viernes, 4 de febrero de 2011

CUADRO DIA DE LA  PROVINCIA .VIVA LA PEPA 2008



Obra de Jesús Cuesta Arana, designada para conmemorar el Día de la Provincia de Cadíz,2008, por la Diputación Provincial, donde tiene el honor de compartir en ediciones anteriores con grandes artistas de la talla de Guillermo Pérez Villalta, Hernán Cortés,  Hassan Bensiamar, Asencio Salas, Chema Cobo, Gonzalo Torné, Diego Gadir, Lita Mora, Alfonso Guerra Calle, Carmen Bustamante, Ricardo Galán Uréjola, J.Angel González de la Calle, Mp&Mp Rosado garcés, Ana Lorente.

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Texto publicado en DIARIO DE CADIZ (19 de marzo,2008).





JULIA ALARCÓN

Este artista gaditano nace E y se hace. localidad jandeña que lo vio crecer y dar sus primeras pinceladas de inspiración. Y se hace en París, Roma, Oslo, Marruecos, Suiza, Alemania, Holanda, Bélgica o Dinamarca, entre otros; todos ellos, países donde perfeccionó su formación artística. Es un hombre de alma universal que, sin olvidar sus orígenes, ha encontrado en el arte la esencia de su vida, aunque confiesa una incertidumbre existencial: "no sé si he vivido para pintar o pinto para vivir". Jesús Cuesta Arana ha sido el encargado de dar forma a la imagen oficial del Día de la Provincia. Y lo ha hecho a través de un impresionante cuadro repleto de color Y de simbolismo.

"La elaboración de esta obra ha sido un gran reto tanto personal como profesional, ya que plasmar la provincia, tu provincia, no es tarea fácil. Es una doble satisfacción y también una doble responsabilidad". Pero Cuesta ha defendido este desafío con creces a través de "una alegoría que gira en torno a una idea clave: aunar la provincia y la Constitución".

Tomando como referencia la escuela holandesa, el artista alcalaíno ha pintado un cuadro dentro de otro cuadro, dejándose impregnar, al mismo tiempo, por el realismo mágico. "He llevado la fantasía a la vida cotidiana". Así, la mujer que es sostenida en hombros sujetando un libro simboliza la Constitución. Junto a ella aparecen dos palomas -una de ellas de Alberti- representando la paz. Por otra parte, la mujer que se encuentra a la derecha de la imagen encarna a la provincia. De ahí que sostenga su escudo y lleve un collar con 44 perlas, una por cada municipio gaditano. Al otro lado, una niña pinta otro cuadro en el que se puede leer '¡Viva la Pepa!'.

Las piezas simbólicas de la obra son prácticamente infinitas pues, tal y como defiende su autor, "cada uno es libre de hacer su propia interpretación".

Ahora bien, no cabe duda de que Cuesta no ha pasado por alto ningún elemento representativo de la provincia dentro de este óleo de 1,62 por 1,20 metros. "Fuego, tierra, agua y aire están presentes a través del yunque, el trigo, el cántaro y el viento; la barcaza varada es un guiño al 1812; el niño con el antifaz es un homenaje a Cádiz capital; el alcornoque es el árbol más significativo de la provincia; el forjador canta flamenco; y además, el cuadro interior está sostenido por un agricultor y un ganadero".

Contemplar la imagen oficial del Día de la Provincia 2008 implica aventurarse en un viaje "en el que hay que dejarse llevar por los sentimientos y por los pensamientos".

Cuando Jesús Cuesta se pone manos a la obra, echa mano "de la memoria lejana o cercana, de la retentiva". Aclara que se sirve del natural "para alimentar la fantasía. Pero nunca utilizo modelos. Mi obra es puramente mental. La escuela de mi vida siempre ha sido la mirada".

Este a1calaÍno, además de pintar, realiza esculturas, grabados, ilustraciones, carteles y murales; es escritor y ha colaborado en prensa, radio y televisión. Está claro. Este polifacético maestro convierte en arte todo aquello que pasa por su cabeza. sea~ de una forma u otra.



CUADRO DEL DÍA DE LA PROVINCIA 2008
A realizar por Jesús Cuesta Arana

( BREVE INFORME)



Título : Entre dos aires.

Técnica : Óleo.

Formato: 162 x 130.


La obra se concibe en la corriente figurativa, con fuerte acento personal. La composición se va a resolver entre dos atmósferas distintas: el mar y el campo. Dos paisajes emblemáticos de la provincia. Lo que se puede denominar –en la pintura flamenca– “una cuadro dentro de otro cuadro”. Visto de una forma muy original y con la mirada meridional de nuestra tierra.

Dominando todo el espacio del cuadro –como figura principal– aparece una muchacha que representa la Constitución llevada en volandas por el pueblo. En sus manos sujeta el libro abierto de las leyes constitucionales, entre cuyas páginas sale una paloma volando hasta convertirse en un papel al viento con la imagen de otra paloma dibujada por Alberti.

