –observó Rejano.
–
¡Hombre, son tantos años!.. ¡Me creció la barba en el campo!– respondió Manuel,
como arrastrando la voz.
–Un poner: ¿por qué antes de la partida no
nos contamos alguna historia para distraer la esaborición? Aunque sea la
última...No; siempre se dice la penúltima. Nunca se sabe las vueltas que da el
mundo Facundo. Una historia de las tantas que hemos oído a la vera de la
candela o en la libertad de los vientos –sugirió Emilio el cabrero.
–Buena
idea. Cuente alguna maestro. Que tiene usted un hormiguero de historias en la cabeza –se dirige Rejano al
maestro Molina.
–Ahora
con la emoción del momento, no se me viene a las mientes ninguna. Y si cae alguna, seguro que
vendrá tristona, si sopla el aire triste uno se expresa triste –argumentó el
viejo maestro ambulante.
–Cuéntela usted. Venga como venga –animó el cabrero soplando el
rescoldo.
El
maestro Molina, antes de contar algo, cerraba los ojos, una costumbre, como el cantaor
antes de arrancar. Una forma de echarle lumbre a la memoria. Al fin se decidió:
–Lo que voy a contar cobija
mucho drama. ¡Qué le vamos a hacer!, es la primera que acude más pronta a la cabeza... La contaré ya
mismo, antes de que apriete el calor. No quiero ser un estorbo. Todavía a los burros petates de Pergaña le
quedan un buen trecho, más de dos leguas, para llegar cargados al pueblo.
–Sí,
maestro –respondió Juan el Pergaña– que
los animales llevan toda una casa a cuestas. Además, el camión de Jorge Reyes,
ya estará esperando para tirar caminito
de Algeciras.
–Lo que vamos a oír se fija en la realidad.
Lo mismo que esa nube que vaga sola por el cielo.
Al saltar la guerra criminal del 36... Ocurrió
que, una vez vencido el ejército republicano, por las huestes franquistas, a
todos aquellos que tenían ideas contrarias le esperaba un destino claro: las
sacas, fusilamientos al amanecer o el presidio. También cayeron muchos
inocentes que no se metieron en nada. ¡Qué triste tiene que ser morir al
amanecer, con la luz tan nueva ante el fuego de los fusiles. A nadie le gusta
morir y menos a la fuerza y clareando el día, con los primeros píos de la
alondra. La guerra nunca terminó. La sombra de la muerte se alargó en los
paredones por mucho tiempo. Luego llegó la guerra del odio, donde la mala
lengua mataba más que las balas. Si alguien te tomaba ojeriza, malo. Hasta por
trampas de dinero se llegó a matar. Muchos, miles y miles de personas, con todo
el dolor de su alma se vieron
obligados a abandonar la tierra y la familia, para salir a espetaperro camino
del exilio. Joaquín García Jiménez, era uno. Maestro de escuela por los campos,
lo mismo que este que habla; aunque él tenía carrera y llegó a ejercer en colegio
público en la Isla de San Fernando y un servidor no. Soy maestro de secano. Él
era más arrojado que yo, que opté, no sé si por cobardía o por mera
supervivencia, por el exilio interior. Fiel a las ideas pero callada la boca. Joaquín, como don Quijote tuviera el sexo
sorbido por los libros, él lo tenía sorbido por
don Quijote. Se sabía la novela, con lo gorda que era, casi de memoria.
Parecía que El Quijote lo había escrito él y no Cervantes, de lo mucho
que sabía del personaje la-a-a-rgo de la Mancha. Acusaron a la madre, Ana, cosa que no se demostró, de bordar una
bandera con la hoz y el martillo, que apareció izada en un descampado, en las
afueras del pueblo. Fue sacada una amanecida para fusilarla al borde de una
cuneta. Nunca jamás se supo de ella (Corrió la misma suerte que La Libertaria
de Casas Viejas). Dicen que cuando la bajaron del camión, la pobre ya estaba
muerta. Se había muerto del susto que llevaba dentro. Pero hubo uno, del mismo
pueblo, que le dio el tiro de gracia para asegurar. Luego, lo que son las
cosas: a aquel fulano, le entró un cáncer en el brazo que empuñó la pistola.
Tuvo una muerte muy cruel, dando gritos de dolor tan salvajes que se escuchaban claramente en medio pueblo. Unos
gritos infernales que ponían los vellos de punta. Era la voz de la mala
conciencia. ¿Y si hubiera bordado la
bandera? ¡Qué malo hubiera sido eso! Eso mismo le pasó, en otro tiempo, a una
mujer en Granada, que la llevaron al patíbulo por bordar la bandera de la
libertad. Eso está en los libros... A su padre, Antonio, lo condenaron a
muerte. Se salvó a última hora, pero le cayeron veinte años de cárcel en juicio
sumarísimo, tuvo la suerte de que su
causa fuera revisada saliendo en libertad condicional. Pero al pobre le
amargaron la vida hasta el último suspiro. Joaquín, a campo través, sorteando
el peligro, una vez y otra, cruzó los Pirineos hasta desembocar en territorio
francés, donde cayó preso en un campo de internamiento, como muchos otros
españoles, en el sitio de Angulema. A la
ocupación de aquel lugar, por la fuerza alemana, muchos españoles
quedaron en tierra de nadie, en condición de apátridas. Las autoridades
alemanas pidieron a las españolas sus repatriaciones, pero el régimen de Franco
se negó en rotundo, los dejó abandonados a sus suertes. Poco después, los que
no lograron escapar, partieron en un
tren abarrotado a más no poder, en
convoy camino del pueblo austríaco de Mauthausen. Una vez allí, los
internaron en el campo de exterminio, liberando sólo a los menores de 13 años.
Los pobrecitos creyeron que los iban a deportar a territorio no ocupado por los
nazis; que había llegado la hora de buscarse cada uno su vida y su libertad.
¡Qué equivocados estaban! ¡No se podían ni imaginar lo que les esperaban! Una
buena cantidad de españoles, sobrevivieron
a los horrores de la Guerra Civil y al exterminio nazi. No se puede explicar
como un ser humano podía aguantar tanto sufrimiento junto. Otros españoles corrieron suerte dispareja. Unos se
refugiaron en territorio francés y otros lograron exiliarse en México y Argentina, donde
recibieron con más entusiasmo –al
contrario que en Francia- a los intelectuales y a los políticos, que al común
de los huidos, la mayoría de ellos, gente con nula o escasa cualificación. A
muchos se le negaron tal vía de escape por la mar y sucumbieron gaseados,
muertos de hambre; reventados por los trabajos y la miseria o aplastados por la
bota nazi. Muy pocos lo pudieron contar.
Mientras que unos se alistaron en el ejército francés y la Legión
Extranjera, La inmensa mayoría cayeron
en combate y otros fueron hechos presos por los alemanes, terminando sus días en Mauthausen y
Auschwitz. Exceptuando el llamado régimen complaciente de Vichy, único
territorio no ocupado por los nazis, en toda Francia ondeaba la bandera
hitleriana.
Joaquín García Jiménez, era uno de aquellos
viajeros de la estación de Angulema al terror. Después de mil avatares desgraciados, sin lograr
alcanzar tierra ultramarina, como tantos otros muchos, terminó en el terrorífico campo de concentración de
Mauthausen. Uno de los infiernos que crearon en la tierra los de la mala cruz
gamada. Si mal- tratados estaban en el campo francés, muchos se murieron de
necesidad, en los campos de exterminio alemanes era la intemerata. La crueldad ya no podía engordar más. Marcaban a las
criaturas con números sobre la piel, como si fueran animales o peor. Una
infamia. Un verdadero contradiós. Luego vendrían los trabajos forzados, con la
subida, cargados como mulos, una y otra vez, por aquella enorme escalera de peldaños
interminables. Siempre con el temor cierto de ser pasados por las armas, en la
cámara de gas o morir de necesidad en
cualquier instante. Donde quedaron miles de retratos e imágenes de la maldad
humana. Pero quiso el azar o la Divina Providencia, que Joaquín se encontrara un libro abandonado en
un barracón. Seguramente, perteneció a
algún infeliz gaseado o algo por el estilo. El libro en cuestión, según oí en
boca de la familia, estaba escrito en francés por un pedagogo alemán. Un
pedagogo es, para que lo entendáis mejor, una persona que tiene como profesión
educar a los niños. Y digo yo: esa palabra, como otras muchas, nunca sonó en la
vida del campo. De repente, dieron la voz de alerta de que un joven comandante
nazi iba a pasar revista al barracón donde había apretujados más de 3.000
criaturas, con capacidad sólo de 300. Los seretes de higos pasados tenían más
holgura que aquellas criaturas. Joaquín trató de esconder el libro entre la
camisola del mugriento traje de rayas azulonas; pero atacado de los nervios, se
le cayó el libro al suelo, en el preciso instante, que pasaba el comandante de
la cruz gamada. Le pidió a Joaquín que se lo entregara. Lo hojeó muy
detenidamente. Le echó una sonrisa. Luego lo guardó en un bolsillo y se lo
llevó sin decir ni pío. Para empeorar el cuadro, el autor era señalado
antinazi. Muerte segura. Toda la noche a
esperar ser sacado para morir.