Al otro ángulo del marco otra dama acoge en el regazo el escudo provincial. Y luciendo un collar con tantas perlas como número de pueblos tiene la provincia.

El motivo o asunto principal del cuadro es recrear el espíritu de la Constitución y la Provincia.

El aire central del cuadro está dominado por una marina iluminada por la proverbial luz de Cádiz . Una mirada en calma, animada por una pareja de enamorados que pasean por la orilla. Y una barcaza varada en primer término.(Entre otros pequeños detalles).

Dos figuras sencillas del pueblo sujetan el marco que abre paso de una realidad a otra. De la magia a la realidad tangible. Mas que salirse las figuras del cuadro lo que hacen es acercarse más al espectador. Solo un vehiculo de aire une sin solución de continuidad el mar con el campo. Como justo homenaje al sudor de su gente. De un lado del marco del cuadro nos mira un pescador y del otro, un campesino.

En cada extremo de la obra para reforzar la composición con asuntos vegetales, se ve un alcornoque y unas palas de tunas que son referentes
entre otros– del paisaje agrario de la provincia. En un ángulo principal una gavilla de trigo, sugiere el pan de cada día.

En toda la atmósfera del cuadro trasmina poesía y por ende, un sin fin de interpretaciones, según lo vea o lo sienta el espectador.

En un ángulo y en primer plano, aparece una anciana que presenta un papel o un lienzo a una niña para que trace –como obligada referencia– las letras: Viva la Pepa. La figura de la niña, junto con la anciana y la mujer que representa la Constitución forman la trilogía mítica de “Las tres edades”. O el curso de la vida.

Según vaya avanzando la obra, es susceptible de modificaciones respetando siempre el mensaje principal. Así como la incorporación de pequeños detalles siempre que no recarguen la composición primera.

El cuadro se abordará con una técnica minuciosa, (transparencias, veladuras, perspectiva aérea…). Incidiendo en contrastes de luminosidad y abarcando una paleta de gama, tonos ,valores y matices claros.

A la par de la gestación de la obra el artista va haciendo un dibujo paralelo, que al final queda como una especie de boceto a posteriori, que se donará a la Diputación.

En definitiva, lo que se va a expresar –dentro de dos paisajes diferentes– la vida de la gente del mar y del campo con la presencia siempre triunfante de la Constitución. El mensaje o el tema mas que meramente provincial abarca otro ámbito más universal. Por eso se han suprimido tópicos y referencias más o menos trilladas.

















ARTÍCULOS EN GRUPO INFORMACION (Información Cádiz y Trafalgar).
EL OJO EN LA MIRADA



LUIS BERENGUER, Y SUS MUNDOS DE LA MAR Y EL MONTE.

JESÚS CUESTA ARANA


Luís Berenguer en la época de éste artículo.

Trazos de Luis Berenguer que regaló al autor de éste texto


Con solo verlo de cerca, al natural, –hablé con él dos veces– advertí al momento el caudal de ingenio y humanidad que corría por sus mares y ríos interiores. No me costó adivinar que dentro de aquel cuerpo con tanto oleaje y hechío vivido, había mucho talento sembrado y por sembrar. Cuadraba su inteligencia y cabeza bien cultivada de ingeniero naval y marino de altos vuelos con la sencillez nunca desmentida. Luis Berenguer, combinó su ascendencia de alta prosapia, tres generaciones anteriores de ilustres mareantes, con la humildad que según él era virtud que dejaba ver el paisaje. Pateó el mapamundi del titirimundi de Alcalá de los Gazules, Benalup, Paterna y toda la Janda junta; entre venados y corzos, cochinos jabalíes, águilas, conejos, pájaros perdices; atendiendo el vuelo de la tórtola y de la paloma torcaz, “ entre el alfilerazo de érganes y toda la flora que va desde el helecho primitivo al milagro de un clavel plantado en una lata de tomate” ¿Se puede precisar más con menos economía de imagen todo un mundo rural? ¡Y eso que tenía por crianza y oficio el mar!

Aunque fue troquelando su vida a golpe de mar por herencia y llamada; no tardó en canjear el correaje por la canana, el cuaderno de bitácora por la sobada libretilla del campo; el sextante por el husmo natural, la brújula por los soplos del viento. Navegó a sotavento y barlovento de la misma manera que descifró los misterios del campo desde las claras a la umbría.

Luis Berenguer dio azogue a la vida de Roque, un hombre con los cueros cuarteados –y el alma también– por las brisas y la galerna. Dedicado de por vida a los claroscuros menesteres de la pesca y el contrabandeo, marginal, enfrentado a un mundo hostil, incomprensible, en tierra firme, con su trágico final en un bote repleto de pescado sin poder alcanzar la orilla a causa de un temporal. Toda una alegoría.