Cualquier ruido le descomponía el cuerpo ¡qué mala suerte lo del libro! Seguro
que el jefe nazi ya tenía firmada la decisión: pena de muerte para el maestro
de escuela español. Amaneció. Nada. Qué raro. Al rato llegó hasta el barracón
un soldado alemán con moto de sidecar. Ya está. Se acabó todo. Iba a correr la
misma suerte que la madre. Ella por mor de una bandera y él, por un libro.
Estaba sentenciado. Llevaba una orden de conducir a Joaquín a las oficinas del Estado Mayor. Se
despidió de los compañeros, presintiendo ya lo peor. Se fue temblándole las
piernas, con el vientre removido, hacia un viaje sin retorno. ¡Buena se las gastaban
los nazis! Todos tenían colgados el corazón en una percha, como el alma,
cerrada con una llave tirada en el fondo
de la mar. El joven comandante le invitó a sentarse ante él. Ordenó que le
llevaran café y galletas. El asunto iba tomando otro color. Hablaba español en
chapurreo y garrapatoso; pero se entendía bien. Le dice que no tenga temor
alguno. Respiro. Le confesó que, antes de tomar la ropa militar, era profesor
de Pedagogía en una universidad alemana. Creo que en Colonia. Que se extrañaba mucho que un prisionero español, se interesara por un libro de
enseñanza escrito en francés por un pensador alemán. Para empatar la función,
al jefazo nazi, también le gustaba al perder el Quijote. Era su libro de cabecera.
Y también era un entusiasta de las cosas
de España. De joven había viajado por
toda Andalucía, con parada y fonda en Sevilla, Córdoba, Málaga Granada y Cádiz.
Por Huelva, Jaén y Almería lo hizo de paso, el presupuesto no daba para más,
donde realizó un amplio estudio sobre los viajeros románticos en tiempos de los
bandoleros. Como los dos eran profesores, se estableció pronto una corriente de
simpatía. Lo rebajó del trabajo penoso. Lo nombró cartero personal. Le ofreció un salvoconducto para que pudiera salir y entrar en el
barracón sin el estorbo de nadie. Y todavía, por si fuera poco, le habilitó un
pequeño cobertizo para que le diera lección a los españoles prisioneros en el
campo de concentración ¿Lecciones a gente condenada en su mayoría a morir?
Increíble. Un sarcasmo más. Una historia
de las que se veían en el cine. O más que una película. Los destinos de la
vida: un simple libro de cómo educar a los niños, libró en los campos de
exterminio nazi a un hombre. ¡Ojalá todas las miles de criaturas como
fenecieron hubieran tenido también su libro y que cayeran en gracia a un
poderoso nazi! ¡Ojalá hubiera sido así! Pero no todo el mundo corre parejo ni
en la buena suerte ni en la desgracia. Dicen que algunas personas de talento
salvaron las vidas. Los nazis a pesar de lo criminales que eran, le gustaban al
perder la música, ¡una extraña sensibilidad! De modo que, algunos buenos músicos salvaron el pellejo,
si le daban bien a algún instrumento, ya fuera de cuerda o viento.
Continuó el relato el maestro Molina, con
su mar de arrugas ondeándole la cara, los ojillos muy batallados y su barba cana pidiendo ya un
afeitado, a la vez que se le volaba un leve suspiro:
-Luego, Joaquín, una vez liberado como no
podía volver a España, tomó rumbo hacia Argentina. Lejos de su pequeño pueblo,
en el sur. Con la tragedia de su madre sangrándole siempre por dentro; trató de
vivir una nueva vida, tomó acento porteño, conoció el amor y juntó familia. Por
lo menos, cada día, cuando abría la ventana, de par en par, le daba de lleno en
el rostro el aire de la libertad. Le encantaban los pájaros, pero un día, abrió
los jaulones donde los tenía de toda pinta y
los echó a volar. Se dio cuenta,
más que nunca, de lo importante que era ser libre. Que es bastante más que tener libertad. Eso
se lo oí decir a un filósofo.
– ¡Qué redondo le ha quedado a usted el
remate! ¡Sabe usted más que toda la Regencia junta!– le dijo el cabrero
admirado sin poderse contener.
El maestro Molina se queda pensativo por un
momento. Pronto le vuelve a sonar la endeble voz que tenía:
–Todavía no he concluido. Queda algo por
decir.
Entran los cuatro
hombres en una interrogación. La
atmósfera de la gañanía se pintaba densa
de humo. Olía a tabaco de picadura y a leño requemado. El maestro del campo
prosigue:
–No solamente salvó el maestro Joaquín la vida por un libro. Sino
que antes, de lo del campo de exterminio, la salvó otra vez por mor de otro
libro.
– ¿Dos veces salvar la vida por un libro?
–más que preguntar, se preguntó Manuel el guarda así mismo.
El maestro cerró los ojos por unos segundos y
continuó:
–Así es y así pasó. En las primeras horas de la Guerra Civil, un
puñado de falangistas, ayudados por una
colección de malvados de distinto pelaje, iban hasta obreros fascistas, se
encajaron en casa de Joaquín en menos que canta un gallo. Pretendían detenerlo
para darle después sangre y fuego. Pero quiso, otra vez, la madre fortuna, que en aquellos momentos no se
encontrara allí. Rebuscaron y pusieron toda la casa revuelta como el nido de
una tórtola. Y nada. Se dieron con un canto en los dientes. Lo que no sabían es
que, Joaquín, tenía por buena costumbre echar cada día un rato enfrascado en la
lectura de un libro. Para tal menester, cada mañana, si no llovía o caían
truenos, tiraba hacia un cerro cercano
donde se divisaba todo el pueblo. Desde el castillo romano-árabe con su
cerca salpicada de palmeras y cipreses, a la vera de un convento de monjas,
hasta el viejo molino de viento, y la torre de cinco siglos en lo más alto.
Todo el pueblo blanco, por un cerro abajo, como si se hubiera derramado un
enorme cubo de cal y con el fondo imponente del pico de la Pilita de la Reina.
Allí, al socaire de un viejo alcornoque, se daba a la lectura un buen rato cada
día, casi siempre temas de historia.
Cosa que hacía desde la infancia, con los primeros cuentos de Calleja, que
venían junto con las tabletas de chocolate. Cuando fue a regresar a casa, antes
de llegar al pueblo, los carboneros Barrunto y Guitito, que eran hombres de
ideas, salieron a su encuentro advirtiéndole de lo sucedido en su casa: los
facciosos andaban buscándolo y no para darle un libro precisamente. De manera
que, con lo puesto, se volvió al instante, hasta perderse entre el matorral del
monte. Sin pensar, por el pánico, lo que dejaba atrás. Estuvo oculto unos días
entremedia de los costales de harina de un molino, cuyo dueño, Manuel Jara, se
comprometió mucho, por mor de la amistad con
Joaquín y la familia. Luego, caminando por las noches, hizo su primer
alto por la parte de La Sauceda, durmiendo de día, para camuflarse en la
oscuridad, llegó andando hasta Madrid. De allí
tiró para arriba, camino de
Barcelona, hasta traspasar por la frontera de Port Bou, la raya de Francia. Y
ya he contado antes lo que le ocurrió allí.