Por otro lado, fue capaz de fijarse, echar el ojo y la mirada en un hombre grandón, ingenuo, sanote y arrojado si la cosa venía brava: José Ruiz Morales o Juan Lobón entre la realidad y la ficción. Un personaje alcalaíno, con tinte universal, que traspasó lo puramente local. (Escribiré sobre él en una próxima entrega). Con su estilo de vida primitiva de cazador furtivo. En lucha abierta también con el vértigo de los tiempos, con la sociedad que avanza. De perfil y traza más cercano a los trazos esquemáticos –pintados hace miles de años– de los cazadores jandeños desde el Tajo de las Figuras a la Laja de los Hierros. Cazadores con ventaja sobre la queja de Juan Lobón: todavía no se había inventado la “ley mala” que va en contra de viejo dicho que animal en el campo raso, es del que le ponga el lazo. El escritor isleño con un rico muestrario de voces campero-marineras, retrató con rara perfección, desde lo lineal al argumento con trama compleja, la existencia de dos perdedores con atmósferas distintas en sus mundos también perdidos.

“Vengo a Alcalá de los Gazules, en ésta noche, con el oficio de las campanas, alborotar el aire con la voz que me queda y la intención del bronce que es tirar de la humanidad para arriba…”, así arrancó Luis Berenguer su Pregón de las Fiestas alcalaínas de septiembre de 1969. Mudó el hombre sus entorchados de capitán de fragata y ropaje de cazador, por traje oscuro protocolario con pajarita y camisa entre la cal y la espuma. Instantes después me fue presentado. Increíble. Poder cruzar cuatro palabras con aquel hombre sabio y de verbo fácil y más con un joven tímido y poco tiroteado. En esto se produce una situación espontánea entre el escritor y Curro El Cagao, un personaje más a añadir a la lista berenguiana.

–Don Luís, usted habrá navegao mucho, no digo yo que no; pero yo seguro que he andao más, porque soy piarero y capaz fui de encajarme con un rebaño de ovejas, con sus días y sus noches, desde Alcalá a Soria, de un tirón, como el que se echa al coleto un vaso de vino de Chiclana.

No terminó de resollar la última palabra y vino la contestación:

–Uno también ha caminado lo suyo. Lo que pasa es que usted ha pagado los pasos al contado y yo a plazos.

Y se terminó el hollín.

Otra vez, en mismo Alcalá, me encontré de sopetón con el inolvidable escritor (murió en 1973, a los cincuenta y tres años, cuando todavía tenía mucho que vivir y contar), venía de una cacería acompañado de Antonio Perea,( amigo desde la milicia ) y Juan Lobón. Acepté con orgullo su invitación en un bar cercano. A verlo entrar un camarero alzando la voz lo nombra:

–¡Don Luís Berenguer y Moreno de Guerra!

Y la respuesta rauda; pero con calma chicha, como si no fuera con él.

–A lo que vengo es a lavarme las manos. Mira como las traigo llena de barro.

Luís Berenguer, sin duda ha sido uno de los grandes narradores . Con gran fondo social e imaginario, con unos logros expresivos y lingüísticos inigualables y un gran sentimiento poético de la vida. Como expresa Enrique Montiel, amigo y gran estudioso de la obra: “Tan es así –imagino– cuando se metió en faena la pieza donde escribía, se pobló de un guirigay de voces de esos fantasmas personales, dobles etéreos que se habían obstinado en pervivir de algún modo”.

Dejó poca obra escrita, era muy autocrítico, solía podar los manuscrito. (Los primeros libros cayeron inmisericorde en la papelera). Sin embargo, dejó una obra de una calidad inmensa como El mundo de Juan Lobón, (1967) Premio de la Crítica; Marea escorada (1969) Premio nacional de Literatura; Leña verde (1973) Premio Alfaguara; La noche de Catalana Virgen (1973) y Sotavento . Una obra escrita a golpe de mar pero con pecho sereno.

Cuando Luis Berenguer, cruzó al otro lado de la mar y el monte, –sus espejos–, a su entierro acudió toda su Isla de San Fernando (aunque naciera en el Ferrol).Tiró para arriba entre el vuelo de la gaviota y la perdiz. Desde la “gente gorda” hasta las más humildes coincidieron en una pena conjunta. Allí estaban también sus espíritus novelescos: El Goro, don Gumersindo, Catalina, la Manuela y la Sinta; Amalio, el Quemado, Roque, Merodio, el Pelón, el Chato, el Lagarto, Juan Nepomuceno, Chele, Juan el de los Perros, la Patro, Carmencita, Panseco, Cagarrastrojo, la Carola, Paca la Pelotillera…En medio de la multitud, perdido en su mundo ésta vez triste por mor de la tempranera muerte, con la gorrilla en una mano y las lágrimas corriendo claras entre un laberinto de arrugas, como los regajos entre piedras, se veía a un personaje –cincelado por la furia montuna– vivo y real, que furtivamente se había escapado de las páginas de uno de sus libros: Era Juan Lobón.

EL OJO EN LA MIRADA




LA ULTIMA FARRUCA DE ANTONIO EL PERRO





JESÚS CUESTA ARANA



Parece que lo estoy viendo. No se me despinta de la memoria. La figura altiva, nada agarena, con más impronta y pinta romana. De imponente presencia flamenca, de dentro a afuera, sin abalorios ni estridencias. La cabeza al extremo de un cuerpo mediano; el cabello fijado jamás en guerrilla. Los ojos de bravo mirar; seria la expresión primera; pero con la sonrisa pronta. La piel delicada en clara metamorfosis de aquellos días malos de muchas fatiguitas en el campo. “Cuando estaba reventao de trabajar me ponía a cantar y me aliviaba; me desahogaba”. (Palabras recogidas en mi libro Del aire al bronce, una mirada a Paterna de Rivera, de próxima aparición). Genio en el hablar a punta pala, como si en vez de tirar flores te estuviera regañando. De voz aguda y potente para no desmentir su torrente en el cante. A veces alegre, otra sobrecogido según cundiera la veta. Auténtico y temperamental siempre. Cantando la vida por derecho y si algo no le cuadraba saltaba como un rehilete. Con la verdad siempre por delante a sabiendas del sarpullido que eso siempre le acarreaba.

Antonio Pérez Jiménez, es el hombre. El Perro de Paterna el cantaor. Aunque indisoluble el uno del otro. Con todo el calor apretando, (agosto de 1925), madre le da la luz y el primer llanto al mundo. Desde chiquillo, sin apenas dejar sombra por el suelo, anduvo pegado al surco y al ganado. De colegio, letras y números: nada. Pero quiso el milagro de llevar toda la cultura en la sangre, en lo ingenito o predisposición expresiva. Nació con una voz prodigiosa y una sensibilidad y coraje especial para hacer el cante. A los catorce años de la besana pasó a su primer escenario, en Paterna y cantó junto al maestro Pericón de Cádiz. Aquí arrancó la historia. Aquel zagal vislumbró a los paisanos, sin haber bebido nunca en la fuente flamenca. Abandona la esfera doméstica para dedicarse profesionalmente a su pasión y norte. Año 1965 (tiene ya cuarenta años). Ya en la espléndida madurez le va a cambiar la vida de la noche a la mañana. En la compañía del maestro –y amigo hasta el final–- Juanito Valderrama con los espectáculos Así canta Andalucía y Coser y Cantar, va por toda la brújula de España. Actúa con los más grandes intérpretes. Importantes premios como Boquerón de Plata, Cantes de las Minas, Jabegote, Granaína de Plata, Cante por Peteneras, Saetas de Cádiz … Cuarenta grabaciones y doce LP, compone su excelente discografía. Incontables festivales, muchos benéficos. Cantaor largo, enciclopédico, conocedor de todos los palos. Desde lo festero a la rabia y la hondura de los cantes troncales. “El cante es una publicación de males crónicos de la humanidad. También una explosión de gozosa alegría”, en el numen del sabio flamenco Manuel Ríos Ruiz. Destacó en los cantes indianos o los de “ida y vuelta” (colombianas, guajiras, vidalita…). En la petenera, saeta, cantes de Levante y sobre todo en el fandango no le hacía sombra nadie. Cantaba con mucha inspiración con voz melódica y potente. Le insuflaba a los cantes aflamencados, –de claras raíces folklóricas– verdadero acento y temperatura flamenca. Los cantes grandes y chicos eran humo al viento. Viajaba del hermetismo de la soleá a la libertad de la bulería. Como Velázquez pintaba el aire, Antonio el Perro cantaba el aire. Con mucho hilo y espíritu descifraba los secretos del compás; aunque también era maestro en los cantes ad libitum. Armonizando los contrarios era sobrio y barroco a la vez. La voz blanca y melódica como Juan Breva, Chacón o Valderrama por no mentar a otros.

Merecedor en su pueblo de todos los honores: Hijo Predilecto; una calle y un busto. Y lo que es más importante el respeto de la gente de su geografía donde nunca quiso despegarse. “Aquí vivo mu tranquilito. Salgo a cantar y vuelvo. ¿Vivir en una capital?: ¡ Por ná del mundo! ¡ Me tenían que amarrá!”