Prosiguió el viejo maestro Molina,
reencendiendo la colilla del cigarro que se le había apagado:
-Todas las guerras son criminales. Lo mismo da
quien apriete el gatillo o tire la bomba
y su puñetera generación. Pero, una vez que acaba el tiroteo, ¿a qué viene seguir
matando...? ¿A qué viene? Eso es más malo todavía porque el odio reconcentrado
termina siempre explotando. Se mata a conciencia. Muchísimo peor. No
solamente se asesina con los fusiles,
sino con la boca también. La asquerosa envidia junta con otros sentimientos igualmente oscuros...
Menos mal que siempre queda la esperanza
que un libro vaya liberando, cada vez más, de la guerra y de la muerte.
O de lo que viene todo a desembocar: en la ignorancia mismamente. Más libros,
más libres…Eso siempre queda. Aunque uno no se lo crea...
Manuela, la del guarda, que se había
acercado a escuchar el relato del maestro Molina, quiso dar la nota de
esperanza:
–No le
pongamos más pena al momento ¿Para qué?... Dejar la tierra donde uno se ha
criado, como nos pasa a nosotros ahora, siempre da sarpullido por dentro. Se
pone el alma en un arañazo. Pero hay que tener fe en el mañana. Nunca se sabe
si se cambia el barro por el oro. Nos vamos con la misma tristeza de Joaquín;
pero por lo menos, siempre queda el
consuelo de no haber mediado por medio ni la sangre, ni las malas acciones.
Hemos elegido el porvenir, por lo tanto, tenemos que apechar. Siempre nos
quedan estas tierras con su aire limpio; el calor y la chimenea con su candela
encendida. Y los vientos. Y el sonido del campo. Y el olor a jara. Y el tacto suave del borreguito recién
nacido. Y la mirada puesta en todas las amanecidas y los atardeceres. Tan
iguales y tan diferentes. Lo que se lleva sentío eso ya no se va nunca, por muchas aguas que
vengan por medio...
Jesulito, el niño chico de la casa, andaba atribulado con su primer
viaje y cambio de aires. Sigilosamente, como siempre que oyó las historias
contadas por los mayores, con un pequeño escardillo hizo un hoyo en la tierra, dándole sepultura a sus compañeros de juego: cinco monigotes de
barro. Ajeno que cuando lleguen las primeras aguas se iban a diluir en la
humedad de la tierra.
El sol ya había subido una cuarta en el
horizonte, cuando los borricos resoplando con la casa cargada encima, enfilaban
sumisos la vereda adelante. La calima, el taró no dejaba ver las
montañas lejanas. Toda la familia camino del exilio dorado, canjeando el oleaje
del trigo por el de la mar. Iban en la comitiva, la niña Carmelita con su
muñeco Pepón en el regazo y sus hermanos mayores Antonio, Pepe y Lolo
que estaba mudando los dientes de leche. Mientras que Jesulito, el más
pequeño, ya sin los monigotes de barro, de vez en cuando echaba una mirada
atrás roído por una primeriza y atronadora tristeza. El gato negro parecía que se había olido el
asunto; llevaba unos pocos días aventado por los montes ¡Con lo “lambuzo” que
era! Atrás quedaba la perra Panzúa,
con veinte años sobre el lomo canoso; vieja como ella sola, que aquel día
también miraba lacrimosa la partida de los amos. También la añosa perra colorá entraba en un nuevo mundo,
¡“vire, vire...”!... ¡“chichi, chichi”...! El vaquero Rejano la había adoptado,
más por lástima que, por ayuda en el ganado. El animal no estaba ya para trotar
al pie de los corvejones de las vacas.
No valía ni para mirarse al espejo.
Los tres borricos, a paso cansino, cargados
con la casa a cuestas, traspusieron, se los iba tragando, poquito a poco, el
paisaje. Cada vez más lejos, se oía el ladrido rasposo y desesperado de la Panzúa. Echaba de menos tanta candela y
vientos vividos. Al animal también le había llegado la hora del desarraigo. En
los primeros días con el nuevo amo ladraría de desconsuelo. Pero luego, se iría
acostumbrando... ¡Como todos los humanos!
1 comentario:
Dos excelente personas y artistas. Orgullo de Alcalá y Paterna.
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