Diciembre de 1996 al fragor y frío de la Navidad. El sol arriba cantaba entre las nubes. Me acerco al Bar de El Perro, como tantísimas veces, a recordar al socaire de una copa de vino. Allí estaba el hombre, con el semblante más trabajado por el tiempo y una notoria palidez avisadora de malos presagios interiores. Pero eso sí: el temperamento intacto y el nervio vivo: “Ya está la maquinaria mala; cualquier día le falla a uno el reloj”. “Me está avisando éste” (señalándose el corazón). A través de los cristales, se veía como un tronco siempre verde la estatua de la Petenera, (el que suscribe la modeló y la fundió en bronce en 1982). Después de un largo y acostumbrado rato de charla al pie del mostrador. Llegó la hora de la despedida. De pronto se me ocurre:

–Antonio, cántame una farruca antes de irme.

La farruca, cante en desuso –no así el baile– es una adaptación flamenca de aires folklóricos gallego-asturiano. De sabor muy tristón, melancólico y de compás donoso, que no era pieza esencial en el repertorio del maestro

Prontamente la voz de Antonio el Perro, (Luís Rivas estaba presente en el emocionante momento), inundó toda la atmósfera, con ésta farruca, Una gitana, que en su día le compusiera su amigo, impulsor y animador en el cante Antonio Murciano, uno de los más enormes poetas que mejor sabe ponerle letra – desde el vuelo inmóvil de su Arcos de la Frontera– al pentagrama invisible del flamenco. Suena la última farruca de Antonio el Perro: Tran, tran, tran … tran ,tran, tran, tran tranteiro leiro, leiro ,leiro, leiro ra/Una gitana en su cueva alegre bailaba/ al compás de una farruca / que su gitano le cantaba/ Arriba la espiga/ y abajo el trigal/ Trigal, trigal, trigalillo de mi vía/ Trigalillo mío/ que me dáis el pan / Allá arribita, allá arribita tu y yo /juntaremos las espigas del trigal de nuestro amor / con el tran, tran, tran, tranteiro, loreiro…

A un suspiro del tiempo, pocos días después, el día 9 de enero de 1996, el gran cantaor, con el corazón roto; pero el alma entera, tiró pa el cielo arriba. Paterna entera una lágrima de luto. Camino del Hospital, a la salida de Paterna, echó la mirada por última vez al pueblo de su alma donde tanto quiso, cantó y vivió. (Según supe por su hijo el también gran cantaor El Cachorro.)

Siempre que me adentro por las calles de Paterna, parece que voy a oír de un momento a otro, en radio perdida, a Antonio el Perro cantando su colombiana: En la provincia de Cai/ soy de un pueblo de solera / más bonito no lo hay /cuna de la Petenera /busca más que lo encontráis/ en Paterna de Rivera.

EL OJO EN LA MIRADA





ENRIQUE MORENTE, QUERÍA CANTAR A ALCALA DE LOS GAZULES


El autor con el  siempre vivo  y genial cantaor del Albayzin.




JESÚS CUESTA ARANA



Después de tanta lluvia de tinta y lágrimas, con el ánimo más sosegado –sin tono elegíaco– voy a dejar escapar a vuelapluma éstas líneas sobre Enrique Morente. Ya sobre la sombra encendida de su memoria y su grito flamenco como fogata perpetua desde El Albaicín al otro pico del mundo. “Un hermoso clamor al compás de nuestro tiempo”, en el certero trazo de Manuel Ríos Ruiz.

Enrique Morente, como los genios, quiso ir más allá del tiempo. Allí donde iba todo el mundo él tomaba otra vereda. De modo que tuvo que nadar muchas veces a contracorriente, lo que define su romanticismo más por temperamento que como actitud. Sobre todo, entre la mirada torva de sabidillos, pontificadores y pseudointelectuales que tanto abunda en la esfera flamenca.

Concilió – razón y esencia de su obra- lo puro o lo clásico con la modernidad. En un mestizaje connatural, sin grandes saltos ni pastiches. Fue más allá porque encontró y supo adaptar lo ya conseguido al momento actual. Lo mismo que otros grandes innovadores, desde Camarón hasta Miguel Poveda, por no abundar en tantos nombres sin omitir algunos. Desde su primer quejío flamenco fue consciente e intuyó como Antonio Machado (Demófilo) que los sentimientos cambian a través de la historia y aún durante la vida individual.

Enrique, desde aquellos añejos cantaores de su veneración y magisterio como Pepe El de la Matrona, Bernardo el de los Lobitos, Aurelio de Cádiz, el viejo Agujetas, hasta la arriesgada fusión con el grupo rockero Lagartija Nick, con su deliciosa grabación y rotundo éxito Omega, ha ido dejando una obra plena de contrastes flamencos. Avanzando siempre sin envejecer. Parejo a la atinada contradicción de Fernando Quiñones, cuando cree que el arte del cantaor es salirse de esas inefables reglas para seguirlas mejor. Cosa que rara vez ocurre en otras concepciones musicales.

Tenía una voz muy flamenca con mucho registro, llena de potencialidades expresivas. Llegado el soplo misterioso se “rompía” de verdad. Como en la experiencia picassiana que para desdibujar antes hay que saber dibujar, el cantaor del Albaicín se expresó con otros sones heterodoxos pero se nutría de la la raíz y la savia del flamenco primitivo. De la reunión de cabales se movió por círculos intelectuales, ateneos, escenarios del mundo y universidades, versionó a nombres sagrados de la poesía. Al cante le hacía falta como el comer un talento así –sin prejuicios- tan comprometido, rompedor y consecuente.

A Enrique Morente, lo conocí una tarde memorable en el tendido de la Plaza de toros del Puerto de Santa María, donde coincidimos hombro con hombro. En el ruedo tres honduras. Tres toreros besados por el arte y asistidos por esos extraños duendes, – como en el tárab o catarsis flamenca- capaces de emborrachar sin una gota de vino al respetable. Curro Romero, Paula y Manzanares. Por la tarde sopló lo inexplicable como en el lamento solitario de una siguirilla.

Aquel primer encuentro con el simpar cantaor se prolongó. Le envié mi voluminosa biografía que escribí sobre Juan Belmonte (uno de los grandes santos de su devoción). Al cabo de unos días, telefónicamente mantuvimos una larga conversación, donde como corriente que lleva las palabras abordamos los más diversos temas; pero siempre con el fondo de nuestros amados paisajes. Los secretos de la creación diaria con sus alegrías y amarguras. Los logros y los desaciertos. Los viejos sinsabores de la crítica cerril. La soledad y la bulla donde se suele mover el cantaor. Las ilusiones. Los proyectos. Los sueños…De vez en cuando nos poníamos en contactos, como teníamos tantas cosas que contarnos, la charla no tocaba nunca a su fin. Un día me confiesa, que desde hacía un tiempo le rondaba por la mente una idea: componer –con su letra y música- un disco dedicado a Alcalá de los Gazules y su deseo de vivir por un tiempo en el lugar, para ambientarse y vivir de cerca su gente. Anteriormente, escribió y mentó a Alcalá en el fandango Ya no me asomo a la reja que también interpretó el grupo granadino Los Planetas, en una de sus estrofas y en un tercio dice así: No sé si me iré a Ubrique / o me iré a Grazalema / no sé si me iré a Ubrique / o a Alcalá de los Gazules / o a Alosno que es mi tierra / no sé si me iré a Ubrique.

Pero no ha podido ser, Alcalá se ha quedado si su mejor retrato sonoro. La última vez que vi a Enrique fue en Madrid, en Las Ventas, en el memorable homenaje de Rafael de Paula . Perdía el sentido por los toreros de arte. Para su contento era suegro de Javier Conde, un torero dependiente de los duendes. “Lo del disco inspirado en Alcalá de los Gazules, no le he olvidado”, me dijo . Después de un abrazo interminable, apresuró el camino para su tierra de Graná, a su Albaicín bendito. Iba pegado a su bohemia; la estatura corta y cabeza modelada entre Goya y Beethoven. Instantes después vi como al maestro, al genio que cantó a Miguel Hernández, Lorca, los Machado, san Juan de la Cruz, Almotamid, Leonard Cohen, con flamante sensibilidad flamenca se lo tragó la multitud que salía de los Toros. Cuando ya en el cielo –atravesado por un brochazo rojo– la tarde empezaba a vestirse con el traje de noche.

Impresionante ver a Estrella Morente, a la vera del ataúd de su padre, cantando con toda la pena honda e incontinente. Un retrato inolvidable de la amargura y su quejío. Imagen explícita, que ahorra toda palabra, reafirmando de la mejor y sentida manera la continuidad de la voz de la sangre que seguirá sonando por el tiempo.

Se fue el cuerpo, pero su espíritu será pura llama que no habrá jamás mal viento que la apague. La voz más viva que nunca, partiendo el aire con su vuelo libre y alto hacia donde habitan los inmortales. ¿En qué lugar del firmamento habrá ido a parar Enrique? ¿Dónde quedará su estrella?


(Publicado en Toros and Bulls)

EL PORQUERILLO TORERO



Jorguillo El Pichorto, meses antes de levantar el último vuelo.



Vivía el zagalete en una choza, dentro de una cañada y lindando con una dehesa con ganado bravo. Su padre –aunque joven todavía– no rebosaba salud ni mucho menos y la madre con tantas fatiguitas era una pavesa al viento. Tenía que hacer cada día juego de manos y malabares para estirar un cacho de pan para mal nutrir a cuatro criaturas todo panza, churrete y pichillas. Pero a pesar de todo el sol alumbraba cada día.

Jorgillo, el mayor, era solo un adolescente de quince años, algo zangolotino pero espabilado. No tenía más herencia familiar que la de su apodo “El Pichorto”, (remoquete nada torero, por cierto). Sabía de primera mano lo que era la miseria y su mala sombra. Su ropilla concursida era una cartelera de cine de remiendos. Estaba al cuidado de una piara de cochinos. Los cochinos más malos del mundo. Parecían que tenían azogue.

En los ratos libres –que eran pocos, la verdad– con un saco de churra (costal de arpillera) jugaba o se entretenía en jugar al toro con sus hermanos pequeños. Nunca había visto una corrida de cerca. Sólo una vez en televisión, en una taberna en el pueblo, vio al Cordobés el día de su confirmación en Madrid con lluvia y cornada. Desde aquel momento por las noches no paraba de dar vueltas en el jergón de panocha de maíz. Sentía el mismo insomnio del que se enamora por primera vez. Pensaba en el hueco de la noche que los toros lo podían liberar para siempre de la pensión y “ rabiaero” de los cochinos. De la mala calor en los cueros y la perra escarcha comiendo los huesos.

Un día husmeó que había tentadero en la finca de al lado, (Vega Blanquilla, en Alcalá de los Gazules), con un trapo rojizo, un viejo vestido de la madre, se confeccionó con un palo de acebuche una muleta y de espada una chivatilla con porreta.

Aquel día soleado de invierno empezaba para el porquerillo una nueva vida y se echó en brazos de la aventura del toro. Así que se arrimó al cortijo con mucho fuego por dentro. En la tapia de la placita de toros con cierta pelusilla por dentro esperaba su primera oportunidad; mientras que en el monte los cochinos campaban muertos de risa por sus respetos. Se fijó con su mirada negra y curiosa como un torero –Carlos Corbacho– llevaba y traía sin apuros a la becerra al caballo. Luego con la muleta, entre pase y pase, ponía cara de sentimiento. Aquello era más bonito que el incordio de los cochinos.

El ganadero sabía del barrunto torero del porquerillo al que conocía por vecindad y le conminó entre la vaharada de un cigarro puro:

–Jorgillo, ¿eres capaz de darle dos pases a la vaca? Mira que tiene raza y cuajo, tiene sangre de Guadalest.

– ¡Más raza tengo yo! Que si me revuelca sabré yo levantarme.

– ¿Porqué quieres ser torero?–el ganadero con cierta curiosidad.

–Para quitarme de los remiendos, señor.

El ganadero entristecido el semblante le dijo:

–Vale, chaval. Ahí tienes la vaca. Suerte.

Como era de esperar, Jorgillo, pasó más tiempo en el aire que ante la cara de la vaquilla berrenda y corniveleta. Un revolcón. Otro. Y…otro. Pero el porquerillo lo que estaba toreando con toda la rabia en flor era a la miseria, que suele tener los pitones más afilados y los revolcones dan más cardenales en el alma que en el cuerpo. Era consciente que los porrazos de la carpanta, los que se llevan por dentro son más difícil de aliviar. Por eso al muchacho no le costaba cambiar la falta de pan por las volteretas de la vaquilla. Siempre hay un dolor que alivia otro más malo.

Al poco tiempo, Jorgillo el Pichorto enfermó, una cosa mala en el pecho se lo llevó a lado de las estrellas. El perro sino. Se fue con la pena de no haber podido cambiar la ropa remendada por un traje de luces. El toro bravo por los cochinos. En la talega del costo –una rebanada de pan con tocino– se quedó para siempre la buena suerte.

Y los cochinos que los guarde ya Zanani que Jorgillo tiró para arriba volando.

Pero eso, si: la gloria del cielo se rompió y se romperá para siempre por aquel porquerillo soñador que canjeó los remiendos por todas las luces bordadas del firmamento.



STEWART GRANGER SOBRE EL PAISAJE DE VEJER





JESÚS CUESTA ARANA

Lo que se alumbró como un simple divertimento, bagatela en movimiento o “invento del demonio” en la invectiva machadiana. Se convirtió –no por arte de birlibirloque– al paso de los años y las mentalidades, casi en una razón fisiológica en una época albinegra. Un país que sólo la imaginación infantil era capaz de colorear. El cine era un caño de agua fresca en un paisaje yermo y de sombras alargadas. El haz de luz del proyector –partido de vez en cuando por alguna mariposa perdida– daba pábilo, fotograma a fotograma, a todo un mundo reinventado, donde todo era posible como la magia potagia. Como una máquina de pensar el tiempo en la acertada definición de Jean Epstein. Que todo en la vida es cine/ y los sueños/ sueños son, en la ilustración sonora de Luis Eduardo Aute. Cuesta entender como un espectáculo tan mágico acarreara en los orígenes tanta incomprensión y desprecio en gente cultivada como Azorín por ejemplo. Pero como todo tiene su reverso, a la otra orilla, está Rafael Alberti, con su famoso verso: Yo nací -¡respetarme!- con el cine. Marcando más un tiempo sentimental que cronológico.

Los niños de los años sesenta, después del entripado de tantos quebrados, ortografía , planetas, ríos y cordillera; reyes más o menos godos; Isabel tanto monta como Fernando; caralsoles, banderas al viento y formación del espíritu nacional esperaban con la ilusión siempre renovada de los Reyes Magos, el fin de semana con su sección infantil (doble o continua). Al menos el cine permitía soñar y dar hilo y carrete a otra realidad imaginaria. En una suerte de comparación espaciotemporal entre lo vivido y lo reflejado. Donde se obraba el prodigio de cambiar periódicamente de escenario y salir de la monotonía de la lluvia en los cristales. En un pis pas, se pasaba de la espada al revólver; de los barcos piratas a las dunas del desierto, del surtidor de lágrimas (melodrana) a la carcajada abierta; del emperador Cesar a Charlot; de las gestas medievales a la odisea del espacio: de la acción a la comedia; del enrevesado suspense a los dibujitos animados: del miedo y terror a la historia de amor ; de las vidas ejemplares a los misterios de la jungla y el grito gravado en la mente de Tarzán…Todo estaba en el cine. Todo. La aventura de vivir. El rugido imponente del león de la Metro Goldwyn Mayer, invitaba más a la ilusión, a soñar, que al pánico .Una fiera que abría la puerta de los sueños. Los mitos del cine como eran también astros eran intangibles. Para ver y no tocar. Solamente palpable a los cromos y los programas de mano. Se podían tocar en la pantalla, pero eran incorpóreos. Sin embargo nunca se miraban como fantasmas, porque como las estrellas siguen brillando, aunque hagan siglos que se han muerto, como apunta Julio Llamazares. El cine, sobre todo para los niños era más que una simple ilusión óptica. Parecía que siempre se iban a creer las películas. Pero el Peterpan que cada uno llevaba dentro terminó creciendo y se fue un día volando para no volver. Pero eso sí, el milagro del cine nos permite en flash back, correr el tiempo perdido hacia adelante y hacia atrás.

Una tarde con la primera brisas barbateñas del mar cercano abanicando un día malo de calor –pasado ya los años– en la Barca de Vejer de la Frontera, de repente saltó el prodigio. Aquellos ídolos intocables de la pantalla también tomaban café. En el suspiro de la tarde apareció un hombre todo estatura; de pelo y patilla encalado a juego con el ropaje albo;el rictus severo a pesar de una velada sonrisa y como pisando sobre blando el andar. A su lado, le acompañaba Joselito un vejete con gorra de plato, el aparcacoches del lugar, encorvado pero diligente al olor de la propina . Una extraña pareja. Se trataba de Stewart Granger con toda su aparente fisonomía. Uno de aquellos viejos mitos –en una atmósfera viva– al alcance de la mano. Una estrella de Hollywood caída sobre el paisaje vejeriego. El mismo actor de aquel cine de verano en Las minas del rey Salomón. Con estampidas de elefantes, sed mortal en el desierto, atacado por una tribu salvaje; intriga y pasiones con una mala bruja por medio y tesoros escondidos. O El prisionero de Zenda, como soberano del país imaginario de Ruritania. Con secuestro y permuta por el hermanastro usurpador del trono, con enamoramiento y obligado happy end (final feliz). Y todo el mundo contento. Aquel hombre de tanta aventura y trasiego en espacios exóticos, hostiles, deslumbrantes y románticos, se retrataba al natural, sorbo a sorbo el café, en un paisaje calmo con la mirada fija en un plano general, contrapicado, de un pueblo derramado de blanco, allí arriba, rozando con las nubes metamórficas y sugerentes de vuelo quieto.

De modo que tanto Paco Verdugo, como Ricardo González y éste escribidor –como gusta decir a Vargas Llosa– a la sazón regentadores en temporada estival del viejo Hostal de la Barca, no se podían curar del asombro. Al final, se logró entablar con el legendario actor una conversación en inglés, trivial, pero no exenta de emoción. Sobre todo por saber o comprobar cual era el tono de su voz. Voz grave y champurreando cuatro palabras en español con mucho dejillo yanqui y obligada retranca. No era la misma oída en la pantalla –por exigencia del doblaje– y bastante tocada ya por la caminata del tiempo.

Al rato, ya con el sol buscando la cama, se vio a aquel hombre imponente desaparecer en destartalado y claro coche, camino de la Costa del Sol donde tenía casa, no sin antes asomar la mano en ademán de despedida. Su recia voz taladró el velo de la tarde:

–I hope to see us many times even in the movies (Espero vernos muchas veces; incluso en las películas.)

Creo recordar que dijo. Si, pasó el tiempo y lo vimos en Los cazadores del infierno ;pero ya con otros ojos y mirada diferentes.

Cuando cayó la noche miré al cielo cuajado de estrellas. Esperé paciente –nunca supe por qué– a ver correr una estrella fugaz. Y ocurrió.

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